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—Podemos estrechar algo más la cosa ahora —manifestó Spence—. Es decir, si procedemos correctamente al aceptar su suposición de que Joyce fue asesinada por el hecho de haber proclamada públicamente que había presenciado un crimen… Pronunció tales palabras mientras se efectuaban los preparativos con vistas a la reunión. Es posible que nos equivoquemos al estimar tal paso como el móvil del crimen, pero… Para mí que obramos correctamente al pensar que alguien que escuchó sus afirmaciones decidió actuar con la mayor rapidez posible.

—¿Quiénes se hallaban presentes en la casa al hablar la chica? —inquirió Poirot.

—Redacté una lista.

—¿Con todo cuidado?

—Con el máximo de los cuidados. La comprobé varias veces. Aquí están los dieciocho nombres.

RELACIÓN DE LAS PERSONAS PRESENTES DURANTE LOS PREPARATIVOS PARA LA REUNIÓN DE LA VÍSPERA DE TODOS LOS SANTOS

Señora Drake (dueña de la casa)

Señora Butler

Señora Oliver

Señorita Whittaker (profesora)

Simón Lampton (sacerdote)

Rev. Charles Cotterel (vicario)

Señorita Lee (ayudante del doctor Ferguson)

Ann Reynolds

Joyce Reynolds

Leopold Reynolds

Nicholas Ransom

Desmond Holland

Beatrice Ardley

Cathie Grant

Diana Brent

Señora Carlton (asistenta doméstica)

Señora Minden (mujer de la limpieza)

Señora Goodbody (colaboradora)

—¿Seguro que aquí no falta ninguna persona?

—No puedo darle todo género de seguridades en ese aspecto —manifestó Spence—. Nadie podría hacerlo. Hay que tener en cuenta que en esas ocasiones entran y salen de las casas personas constantemente. Unas aparecen con una colección de bombillas de colores; otras proporcionan varios espejos; hay quien aporta unas cuantas fuentes grandes, o suministran un buen cubo de plástico… Allí entraba y salía gente a cada paso. Estos colaboradores no se quedaban a ayudar a los demás. Por consiguiente pudo haberse presentado allí alguien que pasase inadvertido por completo. Pero, en cambio, ese alguien, aunque hubiese permanecido allí unos segundos, habría podido oír las palabras pronunciadas por Joyce dentro del cuarto de estar. Había levantado la voz… No podemos limitarnos exclusivamente y rigurosamente a esta lista, pero convengamos en que es la más completa de que disponemos. Aquí la tiene. Échele un vistazo. Junto a los nombres he anotado una breve descripción.

—Muchas gracias. Y ahora, una pregunta tan sólo… Usted debe de haber interrogado a algunas de estas personas, a aquellos, por ejemplo, que asistieron a la reunión. ¿Aludió alguna a lo que Joyce dijera sobre el hecho de haber sido testigo presencial de un crimen?

—Creo que no. No existe de ello un registro oficial. Lo primero que oí sobre el particular es lo que usted me dijo.

—Interesante —comentó Poirot—. Podría calificarse también de notable.

—Evidentemente, nadie tomaría aquello en serio —dijo Spence.

Poirot, reflexivo, asintió.

—Estoy citado con el doctor Ferguson —dijo—. No quiero hacerle esperar.

Parsimoniosamente, plegó la hoja de papel que Spence le había entregado, guardándosela en uno de sus bolsillos.

CAPÍTULO IX

EL doctor Ferguson era hombre de unos sesenta años de edad. De ascendencia escocesa, resultaba una persona de modales más bien bruscos. Miró a Poirot, de arriba abajo. Sus ojillos, bajo las pobladas cejas hundidos, brillaban astutamente.

—Siéntese, ¿quiere?

—Quizá debiera empezar por explicarle… —dijo Poirot.

—No es necesario que me explique usted nada —repuso el doctor Ferguson—. En un sitio cómo éste todo el mundo se halla al tanto de lo que ocurre. Esa señora, la famosa autora de novelas policíacas, le hizo venir como una especie de dios de los más célebres detectives, para que dejara en ridículo a los oficiales de policía. Esto es, más o menos, la verdad, ¿no?

