—Usted, madame, cree, ¿verdad?, que fue una chica… o un chico, un adolescente, tal vez… Cierto que no se halla en condiciones de puntualizar, pero se inclina a pensar que el crimen a que indirectamente nos estamos refiriendo fue cometido por alguna persona joven, ¿no?
La señora Drake consideró este extremo detenidamente.
—Pues sí —respondió por fin—. Supongo que sí… No me había detenido a reflexionar sobre este punto. En nuestros días hay mucha delincuencia juvenil. Los jóvenes no se dan cuenta en muchas ocasiones de lo que hacen; desean ardientemente vengarse de no se sabe qué; se hallan impulsados por un instinto de destrucción. Fíjese en esos muchachos que destrozan las cabinas telefónicas, en los que rajan con navajas los neumáticos de los coches… A veces atacan también a las personas… No odian a nadie en particular; sienten odio por el mundo. Es el símbolo de la época que nos ha tocado vivir. Al enfrentarse con el cadáver de una criatura ahogada en el curso de una alegre reunión sin móviles aparentes, una no tiene más remedio que pensar en su autor, o autora, que no es totalmente responsable de sus acciones. ¿No reconoce usted conmigo que… que ahí hay una posibilidad que no debe perderse de vista en ningún instante?
—Creo que la policía comparte su opinión… O la ha compartido…
—Esa gente sabrá a qué atenerse. Tenemos muy buenos agentes de policía en este distrito. Su actuación ha sido muy meritoria con ocasión de ciertos sucesos ya pasados. Son muy competentes y no se dan por vencidos así porque sí. Me inclino a pensar que acabarán dando con el autor de este crimen, si bien me figuro que no lo localizarán rápidamente. Necesitarán días y más días, dedicados pacientemente a la búsqueda de pruebas.
—Estas pruebas, madame, serán muy difíciles de hallar.
—Sí. Supongo que sí. Cuando mi esposo murió… Era un lisiado, ¿sabe usted? Cruzaba la carretera y un coche se precipitó sobre él. No se encontró jamás la persona responsable del accidente. Usted sabrá, quizá, que mi marido era víctima de la polio… Sufría de una paralización parcial de sus miembros desde hacía seis años. Había mejorado bastante, pero continuaba siendo un impedido y tenía que costarle forzosamente mucho trabajo evitar un vehículo que se le viniera encima de un modo inesperado. Me sentí culpable, en su día… Él insistía en salir solo, sin nadie que le acompañara. Rechazaba los buenos oficios de una enfermera o de una esposa que se prestara a desempeñar el papel de ésta. Pero tomaba siempre las máximas precauciones cuando se disponía a cruzar una calzada. Claro, sucede que cuando se presenta una desgracia de éstas los que se hallan alrededor de la víctima no cesan de formularse reproches…
—¿Ocurrió esto a raíz de la muerte de su tía?
—No. Ella falleció poco después. Los acontecimientos, gran número de veces, se precipitan de una manera extraña, ¿eh?
—Cierto —confirmó Hércules Poirot, que inquirió a continuación—. ¿No fue capaz la policía en su día de dar con el coche que atropello a su esposo?
—El vehículo era un «Grasshopper Mark 7», me parece recordar… Uno de cada tres coches de los que circulaban entonces por la carretera pertenecían a esa marca. Me dijeron que era el automóvil más popular del mercado. Los agentes alegaron que había sido robado en Market Place, dentro de Medchester. Hay allí una zona de estacionamiento de turismos. Era propietario del coche un tal señor Waterhouse, viejo comerciante de semillas de Medchester. El tal señor Waterhouse era un conductor prudente, poco amigo de las grandes velocidades. No había sido él, desde luego, el autor del atropello. Evidentemente, se trataba de uno de esos episodios corrientes de robos de automóviles en que se ejercita nuestra juventud actual, estos negligentes muchachos, estos despreocupados jóvenes, habrían de ser juzgados, creo yo, con más severidad…
—Lo oportuno sería una prolongada estancia en prisión, quizá. La multa, que por añadidura suele ser pagada por los parientes más próximos, siempre indulgentes, no produce ningún efecto, normalmente, no les causa la más leve impresión.
