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Y enseguida había mirado a su alrededor en busca del esclavo a sueldo que fue capaz de corresponder a sus exigencias. Había dado con un joven profesionalmente bien calificado: Michael Garfield, a quien llamara a su lado. Indudablemente, había sido generosa con él, levantando en su momento una casa para que su colaborador la habitara. Michael Garfield, pensó Poirot, mirando a su alrededor, no la había decepcionado.

Sentóse en un banco, el cual había sido estratégicamente emplazado. Imaginóse el aspecto que debía ofrecer cuanto contemplaba bajo el estallido de la primavera. Vio jóvenes abedules y abetos de blancas y brillantes cortezas. Y también matorrales de espinos y rosas blancas, e, igualmente, cedros… Pero corrían por entonces los días de otoño y al paisaje del otoño correspondía lógicamente cuanto podía contemplar realmente. Había manchas vivas de oro y rojo junto a un sendero tortuoso que iba en busca de brisas refrescantes. Había macizos de aulagas y retamas de China… Poirot no se distinguía precisamente por sus conocimientos de botánica… Solamente era capaz de reconocer algunas especies de tulipanes y rosas.

Pero todo lo que crecía allí daba la impresión de haberse desarrollado espontáneamente. No se pensaba en aquel lugar que hubiese habido una mano dominadora, que forzara a la sumisión a ciertos elementos naturales. Y, sin embargo, se dijo Poirot, todo había sido previamente estudiado. Allí no había habido improvisación de ningún género. Todo había sido planeado, desde las diminutas plantas que llenaban unos insignificantes huecos, pasando casi inadvertidas, hasta los grandes arbustos que se erguían fieramente con sus ramas cargadas de hojas doradas y rojas. ¡Oh, sí! Todo allí era fruto de un meditado proyecto, de un planteamiento previo.

Poirot se preguntaba quién habría llevado la voz cantante en aquel asunto. ¿Había sido la señora Llewellyn-Smythe? ¿Había sido Michael Garfield? De éste a aquélla, la cosa cambiaba bastante, se dijo Poirot. Estaba convencido de que la señora Llewellyn-Smythe era una persona experta en la materia. Había practicado la jardinería durante muchos años, perteneciendo indudablemente, a la Royal Horticultural Society; asistiría a exposiciones, consultaría catálogos, visitaría jardines… Llevada de su afición, por supuesto, realizaría viajes al extranjero. Al final, al enfrentarse con su proyecto, lo más seguro era que hubiese sabido concretamente qué era lo que quería, que hubiese dicho o traducido claramente sus aspiraciones. ¿Bastaba con esto? Poirot pensó que no. Lo más seguro era que ella hubiese dictado órdenes a los jardineros, procediendo luego a cerciorarse de que las órdenes en cuestión eran llevadas a cabo. Pero, ¿sabía ella —lo sabía de veras—, en qué se traducirían sus órdenes más tarde, llevadas ya a la práctica? Pues no en el transcurso del primer año, ni a lo largo del segundo… Quizás entreviese la realidad más tarde.

Poirot pensó que Michael Garfield supo en todo momento qué era lo que ella deseaba. También se sentía con fuerzas y conocimientos para hacer de un pedregal un jardín, para conseguir que el desierto floreciera. Lo planeó todo o casi todo y seguidamente lo llevó a la práctica. Vivió, seguramente, los intensos placeres del artista impulsado a dar rienda suelta a su fantasía por un cliente que dispone de dinero en abundancia. El paisaje agreste iba a convertirse en una especie de refugio de hadas. La señora Llewellyn-Smythe tuvo que estampar repetidas veces su firma al pie de algunos cheques para procurarse determinadas especies arbóreas; habría también plantas sólo obtenibles mediante los buenos oficios de una amiga fiel y complaciente. En todos los grandes proyectos figuran detalles humildes que casi no cuestan nada, pero que resultan imprescindibles.

Poirot se preguntó por la gente que vivía ahora en Quarry House. Poseía sus nombres… Tratábase de un coronel retirado, ya con muchos años, acompañado de su esposa. Inclinábase a pensar que Spence le había referido algunos detalles complementarios acerca de sus personas. Tenía la impresión de que nadie podría mirar todo aquello con el cariño con que lo mirara la señora Llewellyn-Smythe.

Echó a andar por uno de los senderos. El camino era bueno, estaba cuidadosamente nivelado. Resultaba ideal para ser recorrido por una persona ya mayor, anciana. Nada de peldaños labrados en la roca, ni de pendientes. De trecho en trecho, a distancias muy bien estudiadas, se veían bancos rústicos. Fijándose bien, estos bancos eran rústicos a primera vista tan sólo. Efectivamente, quien se sentara en ellos podía descansar la espalda y las piernas a su gusto, gracias al trazo del asiento.

Poirot pensó luego que le habría agradado entrar en relación con Michael Garfield. El hombre había hecho una buena labor. Conocía su trabajo, era un excelente proyectista, había sabido rodearse de personas competentes que le secundaron con eficacia. Y luego había sabido arreglar las cosas de tal manera que lo más probable era que la señora Llewellyn-Smythe hubiese estado convencida en todo instante de que el famoso proyecto le pertenecía por completo. «Yo no quisiera engañarme —se dijo Poirot—. La idea general debió nacer principalmente en la cabeza del joven… Sí. Me agradaría verle. Si se encontrase en la casa —o bungalow—, que fue construida para él, supongo que…».

El hilo de sus razonamientos se quebró.

Fijó la vista obstinadamente en un punto. Miró a sus pies, viendo entonces que varias ramas servían de marco a una figura que no supo de buenas a primeras si era real o constituía un efecto de las luces y las sombras entre las hojas de los árboles…

«¿Qué estoy viendo?», se preguntó Poirot. «¿Es esto el resultado de algún extraño fenómeno de encantamiento? Tal vez. En este lugar, aquí, todo es posible. Ya veo que se trata de un ser humano. ¿Y qué otra cosa podría ser, no obstante?»

Evocó algunas aventuras memorables de sus años juveniles, las que leyera en «Los Trabajos de Hércules». De pronto, se dijo que no se hallaba inmerso en un paisaje de jardín inglés propiamente dicho. Reinaba una atmósfera muy peculiar allí. Intentó aprehenderla. Observaba en ella cualidades de magia, de encantamiento, de belleza, de belleza absorbente, aunque salvaje. Plantado aquel jardín en el escenario de un teatro, cualquiera hubiera esperado ver ninfas, faunos, bellezas griegas… Pero allí había algo más, pensó Poirot. No acertaba a definirlo… Finalmente, pudo concretarlo: algo hablaba allí de un indefinido temor. ¿Qué era lo que había dicho la hermana de Spence? La hermana de Spence, sencillamente, habíale hablado de un crimen cometido en la cantera original, años atrás. La sangre había manchado las rocas del lugar. Después, la muerte había sido olvidada, apareciendo Michael Garfield, con sus proyectos de creación de un jardín maravilloso. Una dama muy anciana, que sólo podría vivir contados años, había aportado su dinero para que todo se transformase en esplendorosa realidad dentro del marco de una naturaleza al parecer reacia.