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—La causa determinante fue una observación formulada por Joyce; no realmente en el transcurso de la reunión, tengo entendido, sino antes, cuando se estaban efectuando los preparativos, en presencia de los chicos de más años y otros colaboradores. La muchacha declaró que había visto cometer un crimen.

—¿Creyeron los demás en sus palabras?

—En general, creo que sus palabras fueron acogidas con mucho escepticismo.

—Esperaba esa respuesta. Joyce… Bueno voy a hablarle con entera franqueza, monsieur Poirot. Ciertos sentimentalismos exhibidos a destiempo no deben ofuscar nuestra razón. Joyce era una chica del montón, una criatura mediocre más bien. No era estúpida, pero tampoco poseía un cerebro privilegiado, ni mucho menos. Era, realmente, una chica particularmente entusiasta de la mentira. Resultaba muy presumida. Hablaba de cosas que no habían sucedido nunca, más que en su imaginación. Deseaba impresionar a toda costa a sus amigas, a quienes la escuchaban. A consecuencia de eso, sus auditorios habituales se inclinaban a rechazar de plano las historias que se empeñaba en referir.

—¿Sugiere usted que habló de haber sido testigo presencial de un crimen sin más objeto que el de darse importancia, sin más afán que el de intrigar a alguien?

—Sí. Y yo diría más: a quien deseaba impresionar particularmente en esa ocasión era a Ariadne Oliver…

—De manera que usted no cree que Joyce fuese testigo presencial de ningún delito, ¿eh?

—Yo pondría en duda tal cosa.

—¿Opina usted, como otras personas, que la chica se inventó la historia a que quiso aludir?

—Yo no afirmaría tanto. Es posible que ella presenciara, por ejemplo, un accidente de automóvil; quizá viera a alguien recibir en la cabeza un fuerte pelotazo por los alrededores del campo de golf; cabe la posibilidad de que viese algo que acabase haciéndola pensar en un asesinato…

—En consecuencia, la única suposición que podemos formular que tenga ciertos visos de verosimilitud es la de la presencia de un criminal en la reunión de la víspera de Todos los Santos…

—Desde luego —manifestó la señorita Emilyn—. Desde luego. Ésa parece una idea lógica, ¿no?

—¿Posee usted alguna idea referente a la probable identidad del asesino?

—He ahí una pregunta sensata —declaró la señorita Emilyn—. Después de todo la mayoría de los chicos y chicas de la reunión tenían edades que oscilaban entre los nueve y los quince años. Supongo que en su mayoría habrían pasado por mi colegio. Yo he de saber algo acerca de ellos, así como sobre sus familias…

—Creo que una de sus profesoras murió estrangulada por un tipo desconocido hace un año o dos…

—¿Se refiere usted a Janet White? Ésta tendría unos veinticuatro años. Un tipo emocional. Por lo que yo sé, iba sola… Quizá se hubiese citado con algún joven. Era una muchacha que atraía a los hombres, de una manera normal. La policía no dio con su asesino. Fueron interrogados algunos jóvenes, pero no se hallaron pruebas suficientes para actuar contra ninguno. Fue un desagradable caso desde el punto de vista de las autoridades y del propio público.

—Usted y yo tenemos ya algo en común: no aprobamos el crimen.

La señorita Emilyn estudió detenidamente a su interlocutor. Su rostro no cambió de expresión, pero Poirot se dio cuenta de que estaba siendo calibrado muy atentamente.

—Me gusta su forma de exponer la cuestión —dijo ella—. A juzgar por lo que se lee u oye hoy en día parece ser que el crimen, en determinados aspectos, se está haciendo lentamente aceptable para un gran sector de la comunidad a que pertenecemos.

La señorita Emilyn guardó silencio durante unos instantes y Poirot también calló. Éste se imaginó que estaba considerando un plan de actuación.

La señorita Emilyn se puso en pie, oprimiendo el botón de un timbre.

—He pensado que será mejor que hable con la señorita Whittaker.

