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—Es verdad. La señora Llewellyn-Smythe convirtió la cantera en algo maravilloso… Bueno, esto, en verdad, fue obra del artista que contrató. Tres o cuatro años estuvieron trabajando en aquella empresa. Ella había visto algunos jardines, en Irlanda, creo, con motivo de un «tour» de aficionados. Pensando en cuanto tuvo ocasión de admirar durante aquel viaje, su finca quedó bellamente transformada. ¡Oh, sí! Aquello había que verlo para creerlo.

—Nos enfrentamos, pues aquí —dijo Poirot—, con una muerte natural, certificada por el médico de la localidad. ¿Se trata del mismo médico que hay aquí ahora, a quien en breve voy a ver?

—Es el doctor Ferguson, sí. Tendrá ahora unos sesenta años. Es un buen médico. Aquí le quiere todo el mundo.

—Con todo, hubo alguien que pensó en la posibilidad de que la anciana muriera asesinada. ¿Existen otras razones aparte de las que ya hemos estudiado?

—Pensemos en la chica au pair —sugirió Elspeth.

—¿Por qué?

—Esa muchacha debió falsificar el testamento. ¿Quién hizo tal cosa si no fue ella?

—Usted no se ha acordado de decirme alguna cosa… —comentó Poirot—. ¿Qué significa esa historia referente a un testamento falsificado?

—Bueno… Hubo un pequeño alboroto cuando llegó el momento de probar la autenticidad del testamento de la dama fallecida…

—¿Tratábase de un testamento nuevo?

—Era lo que en términos legales se denomina un codi… un codicilo…

Elspeth se quedó con la mirada fija en Poirot, quien asintió.

—La mujer había hecho varios testamentos antes —aclaró Spence—. Todos venían a ser lo mismo: donativos para las fundaciones benéficas, legados para los servidores más antiguos, etcétera. Ahora bien, lo esencial de su fortuna, en todos esos documentos, iba a parar a su sobrino y a la esposa de éste, quienes eran sus parientes más cercanos.

—¿Y en cuanto al codicilo…?

—En virtud de lo especificado en el codicilo —manifestó Elspeth—, todo iba a parar a manos de la doncella, por su abnegación, por la devoción con que la muchacha había servido a su señora. Algo por el estilo era lo que se decía en el documento.

—Dígame más acerca de esa chica au pair.

—La muchacha procedía de no sé qué país centroeuropeo. Me parece que tenía un nombre muy largo…

—¿Cuánto tiempo estuvo la muchacha con la anciana?

—Poco más de un año.

—Usted se ha referido a esa mujer en todo momento como si hubiese sido una anciana… ¿Qué edad tenía la señora Llewellyn-Smythe realmente?

—Contaría más de sesenta años. Yo diría que sesenta y cinco o sesenta y seis.

—No era tan anciana entonces —comentó Poirot, afectado.

—La señora Llewellyn-Smythe hizo varios testamentos —manifestó Elspeth—. Como ya Bert le ha dicho: todos venían a ser lo mismo. Dejaba dinero a una o dos fundaciones benéficas y luego cambiaba los nombres de las entidades favorecidas, o alteraba las sumas asignadas como recuerdos a los servidores más viejos. Pero el dinero en su casi totalidad, iba a parar siempre a su sobrino y a la esposa del mismo. Creo que hubo por en medio algún viejo primo, fallecido hacia la época en que ella desapareció del mundo de los vivos. La mujer dejó el «bungalow» al especialista en jardinería cuyos servicios contratara, para que lo habitase todo el tiempo que quisiera. Cedió también una renta para que los jardines fuesen cuidados adecuadamente, permitiéndose la entrada en ellos del público curioso, esto es lo que hubo poco más o menos, en términos generales.

—Supongo que la familia alegaría que sus intenciones habían sido alteradas por algún agente externo, que habían existido ciertas influencias inadmisibles.

—Es muy probable que se hablara de eso —contestó Spence—. Pero la verdad es que los abogados se ocuparon de la falsificación con extraordinaria viveza. Por lo visto, no se trataba de un «trabajo» muy convincente. La localizaron casi inmediatamente.

