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—Ya lo veis —señaló Ann—. Eso es una fantasía, un disparate.

—¿Cuándo sucedió todo esto? —preguntó Beatrice.

—Hace años —contestó Joyce—. Yo tenía muy pocos años entonces.

—¿Quién asesinó a quién? —quiso saber Beatrice.

—No debo contaros nada —manifestó Joyce—. Os asustan demasiado estas cosas por lo que veo.

La señorita Lee entró con otra clase de cubo. La conversación se centró sobre el tema de los cubos de plástico y de hierro galvanizado. ¿Cuál de aquellos dos tipos era más adecuado para el juego de las manzanas? La mayoría de los presentes visitaron la biblioteca, para conocer el escenario del divertido concurso. Algunos jóvenes intentaron ansiosos de demostrar sus habilidades. Se vieron enseguida muchas cabelleras mojadas; la alfombra sufrió un remojón; alguien se presentó allí con unas toallas para que todos se secaran. Al final quedó decidido que el cubo de hierro galvanizado era preferible frente al de plástico. Este último se volcaba con nada…

La señora Oliver dejó en la estancia un cesto de manzanas destinado al concurso para el día siguiente. Volvió a coger otra…

—En los periódicos leí una vez que era muy aficionada a esa fruta —dijo la voz acusadora de Ann o Susan.

No sabía quién le acababa de hablar.

—Es mi principal debilidad —reconoció la señora Oliver.

—Sería muy divertido que le gustasen los melones —objetó uno de los chicos—. Tienen más jugo. Dejaría huellas de los que se comiera por todas partes —agregó el chico paseando con anticipado placer la vista por la alfombra.

La señora Oliver, sintiéndose un poco avergonzada por aquella proclamación de su debilidad, salió de la habitación para ir en busca de otra cuyo emplazamiento no resultara demasiado fácil de descubrir. Subió por una escalera y al llegar a un descansillo tropezó con una pareja de jovencitos, un niño y una niña todavía, estrechamente abrazados, y que se hallaban apoyados en la puerta del recinto que ella deseaba alcanzar. La parejita no le hizo el menor caso. Los dos suspiraban. La señora Oliver consideró un momento sus posibles edades aproximadas. El chico contaría quince años y quizás ella tendría poco más de doce, si bien su busto hacía pensar en dos o tres más.

«Apple Trees»[*] era una casa de regulares dimensiones. Tenía varios rincones agradables. ¡Qué egoísta era la gente!, pensó la señora Oliver. Nadie pensaba en el prójimo. Este tópico acudió a su mente enseguida. Le había sido inculcado sucesivamente por una doncella, un ama de casa, su abuela, dos tías, su madre y otras personas.

—Dispensadme, chicos —dijo la señora Oliver, alzando la voz con toda claridad.

El chico y la chica se estrecharon todavía con más fuerza, uniendo apasionadamente sus labios.

—Dispensadme —repitió la señora Oliver—. ¿Queréis hacer el favor de dejarme pasar ahí dentro?

Muy a disgusto, los dos jovencitos se separaron, mirándola con ojos agresivos. La señora Oliver se deslizó dentro del cuarto inmediatamente y echó el pestillo.

La puerta no ajustaba muy bien. A sus oídos llegaron fácilmente unas palabras pronunciadas por los que se habían quedado fuera.

—¿Qué te parece? Así suele ser la gente —dijo una voz incierta de tenor—. ¿Es que esa señora no ha visto que no queríamos que nos molestasen?

—La gente es muy egoísta —respondió la muchacha—. Generalmente, cada uno piensa en sí mismo, despreocupándose por completo de los demás.

—Sí. Al prójimo no se le guarda nunca la menor consideración —remachó el jovencito.

CAPÍTULO II

LOS preparativos para las reuniones de juventud dan a los organizadores, normalmente, más trabajo que las clásicas fiestas pensadas para las personas adultas. Unos bocadillos de calidad, algunos refrescos, complementados con la limonada de rigor, bastan para poner en buen orden de marcha una reunión. Puede que cueste más, pero las molestias son infinitamente menores. Ariadne Oliver y su amiga Judith Butler se mostraron de acuerdo con este punto.

