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Poirot tenía en cuenta todas estas posibilidades, pero las relegaba a un segundo plano. Teníalas en reserva, por así decirlo. Decidió de momento concentrarse en el estudio del carácter de sus dos interlocutores; fijóse en sus miradas, en sus ropas, en sus modales, en sus voces y así sucesivamente… Actuó a su manera, a la clásica de Hércules Poirot, valiéndose de conceptos halagadores, disponiendo las cosas con determinado aire para ayudarles a sentirse hasta desdeñosos con respecto a su persona, sin merma de la cortesía y de la buena crianza obligadas.

Pues los dos estaban bien educados, efectivamente. Nicholas era el que contaba dieciocho años. Su rostro ofrecía rasgos correctísimos; llevaba patillas y una poblada nuca. Vestía de negro. Parecía haber asistido a un funeral. No era así, sin embargo. Tampoco se podía pensar que vistiese de luto recordando la reciente tragedia. Nicholas, simplemente, se embutía en aquellas prendas fúnebres porque respondían las mismas a su gusto personal en materia de indumentaria. Su compañero llevaba una chaqueta de terciopelo rosa, pantalones verdosos y una camisa con adornos. Los dos jóvenes gastaban, evidentemente, mucho dinero en vestir. Sus prendas no habían sido adquiridas en su localidad de residencia. Lo más seguro era que las hubiesen pagado ellos mismos, con su dinero, y que ni sus padres ni sus parientes estuvieran enterados de aquellos detalles.

Los cabellos de Desmond eran rojos. Muy abundantes, si su dueño había pasado un peine por ellos recientemente lo disimulaba muy bien.

—Según tengo entendido, estuvisteis colaborando a la hora de llevar los preparativos indispensables, con vistas a la reunión, ¿no es así?

—Es cierto. Estuvimos allí a primera hora de la tarde —declaró Nicholas.

—¿En qué clase de preparativos estuvisteis vosotros trabajando? Son varias las personas que me han informado sobre el particular hasta ahora, pero no he sacado de sus palabras ninguna idea clara. No coinciden las manifestaciones de unas con otras.

—Tuvimos trabajo con la iluminación.

—Permanecimos la mayor parte del tiempo en lo alto de las escaleras de mano.

—Tengo entendido que realizasteis algunos trucos fotográficos también.

Inmediatamente, Desmond hundió una mano en un bolsillo de su chaqueta extrayendo de aquél un sobre que contenía unas cuantas cartulinas.

—Estuvimos arreglando estos retratos —explicó—. Buscábamos esposos para las chicas. Todos estos tipos son por el estilo… Han sido puestos por nosotros «al día». No forman una mala colección, ¿verdad?

Poirot tuvo ocasión de contemplar sucesivamente, con gran interés, unas cuantas caras: la de un joven de barba muy roja con los cabellos en forma de aureola; la faz de otro cuyos pelos le llegaban a las rodillas; varios rostros más semiocultos bajo frondosas patillas…

—Los diferenciamos perfectamente, ¿verdad? No nos salió mal del todo.

—Dispusisteis de los correspondientes modelos, ¿eh?

—¡Somos nosotros mismos! Cosas del maquillaje. Nick y yo nos arreglamos mutuamente. Nos limitamos a variar el motivo principaclass="underline" los pelos.

—Una medida muy inteligente —reconoció Poirot.

—Las fotografías salieron algo desenfocadas. Así parecían las caras un poco fantasmales, espirituales, por así decirlo.

El otro muchacho añadió:

—A la señora Drake le gustaron mucho nuestras fotografías. Se apresuró a felicitarnos. La hicieron reír a placer. En la casa nos ocupamos principalmente de la cuestión eléctrica. Preparamos las luces de suerte que los espejos de las chicas reflejaran un rostro u otro en determinado momento, al tomar ciertas posiciones. La imágenes eran alternadas: unas veces se veía en los espejos un melenudo, otra captaban la cabeza de un individuo con grandes patillas, etc.

