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Había una leve inflexión maliciosa en su voz. La señora Butler procedió a servir el té. Miranda puso al alcance de todos los bizcochos y los bocadillos preparados con unos cuantos severos y elegantes movimientos casi impropios de sus años.

—Ariadne y yo nos conocimos en Grecia —informó Judith.

—Caí al mar —explicó la señora Oliver—. Fue al regreso de una de las islas… El mar estaba un tanto movido… «¡Salte usted!», me ordenó uno de los marineros del bote en que tuve que embarcar. Yo le obedecí. Ahora bien, esos hombres siempre le dicen a una que salte cuando la borda del bote se aleja del muelle o sube y baja alocadamente —Ariadne Oliver hizo una pausa para respirar—. Judith colaboró en mi pesca y el episodio sirvió para que entre nosotras quedase establecido un vínculo amistoso.

—Así fue —declaró la señora Butler—. Sucedía, además, que a mí me gustaba su nombre de pila. Me pareció muy apropiado, no sé por qué.

—Sí. Supongo que es un nombre griego —contestó la señora Oliver—. Es el mío, ¿eh? No es que lo adoptara con fines literarios. Sin embargo, nada de estilo Ariadne me ha ocurrido nunca. Nunca supe lo que significaba ser abandonada en una isla desierta por mi verdadero amor, o algo así.

Poirot se llevó una mano al bigote con objeto de ocultar la sonrisa que inevitablemente había florecido en sus labios al imaginarse a la señora Oliver encarnando el papel de una doncella griega en el marco de una isla.

—No podemos hacer la vida que sugieren nuestros nombres —indicó la señora Butler.

—Naturalmente que no. Yo no acierto a verla a usted cortando la cabeza de su amante. ¿No es eso lo que sucedió entre Judith y Holofernes?

—Ella tuvo que cumplir con su deber de patriota —alegó la señora Butler—. Si no recuerdo mal, ella fue altamente ensalzada y recompensada por sus servicios.

—En realidad no estoy muy impuesta de lo que pasó entre Judith y Holofernes. Eso figura en los Libros Apócrifos, ¿no? Pensando en estas cuestiones hay que convenir que existe gente que da nombres muy raros a sus hijos… ¿Quién fue aquel personaje que introdujo unos clavos a golpes de martillo en la cabeza de otro? Jael o Sisera… Nunca recuerdo en este caso quién es el nombre ni quién es la mujer. Jael… no me acuerdo de haber conocido a ninguna criatura bautizada con este nombre.

—Ella puso delante de él un poco de manteca, en un plato señorial —manifestó Miranda inesperadamente, haciendo una pausa cuando se disponía a retirar la bandeja con el servicio de té.

—No me mire —dijo Judith Butler a su amiga—. No fui yo la introductora de Miranda en los Libros Apócrifos. Eso corresponde a su instrucción puramente escolar.

—Pues no es nada corriente el proceder en las escuelas de ahora, ¿eh? —opinó la señora Oliver—. En vez de eso, las criaturas suelen asimilar ciertas normas éticas.

—Con la señorita Emilyn, la cosa cambia —declaró Miranda—. Ella dice que cuando vamos a la iglesia hoy en día solamente aprendemos a conocer la moderna versión de la Biblia, que nos es leída en sucesivas lecciones, careciendo de méritos literarios. Nosotros hemos de conocer, por lo menos, la pulida prosa y los expresivos versos de la versión autorizada. A mi me gustó muchísimo la historia de Jael y Sisera —la chica se quedó pensativa unos segundos, añadiendo—. No es una cosa que se me haya pasado por la cabeza hacer nunca. Hablo de introducir clavos a martillazos en la cabeza de alguien que esté tranquilamente durmiendo.

—Y espero que en el futuro observes la misma actitud —dijo la madre.

—Y, viéndote precisada, Miranda, ¿cómo te desharías tú de tus enemigos? —preguntó Poirot.

—Me conduciría con una gran suavidad —respondió Miranda, plácidamente—. Todo me resultaría más difícil, pero prefiero las maneras dulces porque no me gusta causar daño a nadie. Yo utilizaría alguna droga que permitiera a «mi gente» quedarse dormida y tener hermosos sueños, de los que no despertaría jamás —la chica cogió varias tazas y platos del pan y la mantequilla—. Yo me encargaré de enseñar a monsieur Poirot el jardín. En uno de los macizos todavía quedan algunas rosas «Queen Elizabeth».