—¿Qué te parecen estas fiestas destinadas a la gente menuda, esto es, a los que cuentan diez, once años o más?

—La verdad es que no sé mucho acerca de ellas —confesó la señora Oliver.

—En cierto modo —manifestó Judith—, yo creo que ofrecen menos complicaciones. Empiezan a prescindir de todos los mayores. Y se dicen capaces de preparárselo todo por sí mismos.

—¿Y es cierto?

—Con arreglo a nuestro leal modo de entender las cosas, no —manifestó Judith—. Corrientemente, olvidan proveerse de ciertos elementos imprescindibles y adquieren en cambio otros de los que nadie hace el menor caso. Después de desentenderse de nosotros por completo, nos acusan de no haberles puesto a mano cosas con las que no han logrado dar. La gente joven rompe mucha vajilla de loza y cristal y otros efectos; hay siempre entre ella algún tipo indeseable o aquel que se hace acompañar por un amigo detestable… Ya sabes lo que pasa… Luego vienen las drogas, un poco de hierba, el L.S.D., las cuales siempre he pensado que cuestan dinero, pero, al parecer, no es así, por la facilidad con que se consumen.

—Yo me inclino a pensar que son cosas raras —apuntó Ariadne Oliver.

—Y desagradables… La hierba tiene un olor muy desagradable.

—Me parece muy deprimente el capítulo de las drogas —comentó la señora Oliver.

—Bueno, por lo que a esta reunión respecta todo marchará bien. Ahí está Rowena Drake para conseguirlo. Como organizadora es maravillosa. Ya lo verás.

—No creas que tengo muchas ganas de reuniones —suspiró la señora Oliver.

—Tienes que asistir a ésta, aunque estés una sola hora con esa gente. Te gustará. Lo pasarás bien. Ojalá no tuviese fiebre Miranda… La pobre criatura ha sufrido una gran desilusión al ver que no podría asistir.

La reunión se inició a las siete y media. Ariadne Oliver tuvo que admitir que su amiga estaba en lo cierto. La gente fue puntual. Todo marchó magníficamente. La fiesta había sido bien planeada y todo fue como un reloj. Hubo lámparas azules y rojas en las escaleras y profusión de amarillas calabazas. Chicas y chicos se presentaron con escobas decoradas, para la competición que se iba a celebrar. Tras los saludos de rigor, Rowena Drake anunció el programa de la noche.

—Primeramente, tendremos el concurso de las escobas decoradas. Habrá tres premios. Luego, vendrá el corte del pastel de harina. Eso se hará en el pequeño invernadero. A continuación, veremos lo que sucede con las manzanas… Ha sido confeccionada ya una lista que se pondrá en la pared, en la que aparecen relacionados todos los concursantes… Seguidamente, el baile. Cada vez que las luces se apaguen habrá cambio de parejas. Después, las chicas pasarán al pequeño estudio y se les hará entrega de los espejos. Tras esto será servida la cena y vendrá lo del «Snapdragon» y el acto de entrega de premios.

Como sucede en todas las reuniones, al principio las cosas marcharon con arreglo al plan trazado previamente, de un modo riguroso. Las escobas fueron admiradas por todos. Eran unas miniaturas preciosas. En conjunto, los adornos no resultaron ser de gran calidad. La señora Drake dijo en un aparte a sus amigas:

—Aquí, como en todas las fiestas de esta clase, hay dos o tres chicos o chicas que una sabe perfectamente que obrando con un espíritu de estricta justicia no se llevarían premio alguno. Entonces, para que encajen en el ambiente, es preciso hacer alguna trampa inocente y contentarlos de alguna manera.

—No tienes escrúpulos, Rowena.

—En realidad, no. Dispongo las cosas para que sean distribuidas equitativamente. El caso es que todo el mundo aspire a ganar algo.

—¿En qué consiste el juego del pastel de harina? —preguntó Ariadne.