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»Como acabo de decirle, la señora Drake se detuvo unos momentos antes de empezar a bajar los peldaños. Llevaba el jarrón algo inclinado. El objeto parecía pesado y yo supuse que estaría lleno de agua. La señora Drake procedió a afirmarlo contra su cadera mientras que con la mano libre buscaba la barandilla. Y mientras miraba hacia el extremo que ya he señalado del vestíbulo, atendiendo distraídamente a la colocación del jarrón, inesperadamente hizo un violento movimiento… Fue tomo un sobresalto lo que experimentó. Sí: algo le asustó.

»Entonces, el jarrón se le escapó de la mano, derramándose el agua que contenía sobre su vestido, antes de estrellarse sobre los peldaños, donde se hizo añicos.

—Comprendido —dijo Poirot.

Contempló en silencio el rostro de su interlocutora durante un buen rato. Calificó los ojos de ella de astutos. Evidentemente, se encontraba frente a una excelente observadora. Habían pasado a pedirle opinión acerca de lo que la mujer acababa de referirle.

—¿Qué es lo que usted creyó que le había producido aquel sobresalto?

—Después, reflexionando, me dije que la señora Drake tenía que haber visto algo especial en aquellos instantes.

—Usted creyó que había visto algo —repitió Poirot, pensativo—. ¿Por ejemplo?

—Ella, ya se lo he dicho, miraba en dirección a la puerta de la biblioteca. Calibré la posibilidad de que hubiese visto como se abría… Quizá viera girar el tirador… Pudo haber descubierto a una persona que se disponía asalir de la otra estancia… Lo más seguro es que viera a alguien que no esperaba ver.

—¿Fijó usted la vista también en la puerta en cuestión?

—No. Yo miraba en dirección opuesta, yo estaba pendiente de lo que hacía la señora Drake.

—¿Y usted está convencida de que la mujer vio algo que le produjo un gran sobresalto?

—Sí. Sería una nimiedad, quizás. Estas cosas suceden con cierta frecuencia. Hay una puerta que se abre, inesperadamente, para permitir la salida de una persona que no se espera ver… Entonces, involuntariamente, lo que se tiene en las manos, a causa de nuestro asombro, parece escapársenos de ellas, yendo a parar al suelo. Es lo que le pasó a la señora Drake con su jarrón de flores y hojas, lleno de agua.

—¿Vio usted salir a alguien por aquella puerta?

—No. Yo no miraba hacia ella. En realidad, pienso que nadie llegó a salir al vestíbulo por allí. Probablemente, quienquiera que fuese, tornó a entrar en la habitación.

—¿Qué hizo la señora Drake, después?

—Lanzó una exclamación de disgusto, bajó apresuradamente las escaleras y me dijo: «¿Ha visto usted lo que he hecho? ¡Qué torpeza la mía! ¡Soy una calamidad!». Furiosa, apartó los cristales con los pies, echándolos a un lado. Yo la ayudé en la tarea de depositar los fragmentos de vidrio en un rincón, provisionalmente. No era el momento más oportuno para emprender la limpieza a fondo de las escaleras. Chicos y chicas estaban empezando a abandonar el cuarto del «Snapdragon». Cogí un paño y sequé un poco los peldaños más húmedos… Minutos más tarde, la reunión tocaba a su fin.

—¿Y no habló la señora Drake de que había experimentado un fuerte sobresalto? Claro está, mucho menos aludiría a la causa probable de aquel susto…

—No dijo absolutamente nada en tal aspecto.

—Pero usted cree que se sobresaltó…

—Probablemente, monsieur Poirot, usted lo que piensa es que estoy armando mucho alboroto en torno a un detalle que carece de importancia.

—No. Nada más lejos de mi pensamiento que eso —repuso Poirot—. Yo sólo he hablado una vez con la señora Drake —añadió, preocupado—. Visité su casa acompañado de mi amiga Ariadne Oliver. Para decirlo en tono novelesco y melodramático: quise visitar el escenario del crimen. Durante los pocos minutos de que dispuse para estudiar a la señora Drake me formé una idea de ella, como es natural, juzgándola una señora difícil de asustar. ¿Está usted de acuerdo con mi punto de vista?

—Completamente de acuerdo. En eso radica una de las causas de mi extrañeza. ¿No le hizo usted, en aquel momento, ninguna pregunta sobre el particular?