—¿Sabían las chicas que andabais por en medio?

—En algunos momentos, creo que no. En el transcurso de la reunión, por supuesto que no. Todas sabían que habíamos estado ayudando en la iluminación de la vivienda, pero estimo que no llegaron a reconocernos en los espejos. Eran algo tontas esas muchachas. Nicholas y yo nos alternábamos atinadamente, por añadidura. Las muchachas se rieron lo suyo. No cesaban de chillar… La sesión fue de lo más divertido…

—¿Y qué me decís de las otras personas que se encontraban en la casa? Bueno, no voy a pretender que os acordéis de todas las presentes.

—A mí me parece que en la casa de la señora Drake no habría menos de treinta invitados. Por la tarde se encontraban allí la señora Drake, por supuesto, y la señora Butler. Recuerdo a una de las profesoras: la señorita Whittaker… ¿Se apellida así, realmente? Estaba la señora Flatterbut… No sé si me equivoco… Es la hermana del organista… O la esposa. Vi también a la señorita Lee, quien trabaja con el doctor Ferguson. Era su tarde libre de la semana y fue allí para ayudar, como las demás, como algunas amigas nuestras. No podría asegurar que la aportación de éstas fue especialmente interesante. Las chicas no hacían, en general, más que zascandilear de un lado para otro, riéndose constantemente por los motivos más nimios.

—¡Oh, claro! ¿Te acuerdas de las muchachas que visteis por allí?

—Bien… Estaban los Reynolds. La pobre Joyce desde luego. Y su hermana Ann, mayor que ella. A Ann hay que tenerle miedo. No hay quien pueda con ella. Se cree terriblemente inteligente. Con toda seguridad que aprobará los exámenes que se le avecinan… En cuanto a Leopold… Es un buen «elemento» —manifestó Desmond—. Se cuela en todas partes. Espía, escucha conversaciones que no debiera escuchar. Cuenta toda clase de cuentos a cada paso… Resulta sumamente desagradable. ¡Ah! Me acuerdo de Beatrice Ardley y de Cathie Grant, siempre muy silenciosas y enigmáticas… Vi también un par de útiles mujeres. Me refiero a las encargadas de la limpieza. Y conocí a la escritora, a la señora que le hizo venir a usted para esta zona residencial…

—¿Había algún hombre por allí?

—¡Oh! El vicario… Es buena persona. Algo callado, pero… Y el nuevo sacerdote. Tartamudea un poco cuando se pone nervioso. Lleva aquí poco tiempo. No recuerdo más…

—Tengo entendido que, luego, vosotros oísteis a Joyce Reynolds afirmando que había sido testigo de un crimen…

—Yo no oí nada de eso —declaró Desmond—. ¿Se expresó la chica en tales términos?

—He oído contar que sí —manifestó Nicholas—. Yo no sé nada de tales palabras. Bueno, lo que han dicho. Supongo que no me encontraba en la habitación al expresarse ella en esos términos. ¿Dónde estaba la chica entonces?

—En el cuarto o saloncito de estar.

—La mayor parte de los invitados se hallaban allí a menos que anduviesen haciendo algo especial en otro sitio. Nick y yo —declaró Desmond—, nos pasamos la mayor parte del tiempo en la estancia que había de ser visitada por las chicas con sus espejos, en cuyas superficies habían de verse reflejados los rostros de sus futuros maridos. Instalamos unos cables y atendimos a otras cosas… En la escalera que conduce a la planta superior anduvimos ocupados también. Del techo del salón de estar colgamos unas cuantas calabazas que habían sido ahuecadas para contener sus luces… Sin embargo, yo no oí esas palabras hallándonos allí. ¿Tu qué dices, Nick?

—Lo mismo que tú —el muchacho añadió, muy interesado—. ¿Declaró Joyce realmente haber visto cometer un crimen? En caso afirmativo, la cosa es notable…