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—¡Oh, ya lo creo! Es uno de mis sitios preferidos éste, a la hora de pasear. Cuando aparezco por aquí nadie sabe nunca dónde paro exactamente. Me subo a los árboles… Me instalo en las ramas, observando lo que sucede a mi alrededor. Me gusta… Me entretiene ver lo que pasa en mis inmediaciones…

—¿Y qué es lo que ves exactamente?

—Observo a los pájaros; sigo las andanzas de las ardillas. Las aves riñen entre sí con mucha frecuencia, ¿lo sabía usted? Esto no es lo que se nos dice en muchas poesías. En cuanto a las ardillas…

—¿Sigues también a veces las andanzas de algunas personas?

—A veces, sí. Pero, bueno, por aquí no viene mucha gente, a decir verdad.

—¿Por qué?

—Me imagino que la gente siente miedo.

—¿A causa de qué?

—Alguien fue asesinado aquí hace mucho tiempo. Antes de que todo esto se transformara en un jardín. Había aquí una cantera… La encontraron en un gran montón de arena o grava. Ahí. ¿Usted cree en la verdad del antiguo dicho, aquel que afirma que unos nacen para ser colgados y otros para morir ahogados?

—Nadie nace en nuestros días para ser colgado. En este país ya no se cuelga a nadie.

—Pero en otros continúan colgando a la gente, como antes. Se cuelga en ellos a las personas en medio de las calles para que su muerte sirva de ejemplo. Yo lo he leído en los periódicos.

—¡Ah! ¿Y tú qué crees? ¿Es eso bueno o malo?

La respuesta de Miranda no se ajustó estrictamente a la pregunta. Poirot advirtió, sin embargo, que otra había sido la intención de la muchacha.

—Joyce murió ahogada. Alguien la ahogó —declaró Miranda—. Mamá no quiso decírmelo, pero esto fue una tontería, ¿no cree usted? Tengo ya doce años…

—¿Era Joyce amiga tuya?

—Sí. En cierto modo, éramos muy amigas. Me contó muchas cosas interesantes. Me habló con detalles de elefantes y de rajás indios. Había visitado la India… Tratábase de un viaje que a mí me gustaría hacer… Joyce y yo nos intercambiábamos todos nuestros secretos. Claro, yo nunca he tenido tantas cosas que contar como mi madre. Mi madre estuvo en Grecia, ¿lo sabía usted? Allí fue donde conoció a tía Ariadne… Pero a mí no me permitió que la acompañara entonces.

—¿Quién te refirió lo de Joyce?

—La señorita Perring. Es nuestra cocinera. Estaba hablando con la señora Minden, que viene a casa de cuando en cuando, para limpiar. Alguien la obligó a permanecer algún tiempo con la cabeza metida en un cubo lleno de agua.

—¿Tienes alguna idea sobre la identidad del autor de esa hazaña?

—Creo que no. Ellas tampoco estaban enteradas de nada, pero, en fin, hay que tener en cuenta que las dos mujeres son bastante estúpidas…

—¿Y tú que opinas de lo sucedido, Miranda?

—Yo no estuve allí. Me dolía la garganta; tenía fiebre. Por eso, mamá no me dio permiso para asistir a la reunión. Estoy convencida de que habría descubierto algo. Por el hecho de haber sido ella ahogada. He aquí por qué le pregunté si usted creía que había gente que nacía para ser ahogada… Ahora cruzaremos el seto. Cuide usted de sus ropas.

Poirot siguió dócilmente a la muchacha. Pero aquella entrada era más adecuada a su gentil guía, con su fantástica esbeltez… La chica, no obstante, se mostró muy solícita con Poirot, previniéndole contra los espinos de los matorrales y apartando algunas pequeñas y molestas ramas.

Fueron a parar a un jardín adyacente de aspecto descuidado, en el que Poirot descubrió un montón de estiércol y dos cubos llenos de desperdicios. A continuación vieron un sector de terreno de labor más cuidado, saturado de rosas. Por allí se accedía ya fácilmente al pequeño «bungalow». Miranda se aproximó a un ventanal, anunciando llanamente, con el orgullo de un coleccionista inveterado que acabara de asegurarse un ejemplar raro de escarabajo:

—Ya lo localicé.

