—¿Conoce a la gente de Quarry House?
—¿Se refiera usted al viejo coronel y a la señora Weston?
—Estaba pensando en la antigua propietaria de la finca: en la señora Llewellyn-Smythe. ¿No se llamaba así?
—Eso creo. Me parece haber oído mencionar ese apellido con anterioridad. Pero como murió hace dos o tres años, su persona, naturalmente, no sale a colación a cada paso… Pero, bueno, Poirot, ¿es que no tiene usted ya bastante con las personas que ve vivitas y coleando? —inquirió la señora Oliver, un poco irritada.
—Ciertamente que no —manifestó Poirot, sin inmutarse—. Me veo obligado a efectuar indagaciones sobre las que murieron ya o desaparecieron en este escenario por cualquier causa.
—¿Quiénes figuran en este último grupo?
—De momento, una joven au pair —contestó Poirot.
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver—. Desaparecidas de esa clase las hay a cada paso. Muchas chicas entran en una casa, tienen una aventurilla con consecuencias, solicitan la paga que se les adeude y se pierden camino de un hospital, donde reciben al bebé inocente fruto de su desliz, al que dan el nombre de Auguste Hans Boris o cualquier otro nombre semejante. Estas muchachas acaban casándose con alguien en otro lado o se resignan a ir detrás de su amante…
»¡No quiera usted saber las cosas que mis amigas me han contado sobre este tema! Las chicas au pair tienen los dos extremos. En algunos hogares caen como una bendición del cielo para alivio de madres excesivamente recargadas de trabajo que siempre se separan de ellas con sincero dolor; en otros se dedican a robarle las medias a la dueña de la casa… cuando no acaban siendo asesinadas… —la señora Oliver hizo una pausa—… ¡Oh! —exclamó llevándose una mano a la boca.
—Calma, calma, madame —dijo Poirot—. No parece existir ninguna razón que induzca a pensar que una chica au pair haya sido asesinada… Todo lo contrario.
—¿Y qué quiere decir ese «todo lo contrario»? La cosa carece de sentido.
—Es probable que tenga usted razón, pero…
Poirot sacó su agenda efectuando una anotación en ella.
—¿Qué está usted escribiendo ahí?
—Ciertas cosas que ocurrieron en el pasado.
—Usted me da la impresión de hallarse sumamente interesado por el tiempo ya ido.
—El pasado es el padre del presente —contestó Poirot, sentencioso.
Ofreció a la señora Oliver su agenda.
—¿Quiere usted leer lo que he escrito?
—Naturalmente que quiero. Me atrevería a asegurar que su anotación no significará nada para mí. Siempre pasa lo mismo con los detalles confiados al papel y juzgados por usted importantes.
Poirot tendió la pequeña agenda de cubiertas negras a su amiga.
«Muertes: Señora Llewellyn-Smythe (persona acaudalada), Janet White (profesora). Leslie Ferrier, Pasante de abogado, apuñalado. Procesado anteriormente por falsificación.»
Debajo de eso había otro escrito:
«Desaparición de una muchacha au pair.»
—¿Por qué había de desaparecer la joven? —inquirió la señora Oliver.
—Es muy posible que corriera el peligro de verse en complicaciones de tipo legal.
El dedo de Poirot se detuvo en la siguiente anotación. Había allí solamente una palabra: «Falsificación», acompañada de dos signos de interrogación, situados inmediatamente después del vocablo.
—«Falsificación» —leyó la señora Oliver—. ¿A qué viene este apunte?
—Ya lo veremos más adelante, sin duda.
—¿De qué género de falsificación se trata?
—Fue falsificado un testamento… Un codicilo, más bien. Un documento que favorecía a la chica au pair.
—¿Por efecto de indebidas influencias? —sugirió Ariadne Oliver.
—La falsificación de un documento es algo bastante más grave que la utilización de influencias injustas o indebidas —señaló Poirot.
—Yo no sé por qué puede tener que ver todo eso con el asesinato de la pobre Joyce.