—Se supieron cosas que demostraron que la chica au pair pudo haber hecho la falsificación con toda facilidad —declaró Elspeth—. Fíjese en esto: solía escribir la muchacha numerosas cartas en nombre de la señora Llewellyn-Smythe… Al parecer, a esta le disgustaban las misivas mecanografiadas. Las consideraba una falta de atención personal cuando había que dirigirse a unas buenas amigas. Cuando no se trataba de una carta de negocios, solía ordenar a su doncella que la escribiese imitando su letra y firmándola con su nombre y apellidos. La señora Minden, la mujer de la limpieza, oyó un día a la dueña de la casa expresarse en tales términos. Supongo que la doncella se habituaría a imitar la letra de su señora día tras día y que luego, de repente, se le ocurriría que podía sacar muy buen partido de su habilidad. Y así fue lo que vino después… Sin embargo, como ya he dicho, los abogados actuaron con gran diligencia, descubriendo la falsificación…

—¿Los abogados de la señora Llewellyn-Smythe?

—Sí. Eran Fullerton, Harrison y Leadbetter… Componen una firma muy respetable de Medchester. Estos nombres siempre se ocuparon de los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe. Requirieron los servicios de los peritos, se formularon preguntas… La chica fue sometida a un interrogatorio y después se esfumó. Perdióse un día, dejando tras ella la mitad de sus efectos personales. Se iban a emprender determinadas acciones legales contra la muchacha, pero ella no esperó a que eso fuese una realidad. Se evaporó. En fin de cuentas no es tan difícil, realmente, salir de este país. Basta con obrar con oportunidad… Actualmente, cualquiera puede hacer un viaje de veinticuatro horas de duración al continente europeo, y no exigen siquiera el pasaporte. Un viajero, en estas condiciones, puesto al habla con algún amigo situado al otro lado, puede alargar su desplazamiento a la medida de sus deseos antes de que las autoridades lo adviertan. Lo más seguro es que la muchacha regresara a su patria, o que cambiara de nombre, o que se refugiara en el domicilio de algunos amigos…

—Y pese a tales hechos, todo el mundo siguió pensando que la señora Llewellyn-Smythe había fallecido de muerte natural, ¿no? —inquirió Poirot.

—Sí. Creo que no existieron dudas sobre ese particular. Vamos a ver… Supongamos que la niña, la pequeña Joyce, en su día, hubiese presenciado cómo la doncella administraba unos medicamentos a su señora y que ésta comentase: «Esta medicina tiene un sabor diferente ahora», aclarando que se había tornado más amarga, o que tenía un gusto muy peculiar.

—Cualquiera diría que estuvieses escuchando las palabras de la buena señora, Elspeth —dijo el superintendente Spence—. Refrena tu impetuosa imaginación, querida…

—¿En qué momento del día falleció la señora Llewellyn-Smythe? —preguntó Poirot—. ¿Por la mañana? ¿Por la noche? ¿Bajo techado? ¿Al aire libre? ¿En su casa? ¿Lejos de su casa?

—En su casa, desde luego. Un día abandonó el jardín jadeando. Respiraba con cierta dificultad. Dijo que se encontraba muy fatigada y que quería acostarse. Para decirlo rápidamente: nunca más había de despertar de su sueño. Lo cual desde el punto de vista médico es natural…

Poirot sacó una pequeña agenda. Una de sus páginas estaba encabezada por una palabra: «Víctimas». Bajo ella escribió: «Número 1. Se sugiere la señora Llewellyn-Smythe». En las siguientes páginas de la agenda anotó los otros nombres que Spence habíale facilitado. Preguntó, expresivo:

—¿Charlotte Benfield?

Spence replicó sin vacilar:

—Aprendiza de dependienta. Dieciséis años de edad. Varias heridas en la cabeza. Fue hallada en un solitario sendero, en las proximidades de una arboleda. Hubo unos sospechosos: dos jóvenes. Ambos habían salido con ella de cuando en cuando. No fueron halladas pruebas.