El señor Fullerton creíase en posesión de una idea segura al pensar en el probable autor de aquel homicidio. Bueno, seguridad no tenía ninguna, verdaderamente, ya que había tres aspirantes, como mínimo, en el asunto. Cualquiera de los tres jóvenes haraganes podía ser el autor del crimen. Flotaban las palabras de siempre en su cerebro: «subdesarrollo mental»… Un informe del psiquiatra. Así terminaría aquella historia, indudablemente. No obstante, aquello de ahogar a un niña en el transcurso de una fiesta juvenil era otro cantar, una cosa que nada tenía que ver con las inacabables historias de los niños que habiendo salido del colegio a su hora no llegaban jamás a sus casas, por haberse subido, en contra de las instrucciones recibidas de sus padres, a cualquier coche… Al final, en estos casos, el cadáver aparecía en unos matorrales o en cualquier hoyo o zanja… Un hoyo o zanja… ¿Cuándo fue eso? Muchos, muchos años atrás.
Toda esta operación mental se llevó sus buenos cuatro minutos. El señor Fullerton, luego, se aclaró la garganta, dejando oír una tos más bien de asmático. Seguidamente habló:
—Monsieur Hércules Poirot —repitió de nuevo—: ¿en qué puedo servirle? Supongo que desea hablarme del desgraciado caso de Joyce Reynolds. Un asunto desagradable, muy desagradable… No acierto a ver en qué puedo serle de utilidad aquí. Mis conocimientos sobre el tema son escasísimos.
—Veamos… Usted, según tengo entendido, es el consejero legal de la familia Drake, ¿no?
—¡Oh, sí, sí! Hugo Drake… ¡Pobre hombre! Un tipo sumamente grato. Hace muchos años que conozco a la familia. Desde que los miembros de ésta adquirieron «Apple Tress», viniéndose aquí a vivir. Una cosa muy triste, la polio… Él contrajo la enfermedad cierto año, mientras pasaba unas vacaciones en el extranjero. Mentalmente, desde luego, su salud era impecable. Resulta impresionante la enfermedad y sus efectos cuando ella se ceba en un hombre que ha sido un atleta durante toda su vida, un deportista, un tipo especialmente apto para todos los juegos que exigen destreza física. Sí. Tiene que ser ya bastante triste que un hombre se sepa un inválido para todos los años que le restan de existencia.
—Creo que ustedes cuidaban también los asuntos de la señora Llewellyn-Smythe…
—Su tía. Sí. En efecto. Una mujer muy notable esta señora. Vino aquí para reponer su quebrantada salud en la medida de lo posible. También para encontrarse cerca de sus sobrinos. Adquirió esa especie de «elefante blanco» que viene a ser Quarry House. Pagó por la finca más de lo que en realidad valía… Pero, en fin, el dinero no constituía para ella ningún obstáculo insuperable. Era una mujer acomodada. Pudo haberse hecho con una casa más atractiva, pero sucedió que el sector de la cantera le fascinaba, le interesó desde un principio. Después, se puso al habla con un especialista en trazado de jardines, un individuo que gozaba de un gran crédito dentro de su actividad profesional, tengo entendido. Era uno de esos tipos de cabellos largos, muy bien parecido… Ahora, competente de veras. Lo demostró más tarde, con su obra ya realizada. No en balde había sido uno de los ilustradores de Home and Gardens y otras publicaciones del ramo. Pues sí, amigo mío… La señora Llewellyn-Smythe sabía rodearse de buenos colaboradores. En el caso del joven no era que se sintiese atraída por su porte, aspirando a protegerlo por pura simpatía. Hay mujeres que se dejan llevar de esos detalles puramente superficiales… No. El hombre tenía algo detrás de la frente y se había destacado en su profesión realmente. Bueno, me parece que estoy divagando un poco. La señora Llewellyn-Smythe falleció hace un par de años, casi.
—De repente.
Fullerton fijó sus ojos en los de Poirot, muy serio.
