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—¿Se niega usted a admitir una explicación más simple?

El desconcierto de la señora Drake era ahora evidente.

—¿Una explicación más simple?

—Pudiera ser que hubiese aquí un personaje que no tuviese nada en absoluto de perturbado mental, que no fuese un caso para los psiquiatras, ni mucho menos… Pienso en alguien que, sencillamente, quisiera sentirse a salvo.

—¿A salvo? ¡Oh! Usted cree…

—La chica había estado alardeando dentro del mismo día, unas horas antes, de que había visto cometer un crimen a alguien…

—Joyce —declaró la señora Drake calmosamente—, era realmente una niña estúpida. He de señalar, lamentándolo mucho, que mentía con bastante frecuencia.

—Eso me lo han dicho ya varias personas —confirmó Hércules Poirot—. Estoy empezando a creer que no debe haber error en lo que me ha contado todo el mundo —añadió con un suspiro—. Habitualmente, es lo que pasa.

Poirot púsose en pie, adoptando otra actitud.

—He de excusarme, madame. Le he hablado de cosas dolorosas, molestas, de cosas que quizá no me conciernan. Ahora bien, me pareció, guiándome por las palabras de la señorita Whittaker…

—¿Por qué no intenta obtener más detalles de ella? ¿Quiere usted indicarme que…?

—La señorita Whittaker trabaja como profesora. Ella sabe, mejor que yo, cual es el auténtico carácter de cada una de las chicas de cuya instrucción se ocupa.

Hizo una pausa y la señora Drake agregó:

—La señora Emilyn se encuentra en idéntica situación.

—¿La directora del colegio? —inquirió Poirot, extrañado.

—Sí. Ella sabe muchas cosas. Quiero decir que posee grandes conocimientos de psicología… Usted me ha indicado la posibilidad de que albergase ideas (formadas a medias) sobre la identidad del asesino de Joyce. Se equivoca… Sin embargo, pienso que la situación de la señorita Emilyn ha de ser distinta.

—Eso es sumamente interesante…

—No he querido decir que posea pruebas. He sugerido que pudiera saber algo. Ella podría decirle… Pero no creo en absoluto que se muestre muy bien dispuesta.

—Empiezo a darme cuenta —declaró Poirot—, de que todavía me queda por recorrer un largo camino. La gente de aquí sabe cosas… Pero no todo el mundo estará dispuesto a revelármelas.

Se quedó mirando con gesto pensativo a Rowena Drake.

—Su tía, la señora Llewellyn-Smythe —manifestó después Poirot—, tuvo a su servicio una chica extranjera…

—Al parecer se ha impuesto usted perfectamente de todas las habladurías de la localidad —repuso la señora Drake, muy seca—. Efectivamente, no le han engañado. Tras la muerte de mi tía, la muchacha en cuestión desapareció de aquí casi de repente.

—Impulsada por muy sólidas razones, según tengo entendido.

—Yo no sé si decir esto podrá ser considerado pecado de escándalo, especie calumniosa, pero es casi seguro que falsificó un codicilo, un apéndice del testamento de mi tía… Parece ser también que alguien la ayudó…

—¿Alguien?

—Esa muchacha era amiga de un joven que trabajaba en las oficinas de un abogado de Medchester. El había andado mezclado con un caso de falsificación anteriormente. El caso nunca llegó a verse en las salas de justicia debido a que la chica desapareció. Comprendió que el testamento no sería admitido legalmente y que lo más lógico era que fuese procesada. La muchacha se fue inesperadamente y ya no volvió a saberse más de ella.

—La joven procedía, según me han dicho, de un hogar destrozado —agregó Poirot.

Rowena Drake tornó a mirarle con fijeza, pero sonreía amistosamente de nuevo.

—Gracias por la información que me ha facilitado, madame —dijo Poirot.

