—Se me antoja sumamente interesante lo que usted dice, pero si he de ser sincera, debo decir que en estos momentos no logro ver…
—A mí me pasa lo mismo, querida —contestó Poirot—. Me figuro que las fechas pueden constituir una gran ayuda. Nos interesa conocer fechas de ciertos episodios en los que tomó parte determinada gente… ¿Qué le ocurrió a ésta? ¿Qué estaba haciendo allí? Todo el mundo piensa que la joven extranjera falsificó el testamento y lo más seguro es que todo el mundo tenga razón. Ella era la única persona que podía salir beneficiada con este paso, ¿no? Espere… espere…
—¿Qué es lo que tengo que esperar? —murmuró la señora Oliver.
—Acaba de cruzar una idea por mi cabeza —explicó Poirot.
La señora Oliver suspiró, llevándose otro dátil a la boca.
—¿Regresa usted a Londres, madame?
—Me iré pasado mañana —contestó Ariadne Oliver—. No puedo seguir aquí más tiempo. Se me está amontonando el trabajo en casa.
—Dígame: ¿dispone en su piso de una habitación reservada para huéspedes? Se ha mudado de casa tantas veces en los últimos tiempos que no recuerdo la disposición de su vivienda.
—Nunca me ha gustado admitir la existencia de esa habitación públicamente —declaró la señora Oliver—. Si usted quiere ganársela no tiene más que proclamar que dispone de una estancia en su piso de la capital destinada a los compromisos… Entonces es muy fácil que empiece a recibir cartas de sus amigos y conocidos (conocidos suyos y de algún pariente en tercer grado también), rogándole la cesión del preciado refugio por una noche, cuando menos. Yo pienso en que hay siempre sábanas por lavar y fundas de almohada por sustituir… Luego viene lo del té por las mañanas, seguido de alguna que otra comida. En consecuencia, lo de la habitación de reserva para los huéspedes es uno de mis secretos mejor guardados. Mis amigos de verdad terminan por pasar por mi casa, es decir, la gente que yo quiero realmente ver. Con los otros… todo es distinto. Siempre me ha gustado hacer un favor a cualquiera, pero eso de que me usen de comodín…
—A todos nos pasa lo mismo —manifestó Hércules Poirot—. Es usted sumamente precavida.
—Bueno, ¿y a qué viene eso?
—De ser necesario, ¿podría usted hacerse cargo de uno o dos huéspedes?
—Sí que podría —indicó la señora Oliver—. ¿A quién o quiénes desea que aloje en mi casa? De usted no se trata, sin duda. Usted ya dispone de un piso espléndido. Recuerdo que es un piso ultramoderno, muy abstracto, todo a base cuadros y cubos.
—Es que quizá tengamos que adoptar una sabia precaución.
—Que afecta… ¿a quién? ¿Es que va a ser asesinado alguien más?
—Confío en que no se llegue a eso. Rezo porque no ocurra nada de este tipo… Ahora, cabe tal posibilidad de que suceda.
—¿En quién está usted pensando? ¿En quién? No comprendo…
—¿Hasta qué punto cree conocer a su amiga?
—La verdad es que no la conozco muy bien. Simplemente: simpatizamos en el curso de un «tour» y empezamos a ir juntas de un lado para otro. Encontré en ella, en su carácter, algo que me interesó, que atrajo mi atención, era diferente de otras personas…
—¿Usted cree que podría utilizar a esa mujer como personaje de una de sus obras?
—No sabe usted lo que me disgusta esa pregunta. Me la han hecho mil veces. No hay nada de eso. La gente que yo trato todos los días, la gente que yo conozco, no pasa jamás a mis libros.
—Puntualicemos, madame. Usted no hará pasar a las páginas de sus novelas aquellas personas que conoce… Pero sí irán a ellas algunas de las que ve accidentalmente.
—Cierto —repuso la señora Oliver, tras unos momentos de reflexión, dedicados a considerar las últimas frases de Hércules Poirot—. En ocasiones, es usted un excelente adivino. Estas cosas suceden de la manera siguiente: una ve a una señora en un autobús, devorando un bollo; sus labios no cesan de moverse… Entonces yo, a lo mejor, me la imagino confiando unas palabras al oído de alguien, rumiando una conferencia telefónica que piensa hacer, o planeando el texto de una carta que se propone escribir.
