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—De manera que usted va detrás de eso, ¿eh? Llegaron a mis oídos ya algunos rumores…

—Andamos detrás de un móvil, de una razón.

—¡Oh, sí! Es lógico, se lo concedo. Pero existen otras razones actualmente aparte de las corrientes. La respuesta radica hoy en día en los mentalmente perturbados. La cosa funciona así en las cortes de justicia: nadie ganó nada con su muerte, nadie la odiaba… ¿Entonces? ¡Ah! Pero es que yo pienso que con los chicos de ahora no hay por qué andar detrás de una razón. La razón se encuentra en otra parte. La razón radica en la mente del asesino. Hablo de su perturbada mente, de su maligna mente o de su tortuosa mente. Puede usted emplear el calificativo que le parezca. Yo no soy ningún psiquiatra. A veces me fatiga oír las siguientes palabras: «Requiérase el correspondiente informe del psiquiatra…». Y esto sucede a raíz de alguna jugada perpetrada por un muchacho en cualquier lado, después de haber roto algunos cristales, de haber sustraído unas botellas de whisky, de haber robado algunas monedas, de haber golpeado en la cabeza a alguna mujer ya entrada en años… En eso queda todo. El informe del psiquiatra habría de afectar a otras personas…

—Y en el presente caso, ¿a qué otras personas enviaría usted a casa del psiquiatra?

—Usted está pensando en aquellas que se encontraban en la reunión de la otra noche, ¿eh?

—Efectivamente.

—El asesino se hallaría entre ellas, ¿no le parece? De otro modo, no se habría producido un asesinato. ¿Estamos de acuerdo? El asesino figuraba entre los invitados, se encontraba entre las personas que contribuían a que la fiesta fuese un éxito. También pudiera haberse colado por una de las puertas o ventanas del edificio con el deliberado propósito de causar un mal. Es muy probable que conociese todos los rincones de la vivienda. Podía haber estado allí con anterioridad, escudriñándolo todo. Piense en un hombre. O en uno de los muchachos. El hombre o el muchacho quería matar a alguien. No es nada del otro mundo. En Medchester tuvimos ya un caso semejante. Se aclaró al cabo de seis o siete años. Tratábase de un chico de trece años. Ansiando dar muerte a alguien, mató a un niño de nueve, robó un coche, recorrió una distancia de diez o doce kilómetros, enterró el cadáver y se fue, llevando una vida intachable luego, hasta la época en que cumplió los veintiuno o veintidós años. ¡Cuidado! Conocíamos sus afirmaciones en este aspecto. Pudo muy bien haber continuado con las mismas prácticas. Es lo más probable… Averiguaría que le producía cierto placer matar. No hay que suponer que causara muchas víctimas, ya que entonces la policía, de un punto u otro, habría terminado por localizarlo. Pero de cuando en cuando sentía aquel apremio especial… El informe del psiquiatra: cometía los crímenes hallándose mentalmente perturbado. Estoy intentando decirme a mí mismo que eso es lo que sucedió aquí ahora… Algo por el estilo, de todos modos. Pero, naturalmente, yo no soy psiquiatra. A Dios gracias. Tengo en cambio varios amigos especialistas en esa rama de la Medicina. Algunos de ellos… Bueno, no hay más remedio que decirlo: algunos de ellos habrían de pasar a su vez por la consulta del psiquiatra, aunque parezca paradójico. Este sujeto que mató a Joyce, seguramente, tiene unos padres normales, posee unos modales corrientes, ofrece un aspecto impecable. Viéndolo, a nadie se le ocurriría pensar que presentaba algo anormal. ¿No le ha pasado alguna vez dar un mordisco a una roja y jugosa manzana para acabar encontrando en lo más profundo de ella algo podrido, sumamente desagradable e inesperado? Hay muchos seres humanos actualmente que se ofrecen a nosotros igual que la manzana del ejemplo. Y creo que en los últimos tiempos estas personas han dado en abundar más que nunca.

—¿Y usted no ha llegado a sospechar de nadie particularmente?

