—Sigue usted un rastro de sangre… Aquí ya es sabido eso. Nos encontramos en el seno de una reducida comunidad; las noticias tienen alas. Otra persona famosa le trajo aquí.
—¡Ah! Se está usted refiriendo a la señora Oliver..
—Me estoy refiriendo a Ariadne Oliver, autora de libros de mucho éxito. La gente desea que sea entrevistada para descubrir lo que opina sobre temas como el de la agitación estudiantil, el socialismo, los vestidos de las chicas, las relaciones amorosas entre los jóvenes y otros muchos asuntos que a ella deben tenerla sin cuidado.
—En efecto, en efecto —respondió Poirot—. Es deplorable, me imagino. Son pocas las enseñanzas que reciben todos de la señora Oliver. En lo único que se fija la gente con preferencia es, por ejemplo, en su afición por las manzanas. Es algo que se sabe desde hace veinte años, por lo menos, pero que ella da a conocer a quien quiera escucharla con la más agradable de las sonrisas. Últimamente, me temo que hayan dejado de gustarle las manzanas dichosas.
—Fueron unas manzanas la causa inicial de su presencia aquí, ¿no?
—Las manzanas de una reunión celebrada en la víspera de Todos los Santos —contestó Poirot—. ¿Estuvo usted en esa reunión?
—No.
—Es usted un hombre afortunado.
—¿Afortunado?
Michael Gardfield repitió el vocablo. Poirot observó un dejo de sorpresa en su voz.
—Figurar entre los invitados de una reunión en la cual fue cometido un crimen no constituye una experiencia agradable precisamente. Usted no ha pasado nunca por eso, quizá, pero yo le diré que le considero afortunado porque… —Poirot asumió ahora parte de su naturaleza extranjera— il y a des ennuis, vous comprenez? La gente empieza a preguntarle a uno datos, fechas, horas… La gente formula con facilidad preguntas impertinentes —Poirot se apresuró a añadir—. ¿Conocía usted a la niña?
—¡Oh, sí! Los Reynolds son muy conocidos aquí. Yo conozco, por otra parte, a la mayor parte de las personas que viven por los alrededores. La verdad es que dentro de Woodleigh Common todos nos hallamos relacionados de una forma u otra, en diversos grados. Todos tenemos nuestros amigos íntimos y otros más superficiales. Es lo que pasa en otros sitios por el estilo.
—¿Cómo era esa niña? Me refiero a Joyce.
—Era… ¿Cómo se lo explicaría yo…? Bien. No se trataba de una criatura que destacara positivamente de las demás. Poseía una voz más bien fea. Chillona. Es cuanto recuerdo principalmente de la chica, ¿sabe? Le confesaré que los pequeños a mí no me dicen nada, normalmente. Me cansan, me fastidian. Joyce era de las niñas que me fatigaban más. Cuando hablaba lo hacía siempre en primera persona.
—¿No era una chica interesante?
Michael Garfield pareció sentirse ligeramente sorprendido.
—Yo creo que no. ¿Usted cree que forzosamente tenía que ofrecer algún interés especial su persona?
—En mi opinión, es improbable que una persona que no ofrezca el menor interés sea asesinada. Hombre y mujeres, criaturas incluso, mueren asesinados porque ofrecen la perspectiva de facilitar una ganancia, porque inspiran temor, porque despiertan amor también. Siempre existe un punto de arranque justificativo en mayor o menor grado…
Poirot se interrumpió echando un vistazo a su reloj.
—Tengo que continuar mi camino. He de hacer frente a un compromiso. Reciba, una vez más, mis felicitaciones.
Poirot continuó andando, con todo cuidado. Se alegró en aquellos instantes de no calzar estrechos zapatos de cuero.
Michael Garfield no iba a ser la única persona que encontraría en el jardín aquel día. Al llegar al fondo de la depresión, Poirot divisó tres senderos que apuntaban a distintas direcciones. A la entrada del camino central, sentada sobre el tronco caído de un árbol, le estaba esperando una chica. Fue esto último algo que ella reveló inmediatamente.
—Supongo que usted es el señor Hércules Poirot… —le dijo.