—En parte —contestó Poirot, sonriendo—. Vine aquí con la intención de visitar a un viejo amigo, el ex superintendente Spence. Vive en este lugar, con su hermana.

—¿Spence? ¡Hum! Un buen tipo el tal Spence. De la raza de los «bull-dog». Es un policía honesto, de la vieja escuela. Nada de cesiones estúpidas. Nada de violencias. Y no tiene absolutamente nada de tonto, por añadidura. Un hombre íntegro donde los haya, sí, señor.

—Usted lo ha calibrado correctamente.

—Bien —dijo el doctor Ferguson—. ¿Qué es lo que usted le ha indicado y qué es lo que él le señaló a usted?

—Él y el inspector Raglan han sido amabilísimos conmigo. Espero poder decir de usted lo mismo.

—Yo no tengo en qué basarme para ser amable —repuso el doctor Ferguson—. Ignoro qué fue lo que sucedió. Una niña mete la cabeza en un cubo, en el transcurso de una reunión, muriendo ahogada… Un asunto muy feo. Claro que esto de que en un hecho delictivo figure como víctima una niña no constituye nada del otro mundo. A lo largo de los últimos siete o diez años he sido llamado varias veces para que echase un vistazo a algunas criaturas asesinadas… Fueron demasiadas, a decir verdad. Anda por ahí mucha gente que debía estar vigilada o internada en casas de salud. ¡Ah! Pero lo malo es que en los asilos ya no hay sitio. Estas personas circulan libremente, van de un lado para otro, se expresan como las demás, tienen un aspecto corriente… Lo pasan a gusto. Sin embargo, no es lo corriente que participen en reuniones. Supongo que se imaginan que corren demasiado peligro en ellas. No obstante, la novedad es algo que siempre atrae al asesino que pudiéramos calificar de perturbado mental.

—¿Tiene usted alguna idea sobre la identidad de la persona que mató a esa chica?

—¿Usted cree que ésta es una pregunta que yo puedo contestar sin más? Sería necesario disponer por mi parte de algunas pruebas, ¿no? Tendría que actuar a hablar con cierto margen de seguridad, ¿no es así?

—Podría usted formular alguna suposición —aventuró Poirot.

—Cualquiera puede formular suposiciones más o menos arriesgadas. Cuando requieren mis servicios como médico en cualquier casa, tengo que adivinar si mi joven paciente de turno va a padecer el sarampión o si bien lo suyo es un caso de alergia a los mariscos o a las plumas de la almohada de su cama. Tengo que formular preguntas para averiguar qué ha comido el enfermo, qué ha comido, si ha dormido muchas horas o pocas, si ha tenido relación constante con otros chicos. He de enterarme si en cualquier autobús atestado ha coincidido con los hijos de la señora Smith, o la señora Robinson, los cuales pasaron en su totalidad el sarampión. He de enterarme de muchos otros detalles… Seguidamente, yo doy una opinión referente a los probables factores determinantes de la enfermedad. Es decir, formulo lo que se llama, permítame especificárselo, el diagnóstico. Es algo que no se hace nunca atropelladamente. Hay que asegurarse siempre.

—¿Usted conoció a la chica?

—Desde luego. Figuraba entre mis pacientes. Aquí somos dos los médicos: Worrall y yo. Yo he sido siempre el médico de cabecera de los Reynolds. Joyce era una chica rebosante de salud. Pasó por las dolencias infantiles habituales. No ofrecía nada de particular, nada que llamara excesivamente la atención. Comía demasiado; hablaba con exceso. Esto de hablar con exceso no le acarreó ningún grave perjuicio. Lo de comer sin ton ni son, sí: le ocasionó lo que en otro tiempo se denominaba un ataque biliar. La muchacha supo por experiencia propia lo que eran las paperas. Y también las viruelas locas. No hubo más.

—Es posible que la niña hablara más de la cuenta en una ocasión, cosa que usted reconoce que se inclinaba a hacer…