Pasaron cinco minutos después de haber abandonado la habitación la señorita Emilyn. Luego, se abrió la puerta de la estancia, entrando en ella una mujer que contaría unos cuarenta años. Llevaba el pelo corto. Era éste algo rojizo. La mujer se movía con gran viveza.

—¿Monsieur Poirot? —inquirió—. ¿En qué puedo servirle? La señorita Emilyn piensa, desde luego, que en algo.

—Pues si la señorita Emilyn opina así, lo más seguro es que no se equivoque. Sé ya muy bien a qué atenerme con respecto a su persona.

—¿La conoce a fondo?

—Esta tarde he hablado con ella por vez primera en mi vida.

—Pues ha necesitado usted muy poco tiempo para formarse una opinión sobre su interlocutora de hace unos momentos.

—Supongo que va usted a decirme que no ando desencaminado en mi suposición.

Elizabeth Whittaker suspiró brevemente.

—¡Oh, claro que está en lo cierto! Me figuro que todo esto viene a cuento con motivo de la muerte de Joyce Reynolds. No sé exactamente cómo ha empezado usted a ocuparse del caso. ¿Por mediación de la policía?

La señorita Whittaker hizo ahora una mueca de desagrado.

—No, no, ¡qué va! Todo ha sido privadamente, a través de una amiga.

La mujer se sentó en el borde de una silla, enfrentándose decididamente con Poirot.

—¿Qué es lo que usted desea saber?

—No creo que sea necesario decírselo. ¿Para qué formular preguntas que puedan carecer por completo de importancia? ¿Para qué perder el tiempo? Aquella noche, en la reunión, sucedió algo que es, quizá, lo que a mí me interesa conocer especialmente. ¿Usted me entiende?

—Sí.

—¿Estuvo usted en la reunión?

—Estuve en la reunión —la señorita Whittaker se quedó pensativa unos instantes—. Tratábase de una reunión excelente, bien dirigida, bien organizada. Habría allí unas treinta y tantas personas. Estoy contando a todos los presentes: chicos, gente joven, adultos… Me acuerdo de algunas mujeres de la limpieza y asistentas domésticas…

—¿Usted colaboró en las disposiciones que fueron tomadas, según creo, a primera hora de la tarde, o por la mañana?

—La verdad es que allí no había nada que hacer, en realidad. La señora Drake se desenvolvía perfectamente al enfrentarse con los diversos preparativos en marcha, ayudada por unos cuantos chicos y chicas, muy pocos. Preparativos de carácter doméstico eran los que allí se necesitaban…

—Entendido. ¿Y usted tomó parte en la reunión como una invitada más?

—Así es.

—¿Y qué fue lo que sucedió?

—Indudablemente, usted estará informado acerca de la marcha en términos generales de la reunión. Seguramente, lo que pretende es que le dé cuenta de algo especial, si es que realmente advertí allí algo especial, lo cual podría tener alguna significación, ¿no es así, monsieur Poirot? Estoy empeñada en no hacerle perder el tiempo, ¿sabe?

—Estoy absolutamente seguro, señorita Whittaker, de que usted no va a hacerme perder un solo minuto. Refiéramelo todo, por favor, en el lenguaje más simple posible.

—Los diversos episodios de la reunión se desarrollaron en el orden previamente convenido. El último fue el del «Snapdragon», algo más propio de Navidad que de la víspera de Todos los Santos… El «Snapdragon», como usted sabe, no es otra cosa que un puñado de uvas bañadas en coñac que arden en el centro de una fuente… Hay que hacerse con los granos de uva… Estallan las risas fácilmente. El elemento juvenil es presa de una gran agitación…

»Hacía mucho calor en aquella habitación y decidí salir unos momentos al vestíbulo. Hallándome en éste vi a la señora Drake en el instante en que abandonaba el cuarto de aseo existente en la primera planta. Era portadora de un gran jarrón lleno de flores y hojas otoñales. Detúvose unos segundos junto a la barandilla antes de empezar a bajar. Miraba a sus pies y no en dirección a mí. Había fijado la vista en el otro extremo del vestíbulo, donde existe una puerta que conduce a la biblioteca.