—Pues… Desde luego, me… agradaba. Quiero decir… Bueno. Los niños me gustan. A la mayor parte de la gente le ocurre lo mismo.
—Tampoco en eso estoy de acuerdo con usted —declaró Poirot—, yo conozco chicos y chicas que no tienen ningún atractivo.
—Es verdad, sí… Lo cierto es que, generalmente, las criaturas actuales no están bien educadas. Todo parece ser dejado a los profesores y ellas se toman demasiadas libertades. Eligen sus amigos libremente y… ¡ejem!… ¡Oh, monsieur Poirot!
—¿Era una chica agradable Joyce o no lo era? —insistió Hércules Poirot.
La señora Drake le miró y su gesto traducía una grave censura.
—Hágase cargo, monsieur Poirot: Joyce, esa pobre criatura, está muerta.
—Muerta o viva, eso es algo que importa mucho. Si era una niña agradable con todos resultará más difícil de explicar la existencia de alguien dispuesto a atentar contra su vida. Y en el caso contrario, podríamos llegar hasta ciertas personas que la miraran con especial antipatía…
—Bueno, supongo que eso no es cuestión de simpatías o antipatías…
—Pudiera serlo. Tengo entendido también que en la reunión declaró haber sido testigo de un crimen.
—¡Oh, ya salió eso! —exclamó la señora Drake, desdeñosamente.
—¿No tomó usted su declaración en serio?
—Naturalmente que no. Lo que dijo fue una tontería.
—¿Cómo fue llegar a hacer tal afirmación?
—La presencia de la señora Oliver aquí suscitó el interés de las muchachas. No en balde es usted una persona famosa, amiga mía —manifestó la señora Drake, dirigiéndose a Ariadne.
Aquellas dos palabras últimas de su frase salieron de los labios de la dueña de la casa sin la más mínima inflexión de entusiasmo.
—No creo que aquello se hubiese producido de otro modo… El caso es que las muchachas andaban algo excitadas con la presencia de la conocidísima escritora…
—Y entonces Joyce declaró que había visto a alguien cometer un crimen —señaló Poirot, pensativo.
—Sí, Joyce dijo eso o algo por el estilo. Yo, la verdad, ni siquiera la escuchaba realmente.
—Pero usted recuerda que ella dijo eso, ¿no?
—¡Oh, sí! Lo dijo, desde luego. Pero yo no di crédito a sus palabras —manifestó la señora Drake—. Su hermana la hizo callar, muy oportunamente.
—Y la chica, por este motivo, se enojó, ¿no?
—En efecto, insistiendo en que era verdad lo que había dicho.
—O sea, alardeó de haber sido testigo de un crimen.
—Si usted lo quiere expresar de este modo, sí.
—Podía ser verdad lo que afirmaba —declaró Poirot.
—¡Qué disparate! Yo no la creí, ni por un momento —manifestó la señora Drake—. Aquélla era una estupidez de las de Joyce.
—¿Era una estúpida la muchacha?
—Bueno, era una chica a quien agradaba mucho causar sensación donde estaba —declaró la señora Drake—. En todo caso, siempre pretendía haber hecho o visto más que cualquiera de sus amigas.
—No era una criatura que cayera bien a la gente —aventuró Poirot.
—Desde luego que no. Era una de esas chicas a quienes hay que forzar a guardar silencio.
—¿Cómo reaccionaron sus conocidas y amigas? ¿Se sintieron impresionadas?
—Se burlaron de ella. Naturalmente, esto no hizo más que empeorar las cosas.
—Bien —dijo Poirot, poniéndose en pie—. Me satisface mucho poseer una información directa en lo tocante a ese punto —inclinóse cortésmente sobre su mano—. Adiós, madame. Muchas gracias por haberme permitido echar un vistazo al escenario de este desagradable suceso. Espero no haber reavivado demasiado bruscamente sus recuerdos.
—Naturalmente siempre es doloroso este asunto como tema de conversación. Yo estaba muy encariñada con la idea de la reunión, esforzándome porque todo marchara bien. Y lo conseguía, al principio. Hasta que ocurrió la terrible desgracia. Ahora lo único que puedo hacer es procurar olvidarla. Por supuesto, la ocurrencia de Joyce al presentarse ante los demás como testigo de un crimen no pudo ser más desafortunada.