—¿Qué razones podía aducir yo para proceder así? Cuando la dueña de la casa en que una se halla como invitada tiene la desgracia de hacer añicos uno de sus mejores jarrones, ¿quién es el huésped que se dirige a ella inquiriendo en tono impaciente o de disgusto qué le ha pasado? No era procedente preguntarle «qué demonios» le había sucedido. Tampoco podía acusarla de desmañada o torpe, defecto que no cuenta para nada en el caso de la señora Drake…

—Y tras eso, como usted ha señalado, la reunión llegó a su fin. Los chicos se fueron con sus madres y amigos. Y Joyce no pudo ser localizada. Nosotros sabemos ahora que Joyce se hallaba detrás de la puerta de la librería o biblioteca. Muerta, por añadidura. ¿Quién pudo ser el que estuviera a punto de salir de la puerta de la biblioteca poco antes y que se apresurara a cerrar aquélla al advertir unas voces en el vestíbulo? Tendría que aplazar la salida, esperar a que cesara el movimiento en aquel sitio de la casa. Los asistentes a la reunión se despedían, estaban poniéndose los abrigos… Sólo después del hallazgo del cadáver de la muchacha, señorita Whittaker, me figuro que se detendría usted a estudiar detenidamente cuanto viera entonces.

—Así fue —la señorita Whittaker se puso en pie—. Me parece que ya no tengo nada más que decirle. Y pienso que el detalle aportado puede ser una tontería sin importancia.

—El detalle a que ha hecho usted alusión es de los que merecen ser tenidos en cuenta. A propósito… Me gustaría formularle una pregunta. Bueno, en realidad son dos las preguntas que quisiera hacerle.

Elizabeth Whittaker tornó a sentarse.

—Hable usted, monsieur Poirot. Puede usted hacerme las preguntas que desee.

—¿Es usted capaz de recordar el orden preciso en que se produjeron los distintos acontecimientos de la reunión?

—A mí se me antoja que sí…

Elizabeth Whittaker guardó silencio unos segundos, agregando luego:

—Todo empezó con la competición de las escobas. Se trataba de una serie de escobas laboriosamente adornadas. Existían tres o cuatro premios para esa competición. Luego, hubo otra a base de balones. Chicos y chicas se los disputaban ardorosamente. Era una forma como otra de hacerles entrar en calor. Después vino lo de los espejos… Las chicas entraban en una pequeña habitación y en sus espejos se reflejaban unos rostros masculinos…

—¿Cuál era el truco de eso?

—El truco no podía ser más simple. El montante superior de una puerta había sido quitado, asomándose por aquél diversos rostros que eran recogidos por los espejos de las chicas.

—¿Podían identificar las muchachas los rostros reflejados en sus espejos?

—Supongo que había quien era capaz de identificar aquellas caras… Otras no, seguramente. Los varones empleaban el maquillaje. Ya sabe usted que, a veces, para desfigurar un rostro es suficiente una peluca, unas patillas, una barba, ciertos toques de carmín… La mayor parte de los chicos eran conocidos suficientemente de las muchachas y lo más probable es que fuesen agregados al grupo de los varones unos cuantos desconocidos. El juego, de una manera u otra, era de gran efecto, señalándose por la hilaridad que suscitaba entre las concursantes —agregó la señorita Whittaker, poniendo de relieve el desdén que le inspiraba aquel tipo de diversión juvenil—. Tras eso hubo una carrera de obstáculos. Y luego el juego del pastel de harina, con su moneda de seis peniques encima. Todo el mundo intentó cortar su tajada… Si la harina se deshacía, el concursante era eliminado de la competición. Los otros seguían luchando, hasta que quedaba uno que se adjudicaba la recompensa. Tras esto venía el baile y la cena. La etapa final la constituía el episodio del «Snapdragon».

—¿Cuándo vio usted a Joyce por última vez?

—No tengo la menor idea —dijo Elizabeth Whittaker—. No la conocía muy bien. No figuraba entre mis alumnas. Tampoco era una muchacha especialmente interesante, por lo cual no me fijé mucho en ella. Sí, recuerdo que cuando le tocó cortar el pastel de harina lo hizo con mucha torpeza, deshaciéndosele su tajada. Seguía sin novedad entonces… Pero, bueno, era aquélla una hora muy temprana…