—¡Ah, claro! Usted no se encontraba en la casa cuando nos pusimos a prepararlo. Bien… Hay que rellenar un recipiente con harina, apretando ésta todo lo que se pueda. Encima de la masa se coloca una moneda de seis peniques. Después, cada concursante procura cortar un trozo de pastel sin tirar aquélla. El que falla, queda eliminado. Así hasta que sólo queda uno, que recibe la moneda como premio, claro está. Bueno, vamos a la tarea.
De la biblioteca salían gritos de alborozo. Celebrábase en ella el concurso de las manzanas. Los concursantes regresaban de allí con las caras remojadas y huellas de agua sobre sus ropas.
Uno de los momentos de mayor animación se produjo a la llegada a la casa de la «bruja», encarnada por la señora Goodbody, una mujer de la localidad que se ganaba la vida haciendo faenas de limpieza por las casas. La buena señora se hallaba en posesión de una nariz ganchuda y una barbilla saliente, poseyendo por añadidura la habilidad de proferir unos raros chillidos con la garganta, de naturaleza evidentemente siniestra.
—Bueno, ahora te toca a ti. Te llamas Beatrice, ¿no? Beatrice… Un nombre muy interesante. ¿Quieres saber cómo va a ser tu esposo, eh? Perfectamente. Siéntate aquí, querida. Sí, sí… Bajo la luz. Siéntate aquí y sostén este pequeño espejo entre las manos. En cuanto las luces se apaguen verás aparecer en él la cara que ansías conocer. Mantén bien firme el espejo… Abracadabra, ¿que veré? La cara del hombre que se casará conmigo. Beatrice, Beatrice: vas a contemplar el rostro del hombre que te agradará más que ningún otro.
Un repentino foco de luz cruzó la habitación desde lo alto de una escalera colocada detrás de una pantalla. El foco iluminó un punto de la estancia señalado previamente y la luz fue reflejada por el espejo que se encontraba en las manos de Beatrice, sumamente excitada en aquellos instantes.
—¡Oh! —exclamó Beatrice—. ¡Le estoy viendo! ¡Le estoy viendo! ¡Lo veo en mi espejo!
El foco se esfumó repentinamente. Se encendió la luz de la habitación y una fotografía en colores pegada a una cartulina descendió del techo. Beatrice se puso a bailar de un lado para otro alocadamente.
—¡Era él! ¡Era él! ¡Lo vi! —chilló—. ¡Oh! Es un atractivo muchacho de barba pelirroja.
La muchacha se lanzó sobre la señora Oliver, que era la persona que tenía más a mano.
—Mire, mire… ¿Verdad que es maravilloso? Es como Eddie Presweight, el cantante «pop». ¿No opina usted igual que yo?
La señora Oliver estaba contemplando, a su juicio, una de las caras que, bien a su pesar, veía todos los días en el periódico de la mañana. La barba, discurrió, había sido un toque posterior.
—¿De dónde salen todas estas cosas? —inquirió.
—¡Oh! Rowena se las encarga a Nicky. Un amigo de éste, Desmond, colabora en la empresa. Está habituado a efectuar todo género de experimentos en el laboratorio fotográfico. Aquí se manejan sin muchos quebraderos de cabeza patillas, bigotes o barbas. Luego, con ayuda de la luz y todo lo demás, las chicas se quedan encantadas.
—No puedo evitar el pensar que las chicas son bastante tontas en nuestros días —comentó Ariadne Oliver.
—¿Y no cree que siempre lo han sido? —inquirió Rowena, interviniendo.
La señora Oliver reflexionó unos instantes.
—Creo que tiene usted razón —admitió.
—Bueno, ahora le ha llegado el turno a la cena —anunció la señora Drake.
La cena estuvo bien. Helados, dulces, quesos… Chicos y chicas comieron de todo, hasta hartarse.
—Y ahora —dijo Rowena—, lo último de la noche: el «Snapdragon». Por ahí, más allá de la despensa. Bien. Primeramente los premios, ¿eh?
Los premios fueron presentados y luego se oyó el lamento clásico, en forma de llamada, de un hada. Los presentes regresaron a toda prisa al comedor.