—Hay que tener presente —añadió Rowena Drake—, que esos jóvenes se hallan en un momento crítico de sus vidas, en que resulta de vital importancia proseguir los estudios emprendidos, si es que desean abrirse paso en el mundo…
—«La vaca sagrada de la educación» —dijo Hércules Poirot—. He aquí una frase que he oído en labios de personas que debieran saber vigilar sus expresiones… Se trata de gente que ocupa puestos académicos de cierta responsabilidad.
—Y que no da con las soluciones urgentes que se requieren.
—Es posible que usted sea partidaria de otra acción, aparte de la recomendada de privación de libertad…
—A nuestra juventud hay que imponerle un tratamiento adecuado de aplicación inmediata —manifestó Rowena Drake con firmeza.
—¿Y usted cree que tal proceder nos permitirá siempre dar con escondidos tesoros? ¿No piensa, como muchos, que cada ser humano tiene su destino trazado?
La señora Drake adoptó una expresión dubitativa. Daba la impresión ahora de sentirse a disgusto frente a Poirot.
—Me he referido al fatalismo árabe —aclaró Poirot.
La señora Drake miró fríamente a su interlocutor.
—Espero —manifestó— que no lleguemos a organizar nuestras vidas a base de extraer nuestros ideales del Oriente.
—Uno tiene que aceptar los hechos tal como son —contestó Poirot—. Uno de estos hechos es el expresado por los modernos biólogos. Estoy refiriéndome a los biólogos occidentales —se apresuró a agregar—. Al parecer, se ha sugerido que la raíz de nuestra personalidad arranca de la genética propia. Es decir, que un criminal de veinte años era ya un asesino en potencia cuando contaba dos o tres… En otro sentido, lo mismo puede afirmarse de un genio de las matemáticas o de la música…
—No estamos hablando de criminales —alegó la señora Drake—. Mi esposo murió a consecuencia de un accidente. Fue un accidente causado por una persona descuidada, mal ajustada emocionalmente. Fuese un muchacho o un joven el conductor del vehículo, cabe siempre la esperanza de que se llegue a asimilar la creencia de que constituye un deber considerar al prójimo. Hay que orientar a los adolescentes, hacerles ver que una negligencia puede ser criminal, aunque no exista una intención de tipo censurable.
—¿Usted está convencida entonces de que en el accidente de que fue víctima su esposo no hubo una intención criminal?
—Lo dudo, al menos —la señora Drake dio muestras de hallarse ligeramente sorprendida—. Yo no creo que la policía llegara a considerar en serio tal posibilidad. Yo no, desde luego. Fue un accidente, como tantos otros que ocurren todos los días. Fue un trágico accidente que alteró varias vidas, entre las cuales figuraba en primer lugar la mía.
—Usted ha dicho que no estábamos hablando de criminales —dijo Poirot—. Pero en el caso de Joyce es distinto… Aquí no hubo ningún accidente. Fueron unas manos ignoradas las que, con plena deliberación por parte de su dueño o dueña, mantuvieron la cabeza de la niña sumergida en el agua del cubo. Así hasta que se presentó la muerte. Fue un intento deliberado de asesinato, coronado por el éxito.
—Lo sé, lo sé. Y es terrible. No me gusta pensar en ese desgraciado episodio. No quiero que me lo recuerden.
La señora Drake se levantó, paseando de un lado para otro muy nerviosa. Poirot continuó hablando, despiadadamente.
—Nos enfrentamos aquí a otra cosa: hemos de averiguar el móvil…
—Yo creo que un crimen de esta clase puede carecer de móvil.
—¿Alude a la posibilidad de que haya sido cometido por un perturbado mental, por alguien que disfrute sólo con ver morir a un semejante?
—Hemos oído hablar de estos casos, todos. Resulta difícil de determinar, sin embargo, la causa determinante de tales acciones. Ni siquiera los psiquiatras se muestran de acuerdo al enjuiciar estos problemas.