La niña abandonó la habitación, llevando con las máximas precauciones la bandeja.

—Miranda es una chiquilla asombrosa —comentó la señora Oliver.

—Tiene usted una hija muy guapa, señora —dijo Poirot.

—Pues sí… Hoy por hoy, Miranda no tiene mal aspecto, lo que una no sabe es cómo será cuando crezca. Chicas y chicos, a veces, se ponen gordos, parecen cerditos bien cebados, y se deforman. Ahora, en cambio, Miranda es una especie de ninfa de los bosques, ¿no cree usted?

—No es de extrañar, por tal razón, que le gusten tanto los jardines vecinos.

—Yo preferiría que no les tuviese tanta afición. Esto de que ande vagando por sitios solitarios… No importa que a mayor o menor distancia se encuentren siempre personas a mano, ni que todo quede cerca de un poblado. Una se pasa la vida en continuo sobresalto. Ahí tiene usted, por ejemplo, la terrible desgracia de los Reynolds. Las madres de este lugar no estaremos tranquilas, al menos mientras no sepamos a qué atenernos con respecto a la identidad del asesino de la pobre muchacha. Ariadne: ¿me haría el favor de acompañar a monsieur Poirot al jardín? Dentro de unos minutos iré en su busca.

La señora Butler cogió dos tazas y un plato que habían quedado sobre la mesa, dirigiéndose a la cocina. Poirot y la señora Oliver encamináronse a la gran puerta que daba al jardín. Era éste un espacio reducido, de las características comunes a todos los jardines de otoño. En un macizo vieron algunas varitas verdes y floreadas, unas cuantas margaritas y diversas rosas «Queen Elizabeth» que parecían empeñadas en destacar sobre la vegetación circundante. La señora Oliver se dirigió rápidamente hacia un banco de piedra, en el cual se sentó, invitando a Poirot con un gesto a acomodarse a su lado.

—Usted dijo lo que pensaba de Miranda: que parecía una ninfa de los bosques —manifestó Ariadne Oliver—. ¿Y qué es lo que opina de Judith?

—Yo creo que Judith no debiera llamarse así, que debiera haber sido bautizada con el nombre de Ondina —repuso Poirot.

—Un espíritu de las aguas, sí. En efecto, da la impresión de haber acabado de emerger del Rin, o del mar, o de un estanque del bosque, o de algún sitio similar. Sus cabellos dan la impresión de haber estado sumergidos en el agua. Sin embargo, no hay nada de repelente ni aparatoso en su persona, ¿eh?

—Es también una mujer realmente atractiva —manifestó Poirot.

—Dígame todo lo que piensa acerca de ella.

—No he tenido tiempo todavía de hacerme mi composición de lugar. Me ha parecido una mujer bella, atractiva…, sumamente preocupada por algo que ignoro.

—Eso se ve enseguida, ¿no?

—Yo lo que quisiera, amiga mía, es que me diese a conocer todo lo que ha averiguado acerca de su persona y cuantos pensamientos le haya inspirado.

—Bien. La conocí muy a fondo durante nuestro crucero. Ya se sabe lo que pasa en esos viajes. Una entabla relación con bastantes personas que finalmente no superan la categoría de simples conocidos. A veces surge uno, cuyo trato se frecuenta más, con el que verdaderamente se intima. Judith fue una de esas amistades que luego da gusto volver a ver…

—¿No tuvo relación con ella jamás antes del crucero?

—No.

—Pero usted estará enterada de muchas particularidades acerca de su existencia…

—Sé lo corriente. Es viuda —explicó la señora Oliver—. Su esposo falleció hace muchos años… Era piloto de líneas aéreas. Murió en un accidente de tráfico. La desgracia la afectó muchísimo. Es un episodio desventurado de su existencia que no quiere evocar nunca.

—¿No tiene más hijos que Miranda?

—No tiene más descendencia, desde luego. Judith trabaja como secretaria por horas en este sector residencial, pero carece de empleo fijo.