—¿Ha sido Woodleigh Common escenario de algún crimen?
—Que yo recuerde, no —respondió la señora Drake con firmeza.
—En esta época de continuos delitos que nos ha tocado vivir —observó Poirot—, tal hecho constituye un detalle poco corriente, ¿no le parece?
—Bueno… Creo haber oído hablar de un camionero que mató a un camarada suyo… Fue una historia por este estilo, no estoy segura… También se supo aquí de una pequeña cuyo cadáver fue hallado en un pozo situado a unos veinticinco kilómetros de distancia… Pero de eso han transcurrido ya algunos años. Fueron crímenes vulgares, carentes de interés. Derivados de los abusos alcohólicos, creo yo.
—Desde luego. Cuesta mucho trabajo pensar que hubiesen podido ser presenciados por una chica de doce o trece años.
—Nada menos probable, diría yo. Y puedo asegurarle, señor, que la declaración de la chica fue formulada con el único fin de impresionar a sus amigas… y también, quizás, a cierta famosa persona.
La señora Drake dirigió una mirada más bien fría a la señora Oliver.
—Naturalmente —manifestó la señora Oliver —, yo tengo mucha culpa de lo ocurrido por haber hecho acto de presencia en la reunión.
—¡Oh, no, querida! ¡Nada de eso! ¡No ha sido mi intención sugerir tal cosa, ni mucho menos!
Poirot suspiró en el momento en que se apartaba de la casa, con la señora Oliver a su lado.
—El sitio es de lo menos indicado que he podido ver como escenario de un crimen —comentó mientras se aproximaban por el sendero interior a la puerta de la valla—. No advierto ninguna atmósfera especial; no se «huele» por ningún lado la tragedia; no hay ningún personaje destacable, que «valga la pena asesinar»… Haría, no obstante, una excepción con la señora Drake…
—Le entiendo perfectamente. Usted se da cuenta de que puede resultar una persona auténticamente irritante a veces. Yo la veo muy complacida consigo misma…
—¿Cómo es su esposo?
—¡Oh! Es viuda. Su marido falleció hace un año o dos. Contrajo la polio y vivió inútil durante mucho tiempo. Tuvo que ver con la banca en el aspecto profesional, me parece. En su juventud se destacó mucho como deportista y en todo cuanto requería una gran actividad, por lo cual vivió muy amargado durante sus años de hombre inválido.
—Es natural —comentó Poirot.
Éste se quedó pensativo, diciendo al cabo de unos momentos:
—Veamos… ¿Hubo alguna persona entre las presentes que tomara la afirmación de Joyce en serio?
—Lo ignoro. Me inclino a pensar que no.
—¿Cómo cayó la cosa entre sus amigas?
—Pensaba en ellas precisamente. No. No creo que hubiese una sola entre ellas que diese crédito a lo que Joyce dijo. Todas pensaban que se trataba de una invención.
—¿También usted pensó igual?
—Bien. Pues sí, en realidad sí —replicó la señora Oliver—. Desde luego —añadió—, a la señora Drake le agradaría creer que no fue cometido nunca ningún crimen, pero no puede llegar a sus afirmaciones tan lejos, ¿verdad?
—Entiendo que todo esto ha tenido que resultarle doloroso.
—Supongo que sí, en cierto modo —declaró la señora Oliver—. Me imagino, no obstante, que en los momentos actuales habla ya con cierta complacencia de lo acaecido. Entiéndame usted bien… Yo no creo que se resigne a permanecer con la boca cerrada en todo instante, así porque sí.
—¿Le es simpática esa mujer? —inquirió Poirot— ¿Tiene usted a la señora Drake por una mujer agradable?
—Hay que ver lo que le agrada formular preguntas difíciles. Bueno, las suyas resultan muy embarazosas, generalmente —manifestó la señora Oliver—. A usted lo único que parece interesarle es saber si la gente es agradable o no. Rowena Drake es una persona mandona. Es de esos seres que gustan de regirlo todo; quienes les rodean han de limitarse a obedecer forzosamente. En mayor o menor extensión, ella gobierna esta comunidad, me atrevería a pensar. Pero lo hace de una manera eficiente. Todo depende, al enjuiciarla, de si le gustan a usted o no las mujeres mandonas. Personalmente, a mí me hacen poca gracia…