—¿Qué opina acerca de la madre de Joyce, a quien dentro de poco veremos?
—Es una mujer muy agradable. Un tanto estúpida se me antoja, sin embargo. A mí me da mucha lástima. Debe ser terrible para una madre ver morir a una hija tan violentamente, ¿no? Y aquí todo el mundo cree que se trata de un crimen sexual, lo cual empeora las cosas.
—Pero, bueno, no ha habido prueba alguna de que la chica fuese atacada por un muchacho… En lo que tengo entendido, al menos.
—No, pero a la gente le gusta pensar en esa clase de sucesos. Todo se torna más intrigante. Usted ya conoce la manera de ser de algunas personas…
—Uno cree conocerla, que no es lo mismo, amiga mía. Lo que sucede realmente, la mayor parte de las veces, es que no sabemos del prójimo nada en absoluto.
—¿Y no sería mejor que en esta visita a la señora Reynolds le acompañara mi amiga Judith Butler? Ésta la conoce, en tanto que yo soy una extraña para ella.
—Haremos las cosas tal como las hemos planeado.
—Perdón. No me acordaba de que el programa del computador estaba en marcha ya —murmuró la señora Oliver, con un leve destello de rebeldía.
CAPÍTULO VII
LA señora Reynolds era un carácter completamente distinto del de la señora Drake. En ella no se advertía el aire de competencia que se observaba enseguida en esta última. Nada de su persona tampoco inducía a pensar que cambiaría con el tiempo.
Vestía de luto y llevaba en una mano, estrujado, un pañuelo húmedo. Evidentemente, lloraba con el menor pretexto.
—Ha sido usted muy amable —dijo dirigiéndose a la señora Oliver—, hacer venir aquí a uno de sus amigos, con objeto de ayudarnos —la mujer estrechó la mano de Poirot, observando a éste con vacilante mirada—. La verdad es que no se me ocurre qué puede hacer ya nadie por nosotros… Nada me devolverá a mi pobre hija. ¡Oh! Es terrible… ¿Cómo puede ser que haya personas capaces de matar a criaturas de esa edad? Si ella hubiese proferido algún grito, al menos… Aunque supongo que el asesino la forzaría inmediatamente a permanecer con la cabeza dentro del cubo… ¡Oh! La sola imagen de lo sucedido me horroriza. Pensar en ello supone para mí un terrible tormento.
—Por Dios, señora. Yo no abrigo precisamente la intención de atormentarla. Por favor, no piense ahora en eso. Yo sólo pretendo hacerle unas cuantas preguntas, por si las respuestas correspondientes pudieran ayudarnos a… a dar con el asesino de su hija. Ya me imagino, naturalmente, que usted no posee la más leve idea acerca de su probable identidad.
—¿Qué idea voy a tener sobre eso? Jamás se me había pasado por la cabeza el pensamiento de que a mi hija podía ocurrirle semejante desgracia. Woodleigh Common es un sitio agradable… Como la gente de aquí… Supongo que el criminal sería algún ser extraño a esta población que entraría en la casa por una de sus ventanas. Quizá fuera un consumidor habitual de drogas u otro degenerado por el estilo. Vio luces, diose cuenta de que se celebraba una reunión en la casa y se introdujo en ella, sin más…
—¿Está usted segura de que fue un hombre y no una mujer quien atacó a su hija?
—Tuvo que ser un hombre —respondió la señora Reynolds, impresionada—. Supongo que fue un hombre… No pudo ser una mujer, ¿verdad?
—Una mujer de fuerzas suficientes para…
—Creo que, a mi manera, le entiendo… Sí, las mujeres, actualmente, hacen gimnasia, gozan con frecuencia de una constitución atlética, tienen tanta fuerza como muchos hombres. Sin embargo, me cuesta trabajo creer que pueda existir una mujer capaz de cometer una acción como… como… Joyce era una niña tan sólo… Joyce no contaba más de trece años.
