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Vio ahora que lo que enmarcaban las ramas, con sus hojas, de un tono rojo dorado, era la figura de un joven, de un joven, señaló Poirot, de extraordinaria belleza. Nadie alude a los jóvenes de hoy en estos términos. De los muchachos de ahora suele decirse que son atractivos en mayor o menor grado y tal escala de valores no es desatinada, a menudo. Se habla de chicos agradables para el sexo opuesto que se hallan en posesión de rostros de facciones irregulares y de grasientas cabelleras. Nadie acostumbra decir actualmente de un joven contemporáneo que es bello. Y cuando uno se expresa en estos términos más bien es en tono de excusa, como si se estuviese valorando una cualidad que no se estimase desde hace muchos años. Las chicas modernas ya no ansían la compañía de un Orfeo con su laúd. Les agrada más el clásico cantante de «pop» de voz ronca, de ojos muy expresivos y cabeza adornada con masas de rebeldes cabellos.

Poirot continuó caminando. Al cabo de unos metros, el joven salió de entre los árboles, marchando a su encuentro. Aquel ser parecía estar caracterizado especialmente por su juventud. Pero Poirot advirtió enseguida que no era en realidad tan joven. Habría dejado atrás los treinta años… Sí. Más bien debía estar cerca de los cuarenta. La sonrisa, en su rostro, constituía una nota muy débil. No era la suya una sonrisa de bienvenida; era un gesto de reconocimiento sereno, tranquilo.

Era alto, esbelto. Sus rasgos faciales, perfectos, eran los que un escultor clásico hubiera estampado en una creación propia. Tenía unos ojos muy negros. Negros eran también los cabellos, que se ajustaban a su cabeza como un casco.

Por un momento, Poirot creyó que su encuentro con aquel hombre se estaba produciendo encima del tablado de alguna fiesta popular, durante el ensayo de una función tradicional. Entonces, involuntariamente, se fijó en sus chanclos de goma, diciéndose que tendría que recurrir a los buenos servicios del jefe de la tramoya, para que le procurase un equipo mejor.

—Quizás he entrado donde no debí de entrar. Si es así, le ruego que me dispense. Soy un forastero. Llegué a este lugar ayer…

—No creo que nadie pueda tacharle aquí de intruso —la voz del hombre era serena. A Poirot le pareció sumamente cortés, y también fría, despegada, como si su interlocutor estuviese pensando en cosas realmente apartadas de su contorno contemporáneo—. Esto no se halla abierto al público exactamente, pero la gente suele pasear por aquí. El coronel Weston y su esposa no dicen nada. Otra sería su actitud si vieran que los visitantes ocasionaban daños en los jardines. Pero no es eso lo que viene sucediendo, desde luego…

—No. No he advertido la menor huella de ningún acto vandálico —manifestó Poirot mirando en torno a él—. Tampoco se ven desperdicios de ningún tipo. Hasta resulta extraño, ¿verdad? Me sorprende no haber encontrado más personas por aquí. Uno habría esperado descubrir por estos parajes algunas parejas de enamorados.

—Los enamorados no vienen por aquí —repuso el joven—. Por una razón u otra, se supone que éste es un sitio desgraciado.

—¿Es usted el arquitecto?, me he preguntado al verle. Quizá me he equivocado en mis suposiciones.

—Me llamo Michael Garfield —contestó el joven.

—Llegué a figurármelo —declaró Poirot, quien abarcó con un movimiento de los brazos todo el terreno circundante—. ¿Es usted el autor de todo esto?

—Sí —replicó Michael Garfield con sencillez.

—Me ha parecido todo muy bello —comentó Poirot—. Esto no es corriente. Resulta muy hermoso para hallarse encajado en un sector campesino de escasas condiciones naturales. Bueno, le estoy hablando con entera franqueza… Debo felicitarle. Tiene usted que sentirse bien satisfecho por lo logrado aquí.

—Yo me pregunto, amigo mío, si existirá alguna persona que pueda considerarse plenamente satisfecha.

—Usted proyectó todo esto por encargo de una señora apellidada Llewellyn-Smythe, quien, según tengo entendido, murió ya. Luego, está el coronel y la señora Weston… ¿Son ellos los propietarios del terreno?

