»El caso es que la muchacha, al final de aquellas vacaciones, se hizo con un buen repertorio de cuentos. Hablaba de no sé qué maharajá, de una cacería de tigres con elefantes. Mucha gente se hacía lenguas ante sus experiencias. Yo pensé, enseguida que pasó aquello, que la chica había puesto muchos detalles de su invención. Me figuré al principio que exageraba. ¡Ah! Pero sus historias crecían y crecían. Cada vez se encontraban más tigres en ellas. Usted ya me entiende, ¿no? El número de tigres y de elefantes llegó a ser exagerado. No le venían de nuevo a la niña, además, tales cuentos…
—¿Andaba siempre procurando llamar la atención?
—Ha dado usted en el clavo. La muchacha se perecía por acaparar la atención de los demás.
—Bueno, bueno —objetó el superintendente—, pero por el hecho de haber urdido toda una historia en torno a un viaje que nunca realizó no se puede afirmar que todo cuanto dijo la muchacha era mentira.
—Seguro que dijo algunas verdades también —manifestó Elspeth—, pero yo me atrevería a afirmar que aquéllas no fueron demasiadas.
—De manera que en el caso concreto de Joyce Reynolds presentándose como testigo presencial de un crimen, usted diría que lo más probable es que estuviese mintiendo, inclinándose por considerar sus manifestaciones en ese sentido una pura patraña…
—Tal vez sería mi actitud, sí —respondió la señora Mackay.
—Pudieras incurrir en un error —medió su hermano.
—Pues sí —repuso ella—. Cualquiera está expuesto a ello. Esto me hace pensar en la vieja historia del chico que gustaba de dar voces de alarma con excesiva frecuencia, exclamando: «¡El lobo! ¡El lobo!». Más adelante, cuando se enfrentó realmente con el lobo, nadie le creyó, de modo que la fiera terminó por despedazarle tranquilamente.
—Concretando, pues…
—Yo diría todavía que lo más probable es que la chica estuviese mintiendo en aquellos momentos. No quiero, sin embargo, extremar las cosas. Pudo ser que ella viese algo. No precisamente lo que dijo, siendo algo…
—Siendo por ello asesinada —manifestó el superintendente Spence—. No pierdas de visto eso, Elspeth: le costó la vida.
—Es verdad —repuso la señora Mackay—. Y por tal razón he admitido la posibilidad del error. No obstante, no hay más que preguntar a cualquiera de sus amigas y conocidas para convencerse de que las mentiras salían de su boca con la mayor naturalidad. Joyce tomaba parte en una reunión, y se mostraba excitada. Estaba empeñada en producir cierta impresión…
—En realidad, en la reunión nadie creyó en sus palabras —alegó Poirot.
Elspeth Mackay movió la cabeza dubitativamente.
—¿A quién pudo haber visto asesinar ella? —inquirió Poirot.
Su mirada pasó alternativamente desde el superintendente a su hermana…
—A nadie —replicó la señora Mackay, con decisión.
—Aquí tienen que haberse producido algunas muertes a lo largo de…, por ejemplo, los tres últimos años.
—Naturalmente —comentó Spence—. Las de costumbre… Ha habido gente de edad, personas inválidas que… Se ha hablado también de algún que otro motorista atropellado por un coche…
—¿No saben ustedes nada acerca de una muerte inesperada fuera de lo normal…?
—Pues… —Elspeth vaciló una vez más—. Yo diría que…
Medió Spence en la conversación, ahora.
—Aquí he anotado unos cuantos nombres —dijo aquél, tendiendo una nota a Poirot—. He querido ahorrarle algunas molestias, evitarle algunos pasos…
—¿Me sugiere aquí algunas víctimas?
—No sé… Hay algunas posibilidades…
Poirot leyó lo escrito en voz alta:
—La señora Llevellyn-Smythe. Charlotte Benfield. Janet White. Lesley Carrier…
Poirot hizo una pausa. Mirando a sus interlocutores, repitió el primer apellido.
—La señora Llewellyn-Smythe…
—Pudiera ser —comentó la señora Mackay—. Sí. Ahí pudiera usted dar con algo interesante.
La hermana de Spence añadió unas palabras confusas que dejaron desconcertado a Poirot.
