—Notable… ¿por qué? —inquirió Desmond.
—Se trata de un caso de percepción extrasensorial, ¿no? La chica vio cometer un crimen y al cabo de una o dos horas murió asesinada. Supongo que tuvo una breve visión del suceso. Esto da que pensar un poco. ¿Tú estás al tanto de los últimos experimentos realizados en la materia? Se habla de fijar un electrodo a la yugular de una persona… Lo he leído en alguna parte, no sé dónde.
—En estos asuntos de la percepción extrasensorial la verdad es que no se ha ido nunca lejos —contestó Nicholas, desdeñoso—. En ciertos experimentos, la gente se reparte en dos habitaciones intentando adivinar las mismas cartas o palabras. No acierta nunca. O muy pocas veces…
—Esos experimentos tienen éxito cuando los que participan en ellos son gente de pocos años. Los adolescentes resultan más eficaces que las personas adultas.
Hércules Poirot, que no abrigaba deseo de asistir como oyente a una discusión de aquel género, medió en la conversación.
—Así que, por lo que vosotros recordáis, nada ocurrió durante vuestra estancia en la casa que pudiese parecer siniestro o significativo en cualquier sentido… Quedamos en que no observasteis nada que hubiese podido pasar inadvertido a los demás…
Nicholas y Desmond guardaron silencio, frunciendo el ceño, esforzándose evidentemente por recordar cualquier dato que hubiese podido olvidárseles.
—Pues no… Allí sólo tuvimos tiempo de hacer sobre la marcha lo que se nos indicaba.
—¿Os habéis forjado alguna hipótesis?
Poirot se había dirigido a Nicholas.
—¿Hipótesis relativas a la identidad del asesino de Joyce?
—Sí. ¿No habéis descubierto nada en ningún sitio que os haya llevado a sospechar de alguien? Hablando en pura teoría. No me refiero a pruebas concretas….
—Sí, ya le comprendo. Es posible que hubiera algo en estas condiciones.
—La señorita Whittaker… —declaró Desmond, titubeante quebrando el ensimismamiento de Nicholas.
—¿La profesora? —inquirió Poirot.
—Exactamente. Es la clásica solterona. Se le van los ojos detrás de los hombres. Y luego, su profesión, eso de andar siempre entre mujeres, no la ha favorecido lo más mínimo. Tú te acordarás que hace un año o dos una de sus compañeras fue estrangulada… La mujer era un poco extraña.
—¿En qué aspecto? —quiso saber Nicholas.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Recuerdas a Nora Ambrose, la muchacha que vivía con ella? No estaba mal físicamente. La rondaban un par de amigos y a ella le disgustaba eso. Hubo alguien que aseguró que, pese a ser soltera, había tenido descendencia. Estuvo ausente unos cuantos meses, al cabo de los cuales regresó. Aquí, en este poblado, se habla de todo.
—La señorita Whittaker estuvo en el saloncito la mayor parte de la mañana. Probablemente, oyó las palabras de Joyce. No las olvidará fácilmente, ¿eh?
—Veamos… —dijo Nicholas, pedante—. Supongamos que la Whittaker… ¿Qué edad tendrá? ¿Unos cuarenta años? Irá camino de los cincuenta, seguramente… Las mujeres hacen cosas muy raras a esa edad.
Los dos muchachos se quedaron mirando a Poirot, adoptando el aire de unos sabuesos satisfechos por haber dado con algo que su amo les encomendara localizar con mucho interés.
—Apostaría cualquier cosa a que la señorita Emilyn sabe a qué atenerse con respecto a esa persona. Poco, muy poco de lo que sucede en el marco del colegio que regenta se le escapa.
—Habría hablado…
—Quizá piensa que debe serle leal sirviéndole de escudo si se tercia.
—¡Oh! No creo que esa mujer haga tal cosa. Si Elizabeth Whittaker hubiese perdido la cabeza en los últimos tiempos, lo más probable es que lo hubiesen notado las alumnas del colegio.
