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—Yo no puedo estar a su lado, compréndalo —contestó el señor Fullerton—. Lamento muchísimo todo lo que le ha sucedido, pero creo que usted misma se lo buscó.

—¡Eso no es verdad! No es cierto que yo haya hecho algo que no debí hacer. ¿Cuál ha sido mi conducta? Fui amable con la señora Llewellyn-Smythe; me mostré complaciente con ella… Le proporcioné cosas que el médico le había prohibido que comiera. Chocolate y mantequilla, por ejemplo. El doctor insistía en que debía ceñirse a las verduras en su dieta. Era demasiado monótono. La apetecía especialmente la mantequilla. No quería que le faltase mantequilla en ningún momento.

—No se trata solamente de eso —declaró el señor Fullerton.

—La cuidé a conciencia. Fui complaciente con ella. Y la señora, lógicamente, se mostró agradecida. Y luego, cuando ella murió y me enteré de que a causa de su afecto y agradecimiento había redactado un documento por el que me cedía todo su dinero, los Drake hicieron acto de presencia, asegurando que aquél no iba a ser para mí. Me dijeron todo lo que les pasó por la cabeza. Me dijeron que había influido astutamente en la anciana, para que me favoreciese. Y cosas peores. Mucho peores. Llegaron a asegurar que yo había redactado el testamento. ¡Tonterías! Fue ella quien lo escribió. Ella, sí. La señora me ordenó después que saliera de la habitación. Llamó a la mujer de la limpieza y a Jim, el jardinero. Les dijo que tenían que firmar el papel… No era yo quien tenía que estampar mi firma al pie a causa de que el dinero iba a parar a mí. ¿Y por qué no? ¿Por qué no había de haber en mi vida una racha de buena suerte, un poco de felicidad? La cosa me pareció maravillosa. ¡Cuántos proyectos para el futuro forjé al enterarme de aquello!

—Es natural, es natural…

—¿Y por qué no había de concebir yo mis planes? ¿Por qué no había de alegrarme de todo aquello? Voy a ser feliz. Y rica. Y tendré todas las cosas que tanto he ansiado poseer en la vida. ¿Hice yo algo malo? Nada. Tengo que repetírselo: nada.

—He intentado hacerle ver ciertos extremos…

—Se me ha dicho que yo he mentido. Se me ha dicho que yo fui la autora del documento. No es cierto que lo redactara yo. Fue ella quien lo escribió. Nadie puede sostener lo contrario.

—Son muchas las afirmaciones que ha hecho cierta gente —declaró el señor Fullerton—. Y ahora, escúcheme… Cese en sus protestas y preste atención a lo que voy a indicarle. ¿Verdad que la señora Llewellyn-Smythe, en las cartas que usted escribió en nombre suyo, quiso que imitara fielmente su escritura? Esto sucedía porque estimaba que corresponder a las cartas de sus amistades con textos mecanografiados era una desatención, delatadora de la existencia de un afecto más bien superficial. He aquí una creencia que arranca de los días victorianos. Hoy en día nadie se preocupa por el hecho de recibir cartas escritas a mano o mecanografiadas. ¡Ah! Pero la señora Llewellyn-Smythe consideraba la misiva escrita a máquina una descortesía. ¿Usted entiende lo que le estoy diciendo?

—Naturalmente que lo entiendo. Pero me lo pedía ella… Me decía: «Olga: hazme el favor de contestarme esas cuatro cartas en el tono que te he indicado. Traduce las notas taquigráficas que tomaste y haz que la letra de las cartas se parezca lo más posible a la mía propia». La señora llegó a aconsejarme que practicara; haciéndome fijar en su modo de trazar la a, la be, y la s… «Esta treta dará resultado, querida Olga —me dijo mi señora—, siempre que tu imitación sea buena y puedas firmar incluso con mi nombre. Pero tampoco quiero que la gente me suponga incapaz de escribir mis misivas… Lo malo es que, como tú sabes, el reumatismo de mi muñeca se va acentuando día tras día. Progresivamente, hallo más y más dificultades cuando quiero coger la pluma… En fin, no quiero que mientras pueda evitarlo salgan de esta casa mis cartas personales mecanografiadas».