—Hubo allí una muchacha que desapareció cierta noche —manifestó Elspeth—. Nadie volvió a oír hablar de ella.
—¿En relación con la señora Llewellyn-Smythe?
—Sí. Se trataba de la doncella. Ésta pudo muy bien haber vertido algo en cualquiera de los medicamentos que tomaba su señora… Y entró en posesión de todo su dinero, ¿no? ¿Es acaso lo que se imaginó que sucedería en su día?
Poirot miró a Spence, en demanda de aclaraciones.
—Y ya no se volvió a saber de ella jamás —declaró la señora Mackay—. Con estas chicas extranjeras siempre acaba pasando lo mismo.
Poirot aventuró ahora:
—¿Tenía la señora Llewellyn-Smythe en su casa a alguna chica au pair[*]?
—Exactamente. La muchacha vivía con la anciana dama, desapareciendo una semana o dos después del fallecimiento de su señora…
—Me imagino que se iría con algún hombre —declaró Spence.
—De haber sido así, aquí nadie lo conocía —manifestó Elspeth—. Son detalles que en estos lugares siempre acaban divulgándose profusamente. No se escapan así porque sí…
—¿Se figuró alguien del lugar que se habían dado anomalías en lo tocante a la muerte de la señora Llewellyn-Smythe? —quiso saber ahora Poirot.
—No. La mujer padecía del corazón. El médico la atendía con regularidad.
—Sin embargo, usted ha encabezado la lista de posibles víctimas con su nombre, ¿eh?
—Bueno, sí… Era una mujer rica, muy rica. Su muerte no sorprendió a nadie. No obstante, pareció a todos repentina. Yo diría que el doctor Ferguson se quedó sorprendido. Vamos a decir que ligeramente sorprendido. Creo que él confiaba en que viviera todavía algunos años más. Claro que los médicos sufren estas sorpresas frecuentemente. La señora Llewellyn-Smythe no era de las personas que se pliegan dócilmente a las instrucciones del doctor. Se hallaba advertida, pero hacía siempre lo que se le antojaba. Fijémonos, por ejemplo, en una de sus pasiones: le gustaba la jardinería, una afición nada indicada para una paciente cardíaca.
Fue Elspeth quien habló ahora:
—Vino aquí al declinar su salud. Había estado viviendo en el extranjero. Se presentó en este lugar porque quería vivir cerca de sus sobrinos, el señor y la señora Drake, adquiriendo entonces Quarry House. Tratábase de una gran casa de estilo victoriano. La finca abarcaba una cantera que a ella le atrajo mucho, viendo en la misma ciertas posibilidades. Como había mucha agua por las inmediaciones, gastó miles y miles de libras en el trazado de un jardín. Para ello hizo venir desde Wilsey un especialista, con objeto de que se ocupase del proyecto. Bueno, tengo que decirle que es algo que vale la pena contemplar…
—Iré a ver ese jardín, desde luego —manifestó Poirot—. ¡Quién sabe! Tal vez pudiera sacar de él algunas ideas…
—En su lugar, yo me daría una vuelta por allí, por supuesto. Vale la pena…
—¿Y dice usted que la mujer en cuestión era muy rica? —inquirió Poirot.
—Era viuda de un armador de los más fuertes. Tenía mucho dinero, en efecto…
—En realidad, su muerte no resultó inesperada, a causa de su dolencia. Pero pareció a muchos repentina —aclaró Spence—. Fue debida a causas naturales. Sobre eso no hubo dudas. Un fallo del corazón… La enfermedad tiene un nombre muy largo, que ahora no recuerdo por completo. Está relacionada con la coronaria…
—¿No se habló de realizar ninguna encuesta sobre la muerte de esa señora?
Spence movió la cabeza de un lado para otro.
—Son cosas que se han dado antes —manifestó Poirot—. A una mujer ya entrada en años se le dice que tenga cuidado, que no suba ni baje corriendo las escaleras, que no se entregue a las prácticas de jardinería, siempre demasiado violentas, y así sucesivamente. Pero cuando se trata de una señora enérgica que se ha dedicado con entusiasmo toda su vida a la jardinería, lo usual es que mire todas esas recomendaciones con muy poco respeto.