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Cuando volví, me sentía más limpio. El día era demasiado fresco para tomar un baño de sol o trabajar en el jardín; Shirley me enseñó algunas de sus esculturas, Jack me leyó un poco de su poesía y yo hablé con bastantes vacilaciones sobre el obstáculo encontrado en mi trabajo. Esa noche tuvimos una magnífica cena de pavo asado y Chablis casi helado.

Los días que siguieron fueron tranquilos y serenos. Mis nervios fueron perdiendo su tensión. Algunas veces daba paseos solitarios por el desierto; otras ellos me acompañaban. Me llevaron a sus ruinas indias. Jack se arrodilló para enseñarme los hallazgos escondidos por la arena: fragmentos triangulares de cerámica blanca, marcados con rayas y puntos negros. Me indicó los contornos medio hundidos de una casa-pozo; me mostró los cimientos de una pared hecha con piedra sin tallar y donde se había usado fango como mortero.

—¿Es de los papago? —pregunté.

—Lo dudo. Aún estoy haciendo comprobaciones, pero estoy seguro de que resulta demasiado bueno para ser de los papago. Mi teoría es que se trata de una colonia muy antigua de hopis, digamos que de hace mil años, que se dirigió hacia el sur saliendo de Kayenta. Se supone que Shirley debe traerme algunas cintas sobre arqueología la próxima vez que vaya a Tucson. La biblioteca de datos no tiene ningún texto realmente avanzado.

—Podrías pedirlos —dije—. A la biblioteca de Tucson no le resultaría difícil transferir facsímiles de los datáfonos y mandártelos directamente. Si Tucson no tiene los libros adecuados, pueden pedirlos a Los Angeles. El objetivo de toda esta red de datos es que puedes obtener lo que necesitas en tu casa, de inmediato, cuando…

—Lo sé —dijo Jack amablemente—. Pero no quiero armar demasiado jaleo con esto. Es posible que antes de darnos cuenta tuviésemos por aquí un equipo de arqueólogos. Conseguiremos nuestros libros al viejo estilo, yendo a la biblioteca.

—¿Cuánto tiempo hace que has descubierto este sitio?

—Un año —dijo—. No hay prisa.

Le envidié su liberación de todas las presiones normales. ¿Cómo habían logrado encontrar esa vida en el desierto? Durante un segundo de envidia deseé que me fuera posible hacer lo mismo. Pero no podía quedarme de forma permanente con ellos -aunque quizá no pusieran objeciones a que lo hiciera-, y la idea de vivir yo solo en algún otro rincón del desierto no me resultaba atractiva. No. Mi sitio estaba en la Universidad. Mientras tuviera el privilegio de escaparme al hogar de los Bryant cada vez que surgiera la necesidad, podía buscar alivio en mi trabajo. Y al pensar en eso sentí una oleada de alegría: después de tan sólo dos días aquí, ¡ya estaba empezando a pensar de nuevo en mi trabajo con esperanzas!

El tiempo fluía fácilmente. Celebramos la llegada del año 1999 con una pequeña fiesta, en la cual me emborraché un poco. Mis tensiones iban cediendo. Una ola de calor veraniego cayó sobre el desierto durante la primera semana de enero y nos tendimos desnudos al sol, felices y sin pensar en nada. Un cactus de su jardín, que florecía en invierno, produjo una cascada de brotes amarillos y de alguna parte ignorada aparecieron las abejas. Dejé que un gran abejorro velludo con las patas hinchadas de polen se posara en mi brazo y, moviéndome tan poco como pude, no hice esfuerzo alguno por asustarle. Un instante después voló hacia Shirley y exploró el cálido valle que había entre sus pechos; después se esfumó. Nos reímos. ¿Quién podía tener miedo de un abejorro tan gordo?

Ya casi habían pasado diez años desde que Jack había dimitido de la Universidad y se había llevado a Shirley al desierto. El cambio de año trajo consigo las habituales reflexiones sobre el paso del tiempo, y tuvimos que admitir que habíamos cambiado muy poco. Parecía que una especie de éxtasis había caído sobre nosotros a finales de la década de los 80. Aunque yo había rebasado los cincuenta años, tenía la apariencia y la salud de un hombre mucho más joven; mi cabello seguía siendo negro y mi rostro carente de arrugas. Daba gracias por ello, pero había pagado un caro precio por mi conservación: esta primera semana del año 1999 no estaba más avanzado en mi trabajo de lo que estaba la primera semana del año 1989. Seguía buscando modos de confirmar mi teoría de que el flujo del tiempo tiene dos direcciones, y que puede ser invertido, por lo menos en el nivel subatómico. Durante toda una década había estado dando vueltas sin llegar a ninguna parte, mientras que mi fama iba creciendo de forma involuntaria, y mi nombre era mencionado a menudo para el Nobel. Pueden llamarlo la ley de Garfield: cuando un físico teórico se convierte en figura pública, algo se ha torcido en su carrera. Para los periodistas yo era un atractivo hechicero, que algún día le daría al mundo una máquina del tiempo; para mí yo no era más que un fracasado sin objetivos, prisionero en un laberinto de recodos y desvíos.