—¿Y qué me dice usted del nuevo sacerdote? —inquirió Desmond, esperanzado—. Pudiera estar un tanto obcecado con el tema del pecado original, el asunto de las manzanas y el agua, las otras diversiones, fruto de supersticiones aunque inocentes… Un momento, un momento. Pudiera tratarse de un chiflado. ¿No le parece una excelente idea? Supongamos que le impresionó especialmente el juego del «Snapdragon»… ¡El fuego del Infierno! ¡Unas llamas que lo devoran todo! Seguidamente, cogió de la mano a Joyce, diciéndole: «Ven conmigo, muchacha, que vas a presenciar algo interesante». Y en la habitación, le ordenó que se arrodillase delante del cubo lleno de agua, en la que flotaban las manzanas. Añadiría: «Este va a ser tu bautismo». A continuación, apoyó una mano en la nuca de la chica, obligándola a que acercara la cabeza al agua. De ahí a lo otro ya no había más que un paso… ¿Se da cuenta? Todo encaja a las mil maravillas. Allí se podía hablar de Adán y Eva, de la manzana del fuego del Infierno, del «Snapdragon», del último bautismo con la pretensión de liberar a la muchacha del pecado…
—Quizás habló de sí mismo primero con la chica —apuntó Nicholas, muy serio—. En todos estos acontecimientos cabe siempre la posibilidad de hallar una explicación de tipo amoroso, justificante de determinadas reacciones, por extravagantes que puedan parecer a primera vista.
Los dos jóvenes miraron a Poirot. Sus rostros denotaban un evidente contento.
—Perfectamente —replicó Poirot—. Vosotros, desde luego, me habéis facilitado ya algo en qué pensar.
CAPÍTULO XVI
HÉRCULES Poirot escrutó con interés la cara de la señora Goodbody. En realidad, como modelo para el rostro de una bruja resultaba perfecta. El hecho de que su dueña poseyera un carácter afable no atenuaba lo más mínimo aquella ilusión. La mujer se expresaba con toda naturalidad, pareciendo hallar un motivo de complacencia en sus propias manifestaciones.
—Pues sí, yo estuve allí… Los papeles de bruja corren siempre a mi cargo. El año pasado, el vicario me felicitó, diciéndome que había actuado tan bien que podía contar para mi siguiente representación con un sombrero de estreno. Los sombreros de las brujas se gastan, como todas las cosas de este mundo. Pues sí, yo estuve allí, como acabo de decirle… En esos casos recito siempre determinadas canciones tradicionales basadas en los nombres de pila de las chicas. Una para Beatrice, otra para Ann, etcétera. Yo soy la voz fantasmal, en tanto que los muchachos, Nicholas y Desmond, facilitan las imágenes falsas de los espejos. Todas muy puestas al día, eso sí, ya que se trata de un par de jóvenes que van muy con su época. Yo me he reído lo mío, no crea. El otro día vi a Desmond. No sé si me creerá si le explico su indumentaria de aquella jornada. Vestía una chaqueta color de rosa y unos pantalones ajustadísimos. ¿A dónde vamos a llegar? Fíjese en las chicas… No hacen más que subirse las faldas. ¿Y qué logran con ello? A medida que suprimen tela por arriba han de pensar en cubrir por abajo. Ya llevan medias que les llegan a la cintura, y pantalones estrechísimos… Se gastan en estos extravagantes caprichos hasta sus últimos peniques.
»Los chicos quedan peor que las muchachas en este terreno de la extravagancia. A mí me dan la impresión algunos de encontrarme ante un martín pescador, ante un pavo real o un ave del paraíso. Y eso que a mí siempre me ha gustado el color, por lo cual me agradan muchísimo los trajes de época, que puedo admirar a mi antojo en las películas históricas. Ya sabe a lo que me refiero: encajes, rizos, pelucas, sombreros de copa y todo lo demás. Entiendo que esas cosas ya pasadas realzaban la belleza de las chicas, entonces se podían poner todo lo que se les antojaba ya que todo les estaba bien. Tendían a recargar y no a suprimir como ahora. Mi abuela me hablaba con frecuencia de las batas que había llevado, ella como sus amigas, hasta los tobillos… Las jóvenes de entonces eran más recatadas y los hombres se sentían tan atraídos por ellas como ahora. O más, mejor dicho… Es natural que el misterio, ¿eh…?
»Presté a la señora Drake mi bola de bruja para que la usara en su reunión. La compré en un saldo, no sé dónde. Ahí la puede ver usted ahora, colgando junto a la chimenea. Me agrada su tono azul marino, muy brillante.