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—Por fin te he encontrado. Viniste para que te hiciesen un retrato a lápiz, ¿no es así?

Ella denegó moviendo la cabeza.

—No vine aquí por eso. Fue una casualidad…

—Sí —confirmó Michael Garfield—. Fue una casualidad… A veces tiene uno rachas de suerte.

—¿Querías dar un paseo por tu jardín favorito, sencillamente?

—En realidad, iba en busca del pozo.

—¿Hablas de un pozo?

—Hubo un pozo «de los deseos» en este bosque…

—Piensa que esto fue en otro tiempo una cantera. No sé de pozos de esa clase ni de ninguna otra en las canteras normales.

—La cantera estuvo rodeada siempre por un bosque. Hubo árboles por aquí. Michael sabe dónde está el pozo, pero no ha querido decírmelo.

—Te resultará más divertido buscarlo, niña —manifestó Michael Garfield—. Especialmente, por el hecho de no estar muy segura acerca de su existencia.

—La señora Goodbody sabe todo lo que se puede saber sobre este asunto.

Miranda agregó:

—La señora Goodbody es una bruja.

—Muy cierto —declaró Michael—. Es la bruja local, monsieur Poirot. Usted ya sabe que en la mayor parte de los pueblos suele haber una bruja. No siempre se las llama así, pero todo el mundo sabe a qué atenerse… Estas mujeres predicen el futuro, impulsan el crecimiento de unas begonias, prohíben a la vaca de un granjero que siga dando leche y hasta administran o ceden pociones amorosas…

—Era el pozo de los deseos —dijo Miranda—. La gente venía aquí y formulaba los suyos. Tenían que darle tres vueltas al revés y se encontraba en la ladera de una elevación, por lo cual la maniobra no era tan fácil como parece a primera vista —Miranda miró más allá de Poirot y Garfield—. Acabaré localizándolo, aunque nadie me dé una orientación. Está aquí, en alguna parte… Fue sellado, ha informado la señora Goodbody. ¡Oh! Años atrás cayó en él un niño… Han podido caer en él otras personas posteriormente…

—Bueno, sigue pensando así —recomendó Michael Garfiled—. Es una leyenda local muy buena… Ahora, he de indicarte que hay un pozo semejante al citado, en Little Belling.

—Pues sí —repuso Miranda—. Lo sé todo acerca de ése. Es muy corriente. Todo el mundo sabe dónde para, lo cual lo echa todo a perder. La gente arroja monedas al interior de él… Ni siquiera tiene agua, de modo que no se produce ni el más leve chapoteo.

—Chica, lo siento.

—Le pondré al corriente cuando encuentre el mío —aseguró Miranda.

—No debes dar crédito siempre a todo lo que te asegure una bruja. Yo no creo que cayera ninguna criatura en el pozo en cuestión… Supongo que sí caería al mismo algún gatito, ahogándose.

Ding, dong dell,, pussy’s in the well —recitó Miranda, levantándose—. Tengo que irme ahora. Mi madre estará esperándome.

La niña se deslizó cuidadosamente por encima de la roca en que estaba, sonrió a los dos hombres y se alejó.

Ding, dong dell —repitió Poirot, pensativo—. Uno cree lo que quiere creer, Michael Garfield. ¿Estaba en lo cierto la chica o no estaba en lo cierto?

Michael Garfield contempló caviloso a su interlocutor. Luego sonrió.

—Está en lo cierto —replicó—. Hay un pozo y se encuentra sellado, como ella declaró. Supongo que resultaría peligroso. No creo que fuese nunca el clásico y fantástico «Pozo de los deseos». Me figuro que la señora Goodbody habrá hablado más de la cuenta. También hay un árbol de los deseos. Lo hubo al menos. Es uno de los abedules de la ladera. La gente le daba tres vueltas caminando hacia atrás, formulando luego un deseo.

—¿Y qué fue de él? Ya no hay nadie que vaya a darle vueltas, ¿eh?

—No. Me parece que fue derribado por un rayo hace unos seis años. Lo partió en dos.

—¿Habló usted con Miranda de eso?

—No. Pensé que era mejor que concentrara su atención en el pozo. El abedul, de todos modos, podría proporcionarle menos diversiones.