La chica tenía una voz muy clara y sonora. Era una frágil niña. Había en su persona algo especial que la hacía encajar perfectamente en aquel original marco. Hacía pensar en un gracioso duendecillo de los bosques.
—Tal es mi nombre, en efecto —respondió Poirot.
—He querido salirle al encuentro —manifestó la niña—. Usted va a tomar el té con nosotras, ¿verdad?
—Con la señora Butler, con la señora Oliver, ¿eh? Pues sí, efectivamente.
—Cierto. Está usted hablando de mamá y de tía Ariadne —la niña agregó en tono de censura— se ha retrasado usted.
—Lo siento. Hice una parada para hablar con alguien…
—Sí. Ya lo vi. Estuvo usted hablando con Michael, ¿verdad?
—¿Lo conoces?
—Desde luego. Vivimos aquí hace mucho tiempo. Yo conozco a todo el mundo.
«¿Qué edad tendría aquella chiquilla?», se preguntó Poirot. Optó por preguntarle cuántos años tenía. La chica respondió:
—Tengo doce años. El que viene ingresaré como interna en un colegio.
—¿Te alegra o te entristece?
—Me sentiré alegre o triste cuando conozca el colegio a que voy a ir. Esto de aquí ya no me agrada tanto como me gustó en otras ocasiones. Me parece que lo mejor que podría hacer usted ahora es acompañarme. Por favor, señor Poirot…
—¡No faltaba más, mujer! Tengo que excusarme, desde luego, por el retraso.
—¡Oh! Eso no tiene importancia realmente.
—¿Cómo te llamas?
—Miranda.
—Creo que el nombre te viene al pelo, muchacha —declaró Poirot.
—¿Está usted pensando en Shakespeare?
—Sí. ¿Lo has estudiado en tus lecciones?
—Naturalmente que sí. La señorita Emilyn nos ha leído algunos trozos literarios suyos. Me han gustado mucho. Mamá también me leyó algunos pasajes de sus obras. Sus versos suenan de una manera maravillosa. Un mundo nuevo y valiente. No existe nada semejante a eso, ¿verdad?
—¿No crees en él?
—¿Usted sí?
—Siempre ha habido un mundo nuevo y valiente —declaró Poirot—, pero sólo para gente muy especial, ¿sabes? Estoy refiriéndome a las personas afortunadas. Son las que llevan a cabo la elaboración de ese mundo dentro de sí.
—¡Oh, ya! —contestó Miranda, con una expresión en el rostro que revelaba la facilidad con que había comprendido las palabras de su interlocutor.
No obstante, Poirot no podía saber hasta dónde había profundizado la chica.
Ésta echó a andar por el sendero y volviendo la cabeza hacia su acompañante dijo:
—Iremos por aquí. La distancia es corta. Luego, cruzaremos uno de los setos de nuestro jardín…
La muchacha lanzó una mirada por encima de uno de sus hombros, manifestando al tiempo que señalaba en determinada dirección:
—Ahí, en el centro estaba la fuente.
—¿Una fuente?
—¡Oh, sí! Hace algunos años. Me imagino que sigue ahí todavía, bajo los matorrales y las azaleas y las otras cosas. Se rompió. La gente se llevó algunos trozos. Nadie se ocupó de colocar una nueva en el mismo sitio.
—Es una lástima, ¿no?
—No lo sé. No estoy muy segura de ello. ¿Le agradan a usted mucho las fuentes?
—Ça depend —contestó Poirot.
—Yo sé un poco de francés —declaró Miranda—. Eso depende, acaba usted de decir, ¿no?
—Has dado en el blanco. Pareces ser una chica muy instruida.
—Todo el mundo dice que la señorita Emilyn es una profesora estupenda. Es nuestra directora. Resulta una mujer terriblemente rigurosa, pero en ocasiones dice cosas muy interesantes.
—Pues entonces sí que debe ser una buena profesora —comentó Hércules Poirot—. Oye niña: tú conoces estos rincones muy bien, estás familiarizada con todos los caminos. ¿Es que vienes por aquí a menudo?