Выбрать главу

—Todo el mundo va contra mi —dijo Olga—. Todo el mundo, sí. Todos ustedes me atacan. No son justos conmigo, por el hecho de ser una extranjera, por el hecho de no ser de este país, porque no sé en realidad qué debo decir ni qué hacer. ¿Qué es lo que puedo hacer yo aquí, en las presentes circunstancias? ¿Por qué se niega a informarme sobre el particular?

—Es que yo no creo que tenga usted muchas salidas —respondió el señor Fullerton—. Creo que lo que más le conviene es sincerarse, no dar más vueltas a la cosa…

—Si yo digo lo que usted me aconseja que diga no revelaré más que mentiras, no declararé la verdad. El testamento válido fue obra de la señora. Lo redactó ella… Me ordenó que saliera de la habitación en que se encontraba mientras los otros firmaban al pie del documento.

—Sepa que esgrimirán pruebas contra usted. Hay personas que dirán que muy a menudo la señora Llewellyn-Smythe no sabía lo que firmaba. Manejaba a veces varios papeles a un tiempo y no siempre releía los textos que se le ponían delante.

—Bien. Entonces no sabía ni lo que se decía…

—Mi querida amiga —contestó el señor Fullerton—: sus mejores esperanzas radican en el hecho de ser en este país una extranjera y en el de conocer el idioma inglés de una forma más bien rudimentaria. Por tal motivo, podría salir del trance con una condena de poca importancia…, o dejada en libertad vigilada…

—¡Oh! ¡Palabras! ¡Sólo palabras! Lo más seguro es que acabe ingresando en cualquier prisión para no recuperar la libertad jamás.

—Ahora empieza usted a decir insensateces —señaló el señor Fullerton.

—Sería mejor, seguramente, que huyese, escondiéndome en cualquier parte, de suerte que nadie pudiera ya dar conmigo.

—En cuanto circulase una orden decretando su detención, darían con usted.

—En modo alguno, si yo me decidiese a actuar con la máxima rapidez. O si diese con alguien que me ayudara. Lo de huir no es ninguna utopía. Podría salir de Inglaterra. Por vía marítima o aérea. No me costaría trabajo localizar a alguien que se dedicase a falsificar pasaportes y visados u otros papeles necesarios. ¿Por qué no he de encontrar una persona que se decida a hacer algo por mí? Tengo amigos. Hay gente que me aprecia. Alguien podría ayudarme a desaparecer de aquí. Es lo que necesito… Podría disfrazarme. ¿Por qué no hacerme pasar por una mujer inválida, por ejemplo?

El señor Fullerton se había puesto serio al llegar la conversación a este punto.

—Mire, Olga… Yo siento mucho todo lo que sucede. La recomendaré a un abogado, quien hará cuanto esté en su mano para favorecerla. No tiene que pensar en desaparecer de la noche a la mañana. Ahora habla como una niña.

—Dispongo de bastante dinero. Siempre he procurado ahorrar, cuando mi situación me lo ha permitido —Olga Seminoff hizo una pausa, agregando—. Usted ha intentado mostrarse complaciente conmigo. Sí. Creo que no me equivoco… Pero no hará nada por mí prácticamente… No obstante, yo encontraré a alguien que me ayude de una manera efectiva. Seguro que lo encontraré. Y me esfumaré. Iré a parar allí donde nadie pueda localizarme nunca.

El señor Fullerton se dijo que, desde luego, nadie había dado con ella. Habíase preguntado en muchas ocasiones dónde estaba, dónde podría estar…

CAPÍTULO XIV

YA en «Apple Trees», Hércules Poirot fue introducido en el cuarto de estar. Le dijeron que la señora Drake no tardaría en hacer acto de presencia allí.

Al deslizarse por el vestíbulo oyó un rumor de voces femeninas al otro lado de una puerta que resultó ser la del comedor.