—Mire usted, señora: yo no quiero alargar mi estancia en esta casa innecesariamente. Tampoco pretendo formular preguntas molestas, embarazosas. No quiero trastornarla aludiendo una y otra vez a los hechos que han de resultarle muy dolorosos, lógicamente. Yo únicamente quería referirme a una observación salida de los labios de su hija durante la reunión… Creo que usted no se encontraba presente. ¿Es así?
—No, yo no estaba allí… En los últimos días no me había sentido muy bien. De otro lado, las reuniones juveniles siempre me han resultado pesadas, fatigosas. Los llevé en el coche, regresando más tarde, para recogerlos… Las tres criaturas fueron juntas, ¿sabe? Estoy refiriéndome a Ann, la mayor, con sus dieciséis años, y a Leopold, que cuenta casi once… ¿Qué fue lo que Joyce dijo? ¿No querría usted hablarme de ello?
—La señora Oliver, que estuvo en la reunión, le dirá cuáles fueron exactamente las palabras pronunciadas por su hija. Dijo, según creo, que había sido testigo presencial de un crimen.
—¿Joyce se expresó en tales términos? ¡Oh! ¡No es posible! ¿De qué crimen pudo ser ella testigo presencial?
—Bien… A todo el mundo le pareció eso improbable —declaró Poirot—. Yo me pregunté si usted opinaría lo contrario. ¿Le habló en alguna ocasión la chica de tal cosa?
—¿De haber presenciado un crimen? ¿Quién? ¿Joyce?
—Tiene usted que pensar —señaló Poirot—, que la palabra «crimen» pudo haber sido utilizada por Joyce de una manera un tanto libre o arbitraria. Esto no es de extrañar en una chica de su edad… Con ese vocablo pudo aludir alguien a una persona atropellada por un vehículo, a una riña que tuviese por escenario la orilla de un río o un puente, con la caída de uno de sus contendientes… Pudo tratarse incluso de una escena no iniciada en serio, pero que tuviese consecuencias desgraciadas.
—Pues la verdad es que no acierto a recordar nada por el estilo que hubiese sucedido y que Joyce pudo haber presenciado. Nunca me habló de nada raro… Mi hija debió de estar bromeando…
—Hablaba muy en serio —declaró la señora Oliver—. Insistió en que había sido testigo de un crimen, sin lugar a dudas.
—¿Dio alguien crédito a sus palabras? —inquirió la señora Reynolds.
—Lo ignoro —respondió Poirot.
—Yo creo que no —declaró la señora Oliver—. O quizá nadie quiso animarla a continuar hablando en aquel sentido diciéndole que tomaban sus afirmaciones en serio.
—Todo el mundo se inclinó entonces a tomar sus palabras en broma, asegurando que la chica se había inventado lo que decía —opinó Poirot, menos amable en aquellos instantes que la señora Oliver.
—Bueno, hay que reconocer que sus oyentes se mostraron muy poco o nada corteses —indicó la señora Reynolds—. Como si Joyce mintiera todos los días con cosas como ésa…
La madre de la desventurada chica se mostró ahora profundamente irritada.
—Voy a decirle lo que yo pienso, señora —manifestó Poirot—. Lo más seguro es que la chica incurriera en algún error. Es decir, cabe la posibilidad de que hubiese presenciado algo que a su entender podía ser tomado por un crimen. Lo más probable era que se tratara de algún accidente.
—Lo habría puesto en conocimiento de su madre, ¿no? —inquirió la señora Reynolds, todavía irritada.
—Es lógico suponérselo —contestó Poirot—. ¿No le habló de nada especialmente extraño nunca? Pudiera habérsele olvidado, señora Reynolds. Sobre todo si no era un asunto realmente importante.
—¿Cuándo?
—No lo sabemos —repuso Poirot—. He aquí una de las dificultades con que tropezamos… La cosa pudo datar de hace tres semanas… o tres años. La muchacha señaló que «era muy joven» al producirse el suceso. ¿Qué entiende por «muy joven» una criatura de trece años? ¿Usted no se acuerda de ningún acontecimiento sensacional, o de alguna resonancia, en estos momentos?