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—Bueno. Muchas gracias por todo. Ya me habían dicho que era usted una señora muy amable. Veo que no me han engañado y le quedo muy reconocida de antemano.

La mujer se puso en pie, calzándose los guantes blancos de algodón, que no había cesado de retorcer angustiada cuando pasara tantos apuros para explicarse. La señora Leaman hizo un gesto de asentimiento a medias o pequeña reverencia y se alejó de la casa a buen paso.

Ariadne Oliver aguardó a que Poirot se le acercara.

—Venga para acá —le dijo—. Siéntese. ¿Qué le ocurre? Parece hallarse usted cansado.

—Los pies me duelen horriblemente —manifestó Hércules Poirot.

—La culpa es de esos terribles zapatos de charol que calza —aseguró la señora Oliver—. Tome asiento y descanse. Dígame todo lo que ha venido aquí a comunicarme que yo le contaré a continuación algo que es bastante probable que le deje sorprendido.

CAPÍTULO XVIII

POIROT se sentó, estirando las piernas. Seguidamente exclamó:

—¡Ah! Esto ya es otra cosa.

—Quítese los zapatos —le recomendó la señora Oliver—. Todavía se encontrará más a gusto.

—No, no. Yo no puedo hacer tal cosa.

Poirot parecía hallarse impresionado ante la posibilidad de seguir el consejo de la señora Oliver.

—¿Por qué no? Nosotros nos conocemos desde hace mucho tiempo —alegó Ariadne Oliver—, y a Judith si llega a salir de la casa, y le ve, esto le tendrá sin cuidado. Permítame que le diga una cosa: no debiera usar zapatos de charol en pleno campo. ¿Por qué no se procura unos de piel de ante? Repare en el calzado tan cómodo que emplean los «hippies»… Se deslizan casi por sí solos en los pies y no hay ni que pensar en limpiarlos. Cualquiera diría que se limpian por algún proceso natural. Se trata de uno de tantos inventos que tienden a ahorrar esfuerzos.

—¡Oh! Eso no me llama la atención, de veras.

La señora Oliver empezó a deshacer uno de sus paquetes sobre la mesa.

—Lo peor de usted es que insiste en ser un hombre elegante. A usted le preocupan más sus ropas, su bigote y su aspecto, en general, que el hecho de sentirse cómodo, a gusto. Cuando, realmente, la comodidad personal es lo más grande que hay. Rebasados los cincuenta años, digamos, la comodidad es lo único que interesa.

—Madame, chère madame: me parece que no estoy muy de acuerdo con usted en tal aspecto.

—Pues haga un esfuerzo y créame —respondió la señora Oliver—. De lo contrario, le toca a usted sufrir mucho. Y la cosa irá empeorando año tras año.

La señora Oliver extrajo del paquete una caja de vivos colores. Después de quitarle la tapa, cogió una pequeña porción de su contenido, llevándoselo a la boca. Finalmente, se chupó los dedos. Luego, se los secó con un pañuelo, murmurando:

—Pegajoso…

—¿Es que ya no come usted manzanas? ¡La he visto tantas veces con su bolsa de manzanas, comiendo manzanas o derramándolas por la acera!

—Voy a confiarle una aspiración mía: no quiero volver a ver una manzana en mi vida. No. Las manzanas me inspiran un odio feroz. Es posible que llegue un día en que me sobrepondré a esto, pero de momento…

—¿Y qué es lo que come ahora?

Poirot examinó la alegremente coloreada tapa de la caja, adornada con una palmera.

—¡Ah! Son dátiles… Le ha llegado el turno a los dátiles.

La señora Oliver cogió uno, llevándoselo a la boca. Habiéndole quitado el hueso, lanzó éste hacia un matorral próximo y continuó masticando.

Dates[*] —comentó Poirot—. Es extraordinario.

—¿Qué es lo que tiene de extraordinario esta fruta? Es del gusto de mucha gente

—No, no. Me refería a eso. Lo extraordinario radica para mí en que me hable de… dates.

—¿Por qué?