—Sí. Hicieron una adquisición a bajo precio. La casa es grande y no demasiado acogedora, a decir verdad. Es difícil de llevar… No es lo que apetece hoy en día la mayor parte de la gente. Ella señaló en su testamento que había de ser para mí.

—Y usted la vendió.

—Vendí la casa, sí.

—¿Pero no el jardín?

—¡Oh, sí! El jardín iba con la casa. Todo fue prácticamente tirado. ¿No se dice así en estos casos?

—¿Y por qué procedió de este modo? —inquirió Poirot—. Me parece muy interesante… ¿No le importa que me muestre, quizás, un poco curioso?

—Sus preguntas no son como las que me dirige la gente habitualmente —puntualizó Michael Garfield.

—Yo me intereso siempre por los hechos, por las razones. ¿Por qué A hizo esto y lo otro? ¿Por qué B emprendió lo de más allá? ¿Por qué C adoptó una conducta distinta de la seguida por A y B?

—Usted debiera entenderse bien con un científico —declaró Michael—. Es todo una cuestión (así suelen decírnoslo), de genes o cromosomas. Hay una disposición especial, unas normas reguladoras y todo lo demás.

—Usted acaba de decirme que no se sentía satisfecho por completo porgue no hay una sola persona que haya experimentado tal sensación. ¿Sintióse satisfecha acaso su cliente, su patrona, como quiera llamarla? ¿Se declaró contenta, sin limitaciones, ante este despliegue de belleza?

—Hasta cierto punto… —respondió Michael—. Yo me ocupé de este detalle. Resultaba fácil dejarla satisfecha.

—Me parece muy improbable su afirmación —dijo Hércules Poirot—. Según me han informado, ella tendría más de sesenta años. Unos sesenta y tantos, tal vez. ¿Es que las personas de esa edad se muestran en alguna ocasión satisfechas?

—Le aseguré que llevaría a cabo con toda exactitud sus instrucciones, que me esforzaría por traducir fielmente cuanto imaginara, cada una de sus ideas…

—¿Y fue así?

—¿Me pregunta usted eso en serio?

—No —respondió Poirot—. No. Con franqueza.

—Para triunfar en la vida —manifestó Michael Garfield—, uno tiene que abrazar la carrera que le agrada, apoyándose artísticamente en todo lo que va encontrando al paso… Hay que ser, sin embargo, también un poco comerciante. No lo olvide: cada uno dispone de unos géneros que ha de saber vender. De otro modo, cualquiera acaba viéndose atado a las ideas de otras gentes, de forma nada de acuerdo con las concepciones propias. Yo exhibí mis ideas y las vendí, las puse en el mercado (¿está mejor dicho así?), las sometí al cliente que me pagaba, nutriendo con ellas sus planes, sus proyectos. Se trata de un arte que no es muy difícil de aprender. Viene a ser algo así como vender huevos de cascara morena o blanca. Todo consiste en hacer ver a la parroquia cuáles son los mejores. Es la esencia de la campaña. Hay que hablar de huevos morenos, por ejemplo, de granja, de «huevos de campo». Cuesta más trabajo venderlos si se dice: «Todos son huevos. En este artículo sólo existe una cosa interesante: que sean frescos».

—Es usted un joven fuera de lo corriente, tengo que reconocerlo —opinó Poirot—. Le encuentro… arrogante —agregó, muy grave y pensativo.

—Es posible que esté usted en lo cierto.

—Ha hecho usted aquí cosas realmente hermosas. Ha sabido dar perspectivas originales a un sector de campiña caprichosamente alterado por la explotación de tipo industrial… ¿Qué belleza encerraba esto? Usted supo desplegar su fantasía y dar una aplicación práctica al dinero de su cliente. Tengo que felicitarle. Y he de ofrendar mi tributo, el de un hombre ya viejo, que se aproxima al final de su trabajo…

—Pero de momento usted sigue adelante con él, ¿eh?

—Así pues, ¿sabe quién soy?

Indudablemente, Poirot se sintió complacido. Le gustaba que la gente le reconociera. Temía, sin embargo, estar registrando muchos fallos en este sentido en los últimos tiempos…