—Usted pudo haber escrito las cartas con su escritura normal —manifestó el señor Fullerton—. Luego con poner al pie dé las misivas alguna fórmula clásica, como la de «por orden» u otra por el estilo, asunto concluido.

—La señora no quería que hiciese eso. Deseaba que las personas a quienes iban destinadas las cartas pensasen que las había escrito ella misma.

Y eso, pensó el señor Fullerton, podía ser verdad. El detalle encajaba perfectamente en la manera de ser de la señora Llewellyn-Smythe. La anciana se había quejado siempre de no poder hacerse sus cosas, de tener que delegar ciertos menesteres en otras personas. No se había resignado tampoco ante la prohibición de los largos paseos, de las prolongadas excursiones por la campiña, que tanto le habían agradado. Se lamentaba de la torpeza de sus manos, de la derecha especialmente. Le gustaba repetir: «Me encuentro bien, perfectamente bien y puedo hacer todo lo que de veras me proponga».

Sí. Lo que Olga le estaba diciendo era indudablemente cierto. Debido a ello, precisamente había sido aceptado al principio, sin la menor desconfianza, el codicilo que prolongaba el último testamento, adecuadamente redactado y firmado por la señora Llewellyn-Smythe. El señor Fullerton reflexionó que había sido en su despacho donde nacieran las primeras sospechas, debido a que él y su joven socio conocían muy bien la letra de la anciana. Fue el joven Cole quien comentó:

—Me cuesta trabajo creer que haya sido la señora Llewellyn-Smythe la autora de este codicilo. Sé que últimamente padecía mucho de artritis… Compare esa letra con la de los otros documentos que acabo de sacar de entre sus papeles. En este codicilo hay algo muy extraño.

El señor Fullerton se mostró de acuerdo con su socio. Se pensó entonces en el juicio de los peritos calígrafos. La contestación no había dejado lugar a dudas. Habiendo sido solicitada la opinión de otros por separado, todo se mantuvo igual. La letra del codicilo no era la de la señora Llewellyn-Smythe. El señor Fullerton pensó que si Olga hubiese sido menos codiciosa, no obstante, si se hubiese limitado a conseguir —«En virtud del gran cariño y atención con que me ha tratado, por la solicitud con que atendió todos mis deseos, dejo a…»— una buena suma de dinero como donativo, los parientes de la difunta podían haber considerado aquélla excesiva, quizá, pero habrían optado por aceptarla, sin más rodeos, ni complicaciones desagradables. Ahora bien, aquello de suprimir a los parientes radicalmente… Después de todo, el sobrino había sido siempre el heredero principal en los últimos cuatro testamentos que la anciana dictara en los veinte años transcurridos. Una extraña, en fin de cuentas, Olga Seminoff, se convertía por efecto de aquel papel en la dueña de todos los bienes de su señora. No. Nadie podía pensar que ésta hubiese sido la última voluntad de la fallecida, Louise Llewellyn-Smythe.

Hablóse inmediatamente de supuestas coacciones. Desde luego, había sido evidente la ambición de la joven. Cabía la posibilidad de que la señora Llewellyn-Smythe hubiese anunciado a su servidora que pensaba dejarle algún dinero para recompensarla por su afecto, por sus amabilidades, por su devoción. No en balde había hecho todo lo que le pidiera. Incluso ciertas cosas que no le convenían… Esto sería, tal vez, como una revelación para Olga. La chica pensó entonces que podía tenerlo todo, que todo podía ir a parar a sus manos: dinero, la casa, las ropas, las joyas. Todo. Era una mujer muy codiciosa. Luego, había pasado lo que tenía que pasar, ineludiblemente.

Y el señor Fullerton, en contra de su voluntad, contra sus instintivos deseos de justicia y muchas más cosas, sintióse compadecido. Aquella muchacha le inspiraba una gran piedad. Había empezado a sufrir de niña, había conocido los rigores del estado policíaco, perdiendo a sus padres, y luego a un hermano y una hermana. Nada más echar a andar por el mundo supo lo que eran las injusticias y el temor. Todo esto había marcado su existencia, favoreciendo la aparición de una desmesurada codicia.