—Porque nuevamente, una vez más, usted me señala la ruta a cubrir, el chemin que debo tomar o que debía haber tomado… Usted me ha señalado oí rumbo. Fechas, hasta este momento yo no me había dado cuenta de la importancia que tienen las fechas en este asunto.

—No logro ver que las fechas tengan una relación tan interesante con lo que ha sucedido aquí. Quiero decir que no hay implicado un tiempo real. Todo ocurrió… hace cinco días solamente.

—Ese episodio tuvo lugar hace cinco días. Sí. Eso es muy cierto. Pero para todo lo que suceda ahí tiene que haber un pasado. Un pasado que se incorpora ahora al día de hoy, pero que existió ayer, o el mes pasado, o el año anterior. El presente se halla casi siempre enraizado en el pasado. Hace un año, dos, tres, quizá, fue cometido un crimen. Una niña lo presenció. Por el hecho de haber visto la niña cometer el crimen en determinada fecha, que queda bastante atrás, aquélla murió. ¿No es así?

—En efecto. Así es. Es lo que me supongo, al menos. Pudiera no haber ocurrido lo que nos figuramos, también. Todo pudiera ser obra de un perturbado mental, de alguien que disfruta matando a la gente, de alguien que cree que con el agua sólo se puede jugar a base de mantener la cabeza de una criatura sumergida en ella… Para un loco, ése podía constituir el número más atractivo entre los diversos esparcimientos de una reunión juvenil.

—Madame: estoy seguro de que no fue precisamente esa creencia lo que la llevó a pensar en mí.

—No, efectivamente —reconoció la señora Oliver—. No me gusta lo que husmeo aquí. No me gustó desde un principio.

—Estamos de acuerdo. Y cuando a uno no le gusta algo lo inteligente es que se esfuerce por averiguar el porqué. Yo me estoy esforzando de veras, aunque pudiera ser que no fuese eso lo que usted piensa.

—¿Alude a lo de ir de un lado para otro charlando con la gente, enterándose de si ciertas personas son amables o no, haciéndoles continuas preguntas?

—Exactamente.

—¿Y a qué conclusiones ha llegado hasta ahora?

—He recogido algunos hechos —contestó Poirot—. Hay hechos que en su momento serán encajados en sus sitios respectivos mediante las fechas correspondientes, por decirlo de alguna manera.

—¿Eso es todo? ¿Qué otras cosas ha averiguado?

—Que nadie cree en la veracidad de las declaraciones de Joyce Reynolds, por ejemplo.

—¿Cuando dijo que ella había sido testigo de un crimen? Yo la oí…

—Sí. La chica declaró eso. Pero nadie cree que sea verdad lo que afirmó. Así, pues, lo más seguro es que la gente acierte. En resumen: que la chiquilla no vio nada de lo que explicó.

—Saco la impresión yo ahora de que sus hechos le llevan a retroceder en lugar de mantenerle en el mismo punto o hacerle avanzar.

—Hay que procurar encajar esos hechos, amiga mía. Hablemos de uno de ellos, de la falsificación, por ejemplo… Todo el mundo explica que una joven extranjera, una chica au pair, se entregó de tal manera en el servicio de una viuda anciana y muy rica que logró que la mujer redactara un documento, o codicilo, dejándole a ella toda su fortuna. ¿Falsificó la muchacha el testamento? ¿Hizo este trabajo alguien por la chica?

—¿Quién pudo hacer tal labor por ella?

—Hubo en este poblado otro falsificador. Hubo alguien que una vez fue acusado de tal. Pero por tratarse de una primera infracción pudo escapar del embarazoso asunto.

—¿Habla usted de un nuevo personaje? ¿Conocido por mí?

—No, usted no lo conoce. Murió ya.

—Hace un par de años, aproximadamente. Todavía no conozco la fecha exacta. La conoceré. Fue una persona que vivió en este sector residencial. A causa de una cuestión de faldas que suscitó celos y excitó otros sentimientos, fue apuñalado, falleciendo a resultas de las heridas. Tengo una idea: existen unos sucesos separados que pudieran estar relacionados entre sí más estrechamente de lo que se advierte en principio. No pretendemos cogerlos todos… Probablemente, la conexión mutua se da en varios tan sólo.