—No. Yo no diría tanto. La mujer padecía del corazón y los médicos le ordenaron que no hiciese esfuerzos. Sin embargo, hay que señalar que no era de las personas que se pliegan fácilmente a determinadas órdenes. No era un ser hipocondríaco, desde luego —Fullerton tosió, añadiendo—. Supongo que nos estamos apartando del tema acerca del cual deseaba usted hablarme…
—No, no lo crea —contestó Poirot—. Si usted me lo permite, yo desearía hacerle algunas preguntas sobre otro asunto completamente distinto. Quisiera que me facilitase información relativa a un hombre que trabajó para ustedes, llamado Lesley Ferrier.
El señor Fullerton no disimuló su sorpresa.
—¿Lesley Ferrier? —inquirió—. Lesley Ferrier… Veamos… La verdad es que yo había olvidado casi por completo este nombre. Murió apuñalado, ¿no?
—A ese hombre me estoy refiriendo.
—Pues… Me parece que no voy a poder contarle muchas cosas acerca de él. Eso sucedió hace ya algún tiempo. Sí, en efecto: murió apuñalado una noche, en las inmediaciones del «Cisne Verde». No se arrestó a nadie. Me atrevería a decirle que la policía conocía la identidad del responsable del episodio, pero el problema radicaba en que no consiguió hacerse con las pruebas indispensables.
—¿El móvil fue de tipo amoroso? —preguntó Poirot.
—¡Oh, sí! Creo estar seguro de que sí… Los celos, ¿sabe usted? Lesley Ferrier había tenido relaciones con una mujer casada. El marido de ésta era dueño de una taberna. Estoy aludiendo al «Cisne Verde», de Woodleigh Common, un lugar sin pretensiones. Parece ser que el joven Ferrier inició otro juego amoroso con una segunda mujer… También se dijo que había habido más de una en danza. El hombre vivía pendiente de las faldas. Tuvo problemas antes, en una o dos ocasiones.
—¿Estaba usted contento con él como empleado?
—No estábamos quejosos. Tenía sus cosas. Se entendía bien con los clientes. Estudiaba con auténtica aplicación sus problemas y de haber prestado más atención a éstos, adoptando otro género de vida, otra conducta distinta, le hubiera ido mejor, indudablemente, ya que reunía ciertas condiciones. Una noche hubo una riña en el «Cisne Verde» y Lesley Ferrier fue apuñalado cuando se encaminaba a su casa.
—¿Usted qué cree? ¿Tuvo que ver con eso una de sus amiguitas o fue cosa de la mujer del «Cisne Verde»?
—No se puede contestar su pregunta de un modo radical, concreto. A mí me parece que la policía vio en el episodio una cuestión de celos y…
El señor Fullerton se encogió de hombros.
—¿No está seguro en cuanto a eso?
—Son cosas que pasan, a veces —manifestó el señor Fullerton—. «En el Infierno no se encuentra nada más furioso que una mujer desdeñada». He aquí una cita que se oye frecuentemente en las salas de justicia. La realidad la confirma a menudo.
—Pero yo creo ver en sus palabras que usted no está convencido del todo de que ahí radicara la explicación de lo ocurrido…
—Bueno, a mí me hubiera gustado disponer de más pruebas. Es lo mismo que le pasaba a la policía.
—¿Pudo tratarse de algo completamente distinto?
—¡Ya lo creo! Se hubieran podido aventurar varias hipótesis. El joven Ferrier no era un carácter firme, estable. Se había criado bien. Había disfrutado de una buena madre, viuda. El padre dejó bastante que desear, sin embargo. Salió con bien de algunas situaciones apuradas por verdadero milagro. Poca suerte la de su pobre esposa. Nuestro joven, en determinados aspectos, le salió al padre. Se hizo amigo de gente dudosa. Le aconsejé lo mejor que pude. Tenía pocos años todavía. Le advertí más tarde que había comenzado a seguir un camino que no podía acarrearle más que perjuicios. Tuvo que ver con transacciones de poca monta que tendían a burlar las leyes. Con franqueza: de no haber sido por su madre, yo no lo habría retenido. Era joven y tenía condiciones naturales para abrirse paso en la vida, honestamente. Hice lo posible porque se salvara. Fue inútil. Hay mucha corrupción en nuestros días. Y en los últimos diez años, esta corrupción no ha hecho más que aumentar, multiplicándose incesantemente.