—Haré todo lo que pueda por complacerle —declaró Spence—. Para ello, he de confiar en el sano juicio de Elspeth. Pocas cosas hay acerca de la gente de este lugar que ella no conozca.
CAPÍTULO VI
MUY satisfecho por lo que había logrado con aquella entrevista, Poirot se despidió de su amigo.
La información que ansiaba poseer llegaría a sus manos oportunamente. Acerca de eso no tenía la menor duda. Había conseguido interesar a Spence en aquel asunto. Y Spence, una vez lanzado sobre una pista, como el buen sabueso que había sido, no se apartaría de ella fácilmente. La reputación de que gozaba como miembro, ya jubilado, de la Brigada de Investigación Criminal, le haría ganar amigos sin mucho esfuerzo en el sector policíaco de la localidad.
Poirot consultó su reloj de pulsera. Diez minutos más tarde vería a la señora Oliver frente a una casa llamada «Apple Trees». La verdad era que ese nombre resultaba misteriosamente apropiado…
Siguiendo el camino que le habían indicado, Poirot llegó puntualmente a una casa con fachada de rojos ladrillos, de estilo georgiano, rodeada por un seto vivo en el que había un haya, que abarcaba un bonito jardín.
Introdujo una mano por entre los hierros de la puerta y soltó el pestillo, pasando al interior. Encima de aquélla vio un rótulo que rezaba: «Apple Trees». Un sendero le condujo hasta la entrada de la vivienda. Semejante a una de esas figuras de ciertos relojes suizos que aparecen de pronto al dar las horas, la puerta de la casa se abrió, emergiendo del interior la señora Oliver, quien se aproximó inmediatamente a los peldaños de acceso.
—Es usted terriblemente puntual —dijo la señora Oliver, casi sin aliento—. Le he estado observando desde una ventana.
Poirot se volvió, cerrando cuidadosamente la puerta del jardín. Prácticamente, en cada uno de sus encuentros con la señora Oliver, casuales o premeditados, surgía casi de inmediato el tema de las manzanas. Cuando no estaba comiéndose una manzana, acababa de comérsela… O bien era portadora de una cesta de manzanas. Hoy, sin embargo, no había ninguna fruta de aquéllas a la vista. Poirot hizo un gesto de aprobación. Hubiera sido, a su juicio, un detalle de mal gusto estar mordisqueando distraídamente una manzana allí, en el escenario de lo que había acabado en tragedia. Ahí era nada: la muerte repentina de una criatura de trece años de edad. No le agradaba pensar en ello, y por no gustarle pensar en ello estaba decidido precisamente a que fuese hora tras hora el tema de sus reflexiones, hasta que, por un procedimiento u otro, lograra hacer brillar la luz en la oscuridad, descubriendo claramente lo que había ido a ver allí.
—No sé por qué no ha accedido usted a quedarse en la casa de Judith Butler —manifestó la señora Oliver—. Eso era mejor que instalarse en una pensión de quinta categoría.
—Me gusta examinar las cosas a solas, en cierto modo —contestó Poirot—. Es preciso mantenerse un poco aparte, no sumergirse por completo en este ambiente. No quiero falsear mi perspectiva.
—Tendrá que sumergirse de todas maneras en este ambiente —repuso la señora Oliver—. ¿No va a verse obligado a hablar con todos o casi todos?
—Ineludiblemente —reconoció Poirot.
—¿A quién ha visto usted hasta ahora?
—Al superintendente Spence, mi buen amigo.
—¿Cómo está?
—Mucho más viejo que antes.
—Es natural —dijo la señora Oliver—. ¿Y qué otra cosa podía esperar? ¿Le ha parecido más sordo, más miope, más gordo o más delgado?
Poirot reflexionó unos segundos.
—Ha perdido muchas carnes, desde luego. Utiliza gafas para leer la prensa. No creo que esté sordo… Por lo menos, no se le nota.
—¿Y qué opina sobre este asunto?
—Va usted muy deprisa, amiga mía.
—¿Y qué es lo que usted y él van a hacer exactamente?
—Yo ya he planeado mis movimientos —dijo Poirot—. Primeramente, he visto a mi amigo, consultándole algunos detalles. Le pedí que me facilitara una información que me costaría trabajo conseguir por otros medios.
—¿Van a ponerse los policías de por aquí a sus órdenes? ¿Piensa averiguar por ellos todo lo que usted desea saber?
—Yo no diría tanto, pero, en fin, sí… Esos son los derroteros que han seguido mis pensamientos.