Poirot cruzó el saloncito de estar, acercándose a la ventana, desde la cual inspeccionó el limpio y grato jardín que rodeaba la vivienda. Estaba bien atendido, evidentemente. Había un orden en su vegetación. Sobrevivían allí plantas de otoño, cuidadosamente sostenidas por varitas colocadas de un modo estratégico. Los crisantemos no habían renunciado del todo a la vida. Y había alguna que otra valiente rosa que contemplaba con desdén la llegada inminente de la época más cruda del invierno.

Poirot no logró dar con ningún indicio revelador de la presencia, incluso en actividades preliminares, de un especialista en jardinería, de un profesional. Todo aquí era convencional. Se preguntó si la señora Drake había sido demasiado fuerte para Michael Garfield. Habría extendido sus cebos en vano. Allí no había más que un jardín suburbano maravillosamente atendido.

Abrióse la puerta de la estancia.

—Lamento haberle hecho esperar, monsieur Poirot —dijo la señora Drake.

Afuera en el vestíbulo, el rumor de voces era cada vez más débil. Varias personas salían de la casa.

—Nos hemos estado ocupando de las fiestas navideñas en nuestra iglesia —explicó la señora Drake—. Acabamos de celebrar la reunión de costumbre por esta época. Hay que anticiparse, ya se sabe. Los preliminares suelen durar más que las fiestas en sí, desde luego. Siempre surge alguien que pone peros a cualquier proyecto… También se da en ocasiones con la persona que aporta la idea más provechosa… aparentemente. Y es que la mejor idea resulta ser casi siempre la más irrealizable.

Había un tono ligeramente agrio en aquellas palabras. Poirot se imaginaba sin esfuerzo a Rowena Drake rechazando conceptos, tachándolos de absurdos, con firmeza, sin apelación. Deducía de las observaciones formuladas por la hermana de Spence y de las sugerencias más o menos veladas de otras personas, que Rowena Drake era una mujer dominante, un ser que instintivamente se ponía al frente de todo, sin llegar a conquistar nunca el afecto de sus colaboradores. Poirot se dijo también que las cualidades positivas que tuviese no eran las más indicadas para ser apreciadas por un pariente de más edad y psicología semejante. La señora Llewellyn-Smythe había ido a vivir a aquel lugar para estar cerca de su sobrino y de la esposa de éste. Seguramente, ella habíase dedicado a fiscalizar todos los movimientos y decisiones de la anciana, supervisando hasta las cosas más nimias sin hallarse dentro de la casa. La señora Llewellyn-Smythe había reconocido, probablemente, que debía mucho a Rowena, pero lamentaba al mismo tiempo sus modales, tan bruscos.

—Bueno, ya se han ido todas —comentó Rowena Drake al oír el ruido de una puerta al cerrarse—. ¿En qué puedo servirle? ¿Quiere saber algo más acerca de la terrible reunión de la víspera de Todos los Santos? Ojalá no la hubiéramos celebrado nunca aquí. Pero es que no había ninguna otra casa que reuniera mejores condiciones… ¿Sigue la señora Oliver en casa de Judith Butler?

—Sí. Creo que dentro de uno o dos días emprenderá el regreso a Londres. ¿No la conocía de antes?

—No. Sus libros me gustan mucho.

—Me parece que goza de muy buena reputación como escritora —indicó Poirot.

—Lo es, lo es, indudablemente. Resulta también una persona encantadora. Tiene ideas propias… ¡Oh! ¿Posee alguna referencia a la posible identidad del misterioso autor de la muerte de la pequeña Joyce?

—Yo creo que no. ¿Y usted, señora Drake?

—Ya le contesté negativamente con anterioridad.

—Bueno, ya sé… Sin embargo, cabe la posibilidad ahora de que se le haya ocurrido una idea, una idea apenas esbozada, formada a medias…

—¿Y por qué ha de inclinarse usted a pensar eso?

Rowena Drake miró a su interlocutor fijamente, con curiosidad.

—Usted pudiera haber visto algo, algo menudo y carente de importancia para otra persona quizá, pero muy significativo a sus ojos…

—Usted, monsieur Poirot, debe estar pensando en una cosa concreta, en un incidente bien definido.

—He de admitir que sí. Se trata de algo que me comunicó una persona.