—Miranda: no le habrás obligado a llegar hasta aquí por el seto, ¿eh? Debieras haber dado la vuelta. ¿Qué trabajo te costaba?

—Mi camino es mejor —respondió Miranda—. Se recorre mucho antes. Es más corto.

—Pero exige un poco más de esfuerzo.

—Se me olvidaba —dijo la señora Oliver—. ¿Llegué a presentarle a usted a mi amiga, la señora Butler?

—Por supuesto que sí. En la estafeta de correos.

Aquella presentación había requerido sólo unos segundos, todo el tiempo que estuvieron en fila delante de un mostrador. Poirot pudo estudiar mejor ahora a la amiga de la señora Oliver. Quedaba atrás la imagen de una mujer delgada embutida en un impermeable y con la cara medio oculta detrás de una bufanda. Judith Butler era una mujer de alrededor de treinta y cinco años de edad. En tanto que su hija hacía pensar en una ninfa de los bosques, Judith parecía poseer más bien los atributos de un espíritu de las aguas. Hubiera podido pasar por una sirena del Rin. Sus largos y rubios cabellos le caían sobre los hombros. Su faz era alargada y de delicada expresión. Los ojos, verde mar, miraban por entre filas de largas pestañas.

—Me alegro mucho de poder darle las gracias adecuadamente, monsieur Poirot —dijo la señora Butler—. Ha sido usted muy amable al venir aquí, conforme a la petición de Ariadne.

—Cuando mi amiga, la señora Oliver, me pide algo, yo termino siempre por seguir dócilmente sus indicaciones —contestó Poirot.

—¡Bah! ¡Qué tontería! —comentó la aludida, sonriendo.

—Ariadne está convencida, absolutamente convencida, de que usted será capaz de aclarar enseguida este terrible embrollo… Miranda, querida: ¿quieres pasar a la cocina? Encontrarás los bizcochos en la fuente que se halla encima del horno.

Miranda desapareció. Al irse obsequió a su madre con una sonrisa muy explícita, que rezaba: «Te empeñas en deshacerte de mí por unos minutos, para hablar a tus anchas».

—Por todos los medios a mi alcance —declaró la señora Butler—, he procurado que Miranda no conociese detalles del drama, al menos de un modo directo. Pero supongo que en esto fracasé desde el principio.

—Es posible —corroboró Poirot—. En los centros residenciales no hay nada que corra más que las nuevas de un desastre. Cuanto mayor es éste, más rápidamente se esparce la noticia. Y de todos modos —añadió—, no se puede pasar la vida uno ocultando a los demás lo que sucede a nuestro alrededor. Los chicos, por otro lado, parecen sintonizar con especial facilidad aquello que nos empeñamos en disimular.

—No sé si fue Burns o sir Walter Scott quien dijo: «Hay siempre un duendecillo entre vosotros, tomando notas» —declaró la señora Oliver—. Sea quien fuere de los dos, dejó sentada una gran verdad…

—Ciertamente que Joyce Reynolds, al parecer, fue testigo de algo tan terrible como un crimen —manifestó la señora Butler—. Le cuesta a una trabajo creerlo.

—¿Le cuesta trabajo creer que la chica presenciara tal cosa?

—A mí lo que me extraña es que habiendo tenido ocasión de presenciar un hecho así no hubiese hablado nunca de él antes. Esto es algo que se aparta de la forma de ser de Joyce.

—Al hablar de Joyce Reynolds, lo primero que se apresuran a decirme los de aquí es que la chica era una redomada embustera —señaló Poirot sin brusquedad.

—Supongo que cabe la posibilidad de que una chica se invente algo que andando el tiempo resulte ser verdad —dijo Judith Butler.

—He aquí el punto de arranque de todos nuestros movimientos —indicó Poirot—. Incuestionablemente, Joyce Reynolds murió asesinada.

—Es muy probable que sepa ya todo lo que se puede saber acerca de este enigmático asunto —declaró la señora Oliver.

—Señora: no me pida imposibles, por favor. Va usted siempre muy deprisa.

—¿Y por qué no? —inquirió la señora Oliver—. Haraganeando es como no se logra nunca nada.

Miranda regresó en estos instantes, portadora de una fuente llena de bizcochos.

—¿Los dejo aquí? —preguntó—. Me figuré que habrían acabado de hablar ya. ¿Quieren acaso que les traiga algo más de la cocina?