—¿Y después?
—Me he presentado aquí, madame. He querido ver el escenario del drama.
La señora Oliver volvió la cabeza, paseando la mirada por la casa.
—Como escenario de un crimen no parece ser lo más adecuado, ¿verdad? —inquirió.
Poirot pensó: «¡Qué instinto más seguro el de esta mujer!».
—No —reconoció—. No parece ser la casa más apropiada para un suceso de este tipo. Después de ver dónde fue, hablaré con la madre de la chica. Usted me acompañará. Oiremos lo que ella pueda decirnos. Esta tarde hablaré con el inspector local de policía. Mi amigo Spence se ocupará de concertar la entrevista, a una hora apropiada. También charlaré con el médico de la localidad. Es probable, asimismo, que vea a la directora del colegio. A las seis saborearé una taza de té y merendaré en compañía de mi amigo Spence y su hermana. Al mismo tiempo, cambiaremos impresiones.
—¿Qué más cree usted que irán a decirle?
—Me interesa mucho hablar con la hermana de Spence. Ella lleva aquí más tiempo que él. Los hermanos empezaron a vivir juntos a raíz de la muerte del cuñado de Spence.
—¿Sabe usted qué es lo que me recuerda su persona? —inquirió la señora Oliver—. Pues un computador. Se está usted programando a sí mismo. Usted, amigo Poirot, no cesa de asimilar cosas y más cosas, dedicándose luego a esperar para ver qué es lo que sale de todo.
—Su idea no tiene nada de disparatada —manifestó Poirot con mucho interés—. Es verdad. Mi papel es el de un computador. Me estoy alimentando de continuas informaciones.
—Supongamos que lo que obtiene en definitiva son respuestas erróneas…
—Eso es imposible —objetó Poirot—. Los computadores no incurren en equivocaciones.
—Es algo que se da por descontado, claro. Sin embargo, una se queda sorprendida al observar lo que sucede a veces. Le hablaré, por ejemplo, del último recibo de electricidad que pagué. Sé que existe un proverbio que reza: «Errar es de humanos». Ahora bien, un error humano no tiene nada que ver con lo que haría un computador de caer en él. Entre. Va a conocer a la señora Drake.
La señora Drake era una mujer digna de tenerse en cuenta, pensó Poirot. Era alta, hermosa. Habría cumplido los cuarenta años. En sus cabellos se advertían unos leves toques de gris; sus azules ojos brillaban. Rezumaban eficiencia por las puntas de sus dedos. Siempre que la señora Drake organizara una reunión el éxito estaba asegurado. En el cuarto de estar, sobre una bandeja, había dos tazas de café en compañía de unos bizcochos, aguardándoles.
Poirot se dio cuenta de que «Apple Trees» era una casa admirablemente conservada.
Estaba bien amueblada; tenía alfombras de extraordinaria calidad; todo se veía escrupulosamente limpio y pulido. Cierto que no había ningún objeto que destacara allí del resto, pero eso no se echaba a ver. Las cortinas eran de unos tonos agradables, aunque convencionales. Habría podido ser alquilada a un inquilino no vulgar sin necesidad de llevar a cabo cambio alguno en su interior.
La señora Drake saludó cortésmente a Poirot, ocultando obstinadamente lo que éste sospechaba que era una sensación de enojo, enérgicamente contenido, por la posición a que había sido llevada durante un acto social, en el transcurso de cual habíase cometido algo tan antisocial como un crimen.
En su calidad de miembro destacado del poblado de Woodleigh Common, Poirot sospechaba que la mujer se sentía molesta por haber sido probada de un modo raro y temporal su ineficiencia. Lo que había ocurrido allí no hubiera debido ocurrir. Si hubiese sido otra persona, en otra casa… Bueno, así, la cosa ya cambiaba. Lo inaudito era que sucediera aquello en una reunión proyectada para el elemento juvenil de la comunidad por ella, en una fiesta dada por ella, organizada por ella… De una manera u otra, ella hubiera debido preverlo, poner los medios para impedir que sucediera lo que había sucedido. Y Poirot albergaba también la sospecha de que rebuscaba irritada en su mente, afanosa por dar con una razón explicativa del singular fenómeno. No era que intentase dar con el motivo determinante del crimen, no. En lo que andaba empeñada era en localizar el detalle inadecuado en la persona de alguien que se hubiese erigido colaborador suyo, dando lugar, por una mala interpretación o por falta de sensibilidad, al terrible fallo.