Después de abandonar la casa, Poirot decidió estirar un poco las piernas por la carretera. Al doblar una curva vio a lo lejos un rótulo sobre una entrada vallada. El rótulo rezaba, según pudo comprobar unos minutos más tarde: «Cementerio del Camino de Helpsly». Había estado andando unos diez minutos. El cementerio no contaría más que un par de lustros. Había ido creciendo a la par que Woodleigh como entidad residencial. La iglesia era de regulares dimensiones y dataría de dos o tres siglos atrás. El camposanto venía a ser una especie de camino que ponía en contacto dos sectores distintos. Era de trazo moderno, se dijo Poirot, estudiando las lápidas, de granito y mármol. Veíanse urnas, macetones y pequeños setos de verde vegetación y flores. No había inscripciones ni epitafios que llamaran la atención. Nada se encontraba allí que pudiese atraer el interés de un aficionado a las cosas antiguas. Tratábase de un sitio limpio, tranquilo, aseado. Los sentimientos de los familiares de las personas que allí descansaban habían quedado sobriamente expresados.

Poirot se detuvo para leer el texto labrado en una tablilla plantada en la cabecera de una sepultura. Había otras por las inmediaciones, todas las cuales databan de dos o tres años atrás. La inscripción era sencilla:

«A la memoria de Hugo Edmund Drake,

amado esposo de Rowena Arabella Drake,

fallecido el 20 de marzo de 19…

Dios le dio el merecido descanso»

Se le ocurrió pensar a Poirot, recientemente alcanzado por los disparos de la dinámica Rowena Drake, que el descanso le había llegado a su esposo por la ruta más inesperada.

Descubrió una urna de alabastro que contenía restos de un ramos de flores. Un jardinero ya viejo, evidentemente dedicado en el recinto a cuidar de las tumbas de los buenos ciudadanos de Woodleigh Common que habían abandonado definitivamente el sector residencial, se aproximó a Poirot con la esperanza de charlar unos minutos con él. Dejó su azada y la escoba de que era portador a un lado…

—Usted no es de aquí, ¿verdad, señor? —inquirió el anciano.

Poirot asintió, acogiéndolo con una afable sonrisa.

—El señor Drake… —murmuró el jardinero, pensativo, habiendo fijado la mirada en la tumba que tenían delante—. Un auténtico caballero. Era un lisiado, el pobre. Padecía de parálisis infantil. Y digo yo: ¿por qué infantil? Esta enfermedad ataca también a las personas mayores. Tanto hombres como mujeres. Mi esposa tenía una tía que la contrajo en España. Hizo un «tour» por el país, bañándose en no sé qué río. Los médicos no saben a qué atenerse muchas veces. Hoy las cosas han cambiado mucho. Usted habrá visto que todos los pequeños son inyectados con la vacuna contra la enfermedad. No hay tantos casos… Pues sí… El señor Drake era todo un caballero. No se quejaba, pese a que su padecimiento era el peor de los castigos que una persona puede soportar. No en balde había sido un deportista excelente. Formó parte del equipo de béisbol… Desde luego, era una gran persona el señor Drake.

—Falleció a consecuencia de un accidente, ¿no?

—Cierto. Fue en el momento de cruzar la carretera, a la hora del crepúsculo. Se le echó encima uno de esos vehículos que a menudo ve uno por ahí, conducidos por jóvenes de abundantes cabelleras o barbas. Es lo que dijeron. El coche no se detuvo siquiera. Sus ocupantes no volvieron para averiguar lo que habían hecho. Abandonaron el automóvil no sé dónde, en un estacionamiento, me parece, a unos treinta kilómetros de distancia del lugar del suceso. El coche no pertenecía a sus ocupantes. Éstos lo habían robado… ¡Oh! Es terrible… ¡Hay que ver los accidentes de automóviles que se producen hoy en día! Y la policía, a todo esto, se ve impotente. Apenas puede hacer nada. La señora Drake quería mucho a su esposo… Fue un duro golpe para ella la desgracia. Viene aquí casi todas las semanas con flores, que deposita en el sepulcro. Los dos se llevaban muy bien. Con todo, a mi me parece que esa mujer estará ya muy poco en este sector residencial…