—Tampoco yo lo sé —notificó Poirot—. Pero la cuestión no deja de encerrar cierto interés.
—¿Cuál es el siguiente vocablo? No logro descifrarlo.
—«Elefantes».
—No acierto a ver relacionada esta palabra con nada.
—Pues podría tener alguna relación con algo, créame.
Poirot se puso en pie.
—Tengo que marcharme —dijo—. Discúlpeme, por favor, ante la señora Butler por no despedirme de ella. Me ha agradado mucho conocerla. Igualmente, me he sentido muy complacido por haber tenido ocasión de charlar con su atractiva y nada vulgar hija. Dígale que vigile a la pequeña, que no la pierda de vista.
La señora Oliver asintió.
—Está bien. Adiós. Si es su gusto mostrarse misterioso, supongo que seguirá adoptando la misma pose. Ni siquiera me ha dicho qué es lo que se dispone a hacer ahora.
—Mañana por la mañana estoy citado con los señores Fullerton, Harrison y Leadbetter, de Manchester.
—¿Con qué fin?
—Vamos a hablar de una falsificación y de otras cosas.
—¿Y luego?
—Deseo ponerme al habla con varias personas que se hallaban también presentes…
—¿En la reunión?
—No… En los preparativos de la misma.
CAPÍTULO XII
EL domicilio social de Fullerton, Harrison y Leadbetter era como tantos otros correspondientes a entidades que contaban con muchos años de existencia y poseían una merecida fama de respetables. El paso del tiempo se había notado en la firma. Ya no había en ella ningún Harrison ni Leadbetter. Figuraban al frente un tal Atkinson y un Cole, éste muy joven. Quedaba todavía el señor Jeremy Fullerton, socio principal.
El señor Fullerton era un hombre delgado, ya entrado en años, de faz impasible, de voz seca y formal, de ojos que, inesperadamente, parecían al interlocutor astutos. Debajo de una de sus manos había una pequeña hoja de papel que acababa de leer. La leyó una vez más, imponiéndose lentamente de su contenido. Luego, miró al hombre que le presentaba precisamente aquella nota…
—¿El señor Hércules Poirot?
Procedió a calibrar detenidamente a su visitante. Era un hombre ya mayor, un extranjero correctamente vestido, calzado con unos zapatos de cuero que el señor Fullerton juzgó demasiado pequeños para sus pies. En torno a los ojos comenzaban a dibujarse unas arrugas. Hallábase Fullerton, en su opinión, ante un «dandy», ante un atildado individuo, un extranjero, quien le era recomendado por el inspector Henry Raglan, de la Brigada de Investigación Criminal (¡quién hubiera podido adivinarlo!) y también por el superintendente Spence, en situación de jubilado, que en otro tiempo perteneciera a la plantilla de Scotland Yard.
Fullerton conocía a Spence. Éste había trabajado bien en su tiempo, mereciendo el aprecio de sus superiores. Por la mente de Fullerton cruzaron algunos recuerdos. Tales recuerdos guardaban relación con un caso célebre. Su sobrino Robert habíase ocupado de él. Un asesino psicopático, un hombre que no demostró el menor interés por defenderse, un individuo que aparecía empeñado en que lo colgaran, había sido el protagonista central del episodio. Nada de unos cuantos años de prisión, ni de un número indefinido de lustros entre rejas. Había que pagar la máxima penalidad.
Spence había estado encargado de la investigación de aquel caso. Obstinadamente, sin aspavientos, muy normal, insistió un día tras otro en que se habían hecho con el hombre que no era. Y así fue. Y la persona que había dado con lo que probaba la aseveración inicial de Spence resultó ser una especie de aficionado extranjero, en realidad un detective retirado de la policía belga. Fullerton pensó que el detective tenía ahora más años, pero que sin embargo sabría dar con el camino a seguir con la eficiencia de otros tiempos. Información. Esto era lo que se le pedía. ¿Y qué iba a decirle? Sinceramente, no creía poder serle útil en aquel particular asunto. El caso a indagar ahora era el del asesinato de una niña.