De la mesa habían sido retirados los platos y demás objetos. Aquélla había sido cubierta por un paño verde, siendo colocada encima una gran fuente de llameantes uvas. Todos chillaban, abalanzándose, procurando quedarse con algunas de las ardientes uvas, con voces de: «¡Oh! ¡Me he quemado! ¿No es delicioso?». Poco a poco el «Snapdragon»[*] fue chisporroteando, hasta apagarse por completo. Fueron encendidas las luces. La reunión había llegado a su fin.
—La reunión ha sido un éxito —sentenció Rowena.
—¡No faltaría más, con la serie de molestias que usted se ha tomado!
—Ha sido todo magnífico —indicó Judith con su gesto sereno de costumbre—. Magnífico. Hubo una pausa.
—Y ahora —agregó un tanto fatigada—, tendremos que aclarar esto un poco. No podemos dejarlo todo para mañana, para cuando vengan esas pobres mujeres a limpiar…
CAPÍTULO III
EN cierto piso de Londres sonó el timbre del teléfono. El propietario de aquél, Hércules Poirot, se agitó en su sillón. Sintióse, de pronto, contrariado. Sabía perfectamente qué significaba aquella llamada. Su amigo Solly, con quien tenía que pasar la velada, reavivando su vieja controversia, interminable, sobre el real culpable del crimen de los Baños Municipales, en Canning Road, iba a decirle que no podía acudir a la cita. Poirot, quien se había hecho de algunas leves pruebas que favorecían su personal hipótesis un tanto forzada, sentíase profundamente decepcionado. No creía que su amigo Solly aceptara sus sugerencias, pero estaba convencido de que cuando aquél, a su vez, exteriorizara sus fantásticas creencias, él, Hércules Poirot, lograría con toda facilidad demolerlas en nombre de la cordura, la lógica, el orden y el método. Le resultaba enojoso, cuando menos, que Solly no apareciera por allí aquella noche. Al hablar con él en las primeras horas de la jornada tosía continuamente por el catarro.
—Estaba muy resfriado —se dijo Hércules Poirot—. E, indudablemente, a pesar de los medicamentos de que dispongo aquí, a mano, habría terminado, probablemente, por contagiarme su constipado. Es mejor que no venga. Tout de même —añadió con un suspiro— eso significa que me espera una velada terriblemente aburrida.
Eran muchas las veladas que pasaba aburrido ahora, pensó Hércules Poirot. Su mente, pese a funcionar espléndidamente (él no tenía la menor duda acerca de tal extremo), requería determinados estímulos externos. Nunca se había hallado en posesión de un cerebro filosófico. Había momentos en que casi se arrepentía de no haberse dedicado al estudio de la Teología en vez de incorporarse a las fuerzas policíacas en su juventud. ¿Qué número de ángeles podía danzar en la punta de una aguja? Habría sido interesante sentir que eso era lo que en realidad interesaba y discutirlo apasionadamente con un colega.
Entró su servidor, George, en la habitación.
—Era el señor Salomón Levy, señor.
—¡Ah, sí!
—Lamenta mucho no poder venir por la noche a esta casa. Se encuentra en cama, con un fuerte ataque de gripe.
—No tiene ningún ataque de gripe —manifestó Poirot—. Está resfriado, simplemente. Ahora todo el mundo se cree bajo los efectos de la gripe. Esto suena a cosa más importante. La gente, en tales casos, se muestra más afectuosa y compadecida. Lo malo del resfriado común es que no suscita las mismas consideraciones de simpatía de los amigos.
—Lo mejor que puede pasar, señor, es que no venga por aquí, después de todo —declaró George—. Esos resfriados de cabeza son muy contagiosos. No le iría a usted nada bien caer en cama con uno de ellos.
—Sería extraordinariamente tedioso —comentó Poirot.
El timbre del teléfono sonó de nuevo.
George se dirigió a la mesita en que estaba aquél.
—Yo atenderé la llamada —dijo Poirot—. Estoy seguro de que se trata de cualquier nadería. Pero de todos modos… —se encogió de hombros—. En algo hay que pasar el rato.
—Muy bien, señor —contestó George, abandonando la habitación.