—Tengo que continuar mi camino —advirtió Poirot a su interlocutor.

—¿Va usted a casa de su amigo el policía?

—Sí.

—Da usted la impresión de estar cansado.

—Es que, en efecto, lo estoy —contestó Hércules Poirot—. Me siento extraordinariamente cansado.

—Se sentiría más cómodo si calzara zapatos de lona o sandalias.

—Ah, ça non.

—Le entiendo. Le preocupa su aspecto exterior —Michael estudió a Poirot con detenimiento—. El tout ensenble es muy bueno. Tengo que aludir de una manera muy especial a su soberbio bigote.

—Me satisface mucho que haya reparado en él —contestó Poirot.

—¿Y quién es el que podría dejar de advertirlo?

Poirot hizo una pausa. Luego dijo:

—Al referirse a su dibujo usted declaró antes que lo hacía porque deseaba recordar a Miranda. ¿Significa eso que se marcha de este lugar?

—Pensaba en ello, sí.

—No obstante, usted se me ha antojado bien placé, ici.

—Y no se ha equivocado. Dispongo de una casa para vivir, una casa de reducidas dimensiones, pero proyectada por mí mismo. También he de decir que tengo mi trabajo, si bien me resulta menos satisfactorio que en otra época. En consecuencia, me asalta una inquietud cada vez más creciente.

—¿Por qué le parece su trabajo ahora menos satisfactorio?

—Porque la gente me obliga a cada paso a hacer las barbaridades más atroces. Hay gente que aspira a mejorar sus jardines; otros compran un trozo de tierra y levantan una casa en él, solicitando un proyecto de jardín…

—¿No está trazando el de la señora Drake?

—Eso quiere ella. Le hice algunas sugerencias que creo que le agradaron. Pero esa mujer —añadió Michael Garfield, pensativo—, no me inspira mucha confianza.

—¿Opina que no le dejará llevar a cabo lo que usted se propone?

—Opino que hará lo que quiera y que aunque se sienta atraída por las ideas que le he esbozado, cuando menos me lo piense saltará con algo distinto e inesperado. Solicitará, quizás, algo utilitario, caro, ostentoso… Jugará conmigo. Insistirá en que sean llevadas a la práctica sus sugerencias. Yo me opondré y entonces reñiremos. Lo mejor sería que me fuese de aquí antes de que se produjera esa riña. Lo que acabo de decirle de la señora Drake es válido para otras vecinas. Yo soy, profesionalmente, conocido. No tengo necesidad de establecerme en un sitio determinado. Creo que daré con un paraje que sea de mi agrado dentro de Inglaterra. Quizás algún atractivo rincón de Normandía o Bretaña…

—Cualquier sitio donde pueda usted ayudar a la Naturaleza, mejorarle, le sirve, ¿no? Usted busca un lugar donde poder experimentar sus ideas, donde poder hacer cosas extrañas, donde dar vida a vegetaciones desconocidas en el ambiente, donde no haya que temer los rigores del sol ni de la nieve… Usted busca, tal vez, una tierra en la que poder sentirse Adán… ¿Siempre fue usted un hombre inquieto?

—Nunca estuve en ninguna parte mucho tiempo.

—¿Ha visitado Grecia?

—Sí. Y me agradaría visitarla de nuevo. ¿Ve? Allí podría existir para mí una labor en perspectiva: un jardín en la ladera de una de las elevaciones del país. Podrían prosperar los cipreses y no muchos más árboles allí. Una extensión rocosa y estéril. Sin embargo, deseándolo, ¿qué es lo que no se puede hacer?

Un jardín para que paseen por él los dioses…

—Sí. Usted es un lector consciente, de buena memoria, además, monsieur Poirot.

—Quisiera serlo. Y me gustaría saber muchas cosas que en la actualidad desconozco.

—Está hablándome ahora de algo completamente prosaico, ¿no?

—Desgraciadamente, así es.

—¿Piensa en algún delito? ¿De qué clase? ¿Incendio premeditado, asesinato? ¿Se ha acordado de alguna muerte repentina?

—Más o menos… No sé que haya considerado lo del incendio… Dígame, señor Garfield… Usted lleva aquí ya bastante tiempo. ¿Llegó a conocer en este poblado a un joven llamado Lesley Ferrier?