Los diez años transcurridos habían puesto un poco de gris en las sienes de Jack, pero por lo demás la metamorfosis del tiempo había sido positiva para él. Estaba más musculoso: un hombre bronceado que había perdido por completo la palidez de quien no vive al aire libre. Su cuerpo ondulaba lleno de fuerza, y se movía con una fácil gracia que hacía imposible creer en su anterior y esfumada torpeza. La exposición al sol había oscurecido su piel para bien. Parecía confiado, potente, seguro de sí mismo, allí donde en un tiempo fue cauteloso y vacilante.

Pero quien más había ganado de todos era Shirley. Los cambios producidos en ella eran leves, pero todos habían sido para mejorar. La recordaba delgada como una potrilla, demasiado dispuesta a reírse siempre, con la cintura demasiado flaca para la opulencia de sus senos. Los años habían corregido esos pequeños defectos. Su cuerpo dorado por el sol resultaba ahora magnífico en todas sus proporciones, y eso la hacía parecer aún menos desnuda cuando no llevaba ropas, pues era como una Afrodita de Fidias andando bajo el sol de Arizona. Pesaba unos cuatro kilos y medio más que en los días de California, sí, pero cada gramo de esos kilos estaba perfectamente colocado. No había en ella ni un sólo defecto físico y, como Jack, poseía esa profunda reserva de fuerza, esa seguridad total en ella misma, que guiaban cada uno de sus movimientos y palabras. Su belleza aún estaba madurando. Dentro de dos o tres años más sería deslumbrante. No deseaba pensar en Shirley como acabaría siendo un día, arrugada y marchita. Resultaba difícil imaginar que esas dos personas —especialmente ella— estaban condenadas a la misma y cruel sentencia bajo la cual debemos vivir todos.

Estar con ellos era un puro deleite. Durante la segunda semana de mi visita me sentí lo bastante bien como para discutir con Jack los problemas de mi trabajo con cierto detalle. Me escuchó con simpatía, siguiéndome con algún esfuerzo, y no pareció entender demasiado. ¿Era cierto eso? ¿Era posible que una mente tan soberbia como la suya hubiera perdido hasta tal punto el contacto con la física? Fuera como fuese, me escuchó y eso me hizo bien. Andaba a tientas en la oscuridad; tenía la sensación de estar más lejos de mi meta ahora que cinco u ocho años antes. Necesitaba un oyente, y lo encontré en Jack.

La dificultad radicaba en la aniquilación de la antimateria. Haz retroceder un electrón en el tiempo y su carga cambia; se convierte en un positrón, e inmediatamente busca su antipartícula. Encontrarla es perecer. Una billonésima de segundo y llega la minúscula explosión, y es liberado un fotón. Sólo podíamos sostener nuestro impulso para invertir el tiempo enviando nuestra partícula a un cosmos libre de materia.

Incluso si pudiéramos hallar la energía suficiente para lanzar partículas mayores —protones, neutrones e incluso alfas—, haciéndolas retroceder en el tiempo, seguiríamos cayendo en la misma trampa. Lo que enviáramos al pasado sería aniquilado tan velozmente, que sólo constituiría un mero microacontecimiento en nuestro sensor de observación. Pese a lo que dijeran los noticiarios, no existía ninguna posibilidad de un auténtico viaje temporal; un hombre que retrocediera en el tiempo sería una superbomba, dando por supuesto en primer lugar que un ser vivo pudiera sobrevivir a la conversión en antimateria. Dado que esta parte de nuestra teoría parecía indiscutible, habíamos estado explorando la idea de un cosmos libre de materia, buscando algún «bolsillo de nada» en el cual pudiéramos introducir nuestro viajero hacia atrás, conteniéndolo allí mientras observábamos. Pero llegados a ese punto, nuestros recursos dejaban de ser suficientes.