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Ariadna juzgó que la visitante era una de esas personas que necesitan dar unos cuantos rodeos antes de ir al grano. La mujer se sentó para continuar retorciéndose las manos, todavía enfundada en los blancos guantes.

—¿Hay algo que le preocupa a usted mucho? —aventuró la señora Oliver recurriendo a lo primero que se le ocurrió para animarla a hablar.

—Pues… Quisiera un consejo de usted… Se trata de algo que sucedió hace algún tiempo. En aquellos momentos, no me sentí nada preocupada. Pero ya sabe usted lo que pasa… Se piensa en ciertos detalles y una desearía conocer a alguien a quien recurrir para hacerle unas preguntas…

—Ya —contestó la señora Oliver, esperando llegar a inspirar confianza con tan lacónica contestación.

—Viendo las cosas que han sucedido últimamente, nunca se sabe…

—¿Se refiere usted a…?

—Me refiero a lo sucedido en esa reunión de la víspera de Todos los Santos. Lo de la fiesta demuestra que no todas las personas que habitan en este sector residencial son dignas de confianza. Y que las cosas de antes no eran como una las veía o se las figuraba. Quiero decir que pudieran no haber sido como se las imaginara una… No sé si me entenderá…

—Sí, sí —repuso la señora Oliver, imprimiendo a los dos monosílabos una inflexión de duda—. Me parece que ignoro todavía su nombre —declaró.

—Soy la señora Leaman. Me dedico a hacer faenas de limpieza en algunos hogares de por aquí. Hago esto desde que mi esposo murió, cinco años atrás. Trabajé para la señora Llewellyn-Smythe, la dama que vivía en Quarry House. Precedió allí al coronel y a la señora Weston. No sé si llegó usted a conocerla…

—No. No llegué a conocerla. He estado por vez primera en Woodleigh Common ahora.

—Entendido. Bien. Usted no sabrá entonces mucho acerca de lo que ocurría en aquella época, ni de lo que se decía…

—Desde mi llegada a este poblado he oído referir muchas cosas —aclaró la señora Oliver.

—Fíjese… Yo no entiendo de leyes y siempre que he tenido que ver con ellas me he sentido preocupada. Estoy pensando en los abogados… Éstos pueden enredarlo todo y a mí no me gustaría tener relación con la policía. Tratándose de un asunto legal no tendrá que ver nada con aquélla, ¿verdad?

—Quizá no —repuso la señora Oliver, cautamente.

—Usted está enterada tal vez de lo que se dijo sobre el codicilo… ¿Se dice así? ¿Codicilo? Es un nombre tan raro…

—El codicilo, sí. Una especie de apéndice de un testamento —explicó la señora Oliver, con toda clase de detalles.

—Así es. A eso quería referirme. La señora Llewellyn-Smythe redactó uno de esos codi… cilos, dejando su dinero a la muchacha extranjera que la cuidaba. Fue una sorpresa eso, ya que la anciana tenía parientes directos aquí, aparte de que había venido aquí para vivir cerca de ellos. Habíase mostrado siempre muy afectuosa con los mismos, con la señora Drake en particular. A la gente le extrañó aquello, desde luego. Y posteriormente, los abogados comenzaron a formular comentarios. Alegaron que la señora Llewellyn-Smythe no era la autora del codicilo… que había redactado el documento la chica extranjera. Sólo así se explicaba que todo el dinero de la anciana fuese a parar a sus manos. Se afirmó que los tribunales iban a aclarar el misterio… que la señora Drake denunciara el testamento, pretextando que era falso…

—Los abogados iban a rechazar el testamento, en efecto. Sí, creo que he oído hablar de eso por aquí — manifestó la señora Oliver, empeñada en animar a la mujer a ser más explícita en sus declaraciones—. Y usted me imagino que sabe algo acerca del tema…

—Yo no he querido causar a nadie molestias o daños… —declaró la señora Leaman.

Exteriorizó una especie de quejido con el cual se había familiarizado la señora Oliver unos minutos atrás.

Pensó que la señora Leaman era una mujer en la que no se podía confiar, quizá.

Lo más seguro era que se tratara de una entrometida, una de esas personas que gustan de escuchar detrás de las puertas.