»A continuación viene lo de fijarse en ella y ponerse a estudiar sus zapatos y el vestido, y el sombrero; se pretende adivinar su edad y se escrutan las manos para ver si lleva en un dedo el anillo de desposada; se profundiza en otros detalles… Finalmente, una abandona el autobús. No se aspira a ver a la mujer de nuevo… Pero he aquí que una empieza a planear un argumento relativo a una señora Carnaby, quien se dirige a su casa en un autobús, después de haber sostenido una rara entrevista con alguien en el interior de una pastelería, en el transcurso de la cual le recordaron a una persona que solamente viera una vez, de cuya muerte había oído hablar, pero que en realidad sigue viviendo, al parecer.
La señora Oliver hizo una pausa para respirar a sus anchas.
—Mi querido Poirot: tengo que decirle que todo esto es rigurosamente cierto. Poco antes de abandonar Londres estuve sentada en el interior de un autobús delante de determinada persona… ¡Oh! Aquí dentro —agregó la señora Oliver dándose una palmada en la frente—, anda cociéndose la historia ya. Veo la secuencia completa, lo que ella va a contestar, si va a correr algún peligro o el peligro será para otra mujer. Me parece que conozco ya su nombre completo. Veamos… Constance. Constance Carnaby. Solamente una cosa podría echarlo todo a perder.
—¿Qué cosa?
—Todo se iría a pasear, Poirot, si yo volviese a ver a la mujer en otro autobús, si le hablara, si me hablara ella, si yo empezara a tener noticias directas de su persona.
—Ya, ya. El argumento ha de ser suyo, ¿no? Exactamente igual que el personaje. La criatura literaria ha de nacer de usted. Usted ha de forjarla, comprenderla, saber cómo siente, animarla… El estímulo partió de un ser humano vivo, auténtico, real. Pero si usted llega a hacer averiguaciones sobre él… Bien. Entonces ya no habrá historia, ¿eh?
—Exactamente —corroboró la señora Oliver—. Con respecto a lo que estaba usted diciendo sobre Judith, he de decirle que nosotras pasamos juntas muchas horas durante el crucero, visitando lugares curiosos. Sin embargo, no llegué a conocerla muy bien, no ahondé mucho en su carácter. Es viuda. Al morir su esposo se quedó sola con su hija, Miranda, a quien usted ya conoce.
»Debo confesarle que madre e hija me han hecho sentir impresiones muy extrañas. Instintivamente, veo en ellas a dos personajes importantes, como si hubiesen estado mezclados en algún drama apasionante. No quiero conocer los detalles del drama en cuestión. Nada quiero que me digan acerca de él. Deseo pensar únicamente en el tipo de conflicto en que a mí me gustaría ver a esas personas.
—Ya. Veo a dos candidatas al ingreso en las páginas del próximo «best-seller» de Ariadne Oliver.
—Es usted muy rudo en ocasiones —manifestó la señora Oliver—. Le da usted a todo eso un tono vulgar —la señora Oliver se quedó pensativa—. Quizá lo sea.
—No, no. Nada vulgar. Es humano exclusivamente.
—¿Y usted quiere que yo invite a Judith y a Miranda a trasladarse a mi piso de Londres?
—Todavía no —replicó Poirot—. Primero he de asegurarme de que ando en lo cierto con una de mis pequeñas ideas.
—¡Vaya con sus pequeñas ideas! Bien. Tengo noticias que darle.
—Madame: me encantaría saber de qué se trata.
—No sé si le encantarán, verdaderamente. Probablemente, alterarán su composición de lugar. Supongamos que le digo que la falsificación de que tanto le han hablado no era tal falsificación…
—¿Qué está usted diciéndome?
——La señora Smyth, o como se llamara, redactó un codicilo, un apéndice de su testamento, dejando toda su fortuna a la joven extranjera que la servía. La anciana firmó el documento y también estamparon sus firmas en el papel dos testigos, uno en presencia del otro. A ver… Acérquese eso al bigote y husméelo… ¿Le sugiere algo?