—No me está permitido adelantar la cabeza sin más y señalar la existencia de un criminal. Necesito pruebas para proceder así.

—Sin embargo, usted ha admitido la posibilidad de que el criminal figurase entre las personas que participaron en la reunión…

—En algunas historias detectivescas se presentan tales situaciones. Probablemente, su amiga, la escritora, se halla familiarizada con ellas. Tengo que admitir en el presente caso la posibilidad de que el asesino estuviese allí. Pudo ser uno de los invitados, un miembro del servicio doméstico. Alguien que se colara por una de las ventanas. No se trata de una dificultad insalvable, de haberse tomado la molestia de estudiar previamente el punto de acceso. Pensemos también en que un cerebro anormal podía haberse sentido seducido por la original idea de cometer un crimen en el marco de una reunión tradicional de la víspera de Todos los Santos. Éste es el punto de arranque de que se dispone, ¿no? Hay que pensar en alguien que se encontraba en la reunión…

Bajo las pobladas cejas, los inquietos ojos del doctor brillaron una vez más al mirar a Poirot.

—Yo mismo me encontraba allí también —declaró—. Llegué a la casa tarde, solo para ver qué tal marchaba todo.

El médico hizo un enérgico gesto de asentimiento.

—Sí. Ahí está el problema. Es como una de esas típicas gacetillas sociales que publican todos los periódicos: «Entre los presentes se encontraba…». Un asesino, declararía yo, por mi cuenta…

CAPÍTULO X

POIROT pasó la mirada por «Los Olmos», aprobando con un discreto gesto todo lo que se ofreció a su vista.

Le hicieron pasar al interior del edificio enseguida. Una joven le guió hasta el estudio de la directora. La señorita Emilyn, que se hallaba sentada detrás de una mesa, se puso en pie para saludarle.

—Encantada de conocerle, señor Poirot. He oído hablar de usted con frecuencia y en tonos admirativos.

—Es usted muy amable —respondió Poirot.

—Me habló de usted una antigua amiga mía, la señorita Bulstrode. Dirigió anteriormente Meadowbank. Es posible que usted la recuerde…

—Es de esas personas que uno olvida difícilmente. Es una gran personalidad.

—En efecto —replicó la señorita Emilyn—. Ella hizo de Meadowbank el colegio que es en la actualidad —suspiró ligeramente antes de añadir—. Últimamente, sin embargo, el centro ha cambiado bastante. Los objetivos que se pretenden alcanzar son distintos, como distintos son asimismo los métodos utilizados. Pero en el colegio se advierte aún una línea continuada, progresiva, de distinción, de mejoras, de respeto a las tradiciones… Bueno. Es que hemos de esforzarnos, además, por no vivir demasiado inmersos en el pasado.

»Usted ha venido a verme, indudablemente, para hablar conmigo de la muerte de Joyce Reynolds. No sé si usted siente algún interés particular por este caso. Me imagino que el asunto se sale del marco normal de sus actividades. ¿La conocía usted personalmente? ¿Conocía a su familia?

—No —respondió Poirot—, vine aquí a petición de una antigua amiga mía, Ariadne Oliver, quien estaba pasando una temporada en este lugar, hallándose presente en la reunión de la víspera de Todos los Santos.

—Esa mujer escribe unos libros deliciosos —comentó la señorita Emilyn—. He tenido ocasión de hablar con ella en una o dos ocasiones. Bien… Eso facilita las cosas, a mi entender. No habiendo por en medio sentimientos de carácter personal, se pude hablar con entera franqueza. Si me permite que le dé mi opinión, le diré que en aquel ambiente era una de las cosas más improbables que podían suceder. Los chicos y las chicas implicados no tenían la edad más a propósito para un hecho de tal naturaleza. Yo pensaría en un crimen psicológico. ¿No está de acuerdo conmigo?

—No —replicó Poirot—. Creo que lo que se cometió allí fue un crimen simplemente, un crimen como tantos otros. Y su autor obraría impulsado por un móvil sórdido, quizá.

—¿De veras? ¿Y la causa determinante?