—Yo no dije nada en su día, porque no sabía en realidad a qué atenerme. Pero le confiaré que todo aquello me pareció raro; admitiré también, puesto que me encuentro ante una señora comprensiva, que yo ansiaba enterarme de la verdad. Trabajé para la señora Llewellyn-Smythe durante algún tiempo y una ansía conocer cómo sucedieron las cosas.

—Es lógico —indicó la señora Oliver.

Hubo una pausa en la conversación, llena de baches, que la señora Oliver se esforzaba por salvar.

—Bien —dijo aquélla—. Me estaba usted hablando del codicilo…

—Cierto día, la señora Llewellyn-Smythe no se encontraba muy tranquila… Nos pidió que entráramos en la habitación en que se encontraba, estoy hablando de mí y del joven Jim, que cuidaba del jardín, que partía la leña y hacía otros menesteres parecidos.

»Entramos, pues, en la estancia, y ella no tardó en ponerse delante de unos papeles, sobre una mesa. Volvióse hacia la muchacha extranjera (a la señorita Olga, como todos la llamábamos), diciéndole: “Tú debes salir de la habitación ahora, querida, ya que no es conveniente que te mezcles con lo que voy a hacer a continuación”. Bueno, si sus palabras no fueron éstas, diría algo parecido.

»Habiendo salido de la estancia la señorita Olga, la señora Llewellyn-Smythe, nos ordenó que nos acercáramos a ella, al tiempo que decía: “Este es mi testamento”. Luego añadió: “Voy a escribir algo en esta hoja de papel y deseo que vosotros seáis testigos de lo que anoto con mi firma al pie”. Empezó, pues, a escribir… Fueron dos o tres líneas. Firmó. Seguidamente, se dirigió a mí en estos términos: “Ahora, señora Leaman, va usted a estampar su nombre aquí. Su nombre y sus señas”. A Jim le hizo idénticas indicaciones. Al final insistió en resaltar lo que habíamos hecho, dándonos las gracias por haberla atendido.

»Jim y yo nos fuimos. No pensé más en aquello. Me causó extrañeza, eso fue todo. Todo sucedió al volver yo la cabeza, en el instante de abandonar aquella habitación. La puerta no cerraba muy bien… Había que dar un pequeño tirón. Era lo que estaba haciendo cuando… Yo no estaba realmente mirando… ¿Me entiende?

—Me parece que lo entiendo perfectamente —respondió la señora Oliver, en un tono de voz que no la comprometía mucho.

—Entonces vi a la señora Llewellyn-Smythe abandonar su asiento… Padecía de artritis y experimentaba unos dolores muy fuertes cuando hacía algunos movimientos. La anciana se aproximó a una estantería, de la que sacó un libro, colocando el papel que firmara, convenientemente alojado en un sobre dentro del volumen. Tratábase de un libro grande, que se hallaba en uno de los estantes inferiores. Aquél volvió a ocupar el mismo sitio… Bueno, pues no volví a pensar en aquello. Es verdad. Pero cuando sucedió todo ese embrollo… Bien. Me sentí, desde luego… Al menos yo creí…

La señora Leaman se quedó callada de pronto.

Ariadne Oliver tuvo una de sus útiles intuiciones.

—Pero, seguramente —aventuró—, usted no esperaría mucho tiempo…

—Seré sincera: sí que esperé. He de admitir que mi curiosidad era grande. Hasta cierto punto, estaba justificada, ¿no? Siempre que se firma algo, la persona interesada quiere saber qué es lo que ha atestiguado. Es la naturaleza humana…

—En efecto, en efecto —declaró la señora Oliver, pensando que la curiosidad era uno de los elementos más importantes componentes de la humana naturaleza de la señora Leaman.

—Al día siguiente, la señora Llewellyn-Smythe se trasladó a Medchester… Me dediqué a arreglar su dormitorio, cómo siempre. Luego pensé: «Bien. Es necesario que estés al tanto de lo que has firmado». Esto era como leer la letra menuda en ciertos documentos.

»Me dije también que no causaba daño alguno a nadie con mi decisión. No era lo mismo que apoderarse de una cosa ajena. Convencida de que obraba normalmente, empecé a repasar los estantes en que se alineaban los libros. Andaban necesitados de un poco de plumero, de todas maneras. Localicé el que buscaba. Era un viejo libro, de gran tamaño, de la época victoriana. Encontré, asimismo, el sobre que contenía el papel plegado…