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—¿Quién era él?

—Leopold. Leopold… La criatura que ha sido asesinada ahora. Y ya ve usted, yo pensé que, ¡oh, qué equivocación, qué equivocación tan terrible! Si yo se lo hubiera dicho a usted, quizá… quizás habría hecho averiguaciones, descubriendo qué había realmente tras aquel episodio…

—¿Usted cree? —preguntó Poirot—. ¿Se figuró usted que Leopold había matado a su hermana? ¿Es eso lo que usted pensó?

—Sí, eso es lo que pensé. No en aquellos momentos, desde luego, porque yo no sabía que ella hubiese muerto. Pero recuerdo la rara expresión de su rostro. Siempre me había parecido un niño un tanto raro. Lo ha sido siempre, realmente. Es decir, lo fue…

»Pensé: “Bueno, ¿y por qué sale Leopold de la biblioteca ahora, en lugar de encontrarse en la habitación en que se lleva a cabo el episodio del «Snapdragon»? ¿Qué ha estado haciendo que tiene una cara tan rara?”. Supongo que me alteró bastante la expresión de su faz. En un torpe movimiento, se me escapó el jarrón de entre las manos. Elizabeth me ayudó en la tarea de recoger los fragmentos de vidrio. Regresé al sitio en que se llevaba a cabo el juego del «Snapdragon» y ya no volví a pensar en aquello. Hasta que encontramos el cuerpo de Joyce. Y entonces fue cuando reflexioné, diciéndome…

—Usted pensó en Leopold como el autor del crimen.

—Sí, sí. Es lo que pensé. Me dije que quedaba explicado así su sorprendente gesto. Pensé estar en el secreto de todo lo sucedido. Sabía ya a qué atenerme. A lo largo de mi existencia he tenido que reflexionar mucho y casi siempre, de resultas de ello, sé elegir el camino más seguro. ¡Ah! Pero yo, como todo el mundo, a veces me equivoco, naturalmente.

»Su muerte, ahora, da a entender algo completamente distinto de la primera interpretación. El chico pudo haber entrado en aquella estancia, encontrando a su hermana, muerta, lo cual le produciría una tremenda impresión, sintiendo enseguida una oleada de pánico. Quiso salir del cuarto sin que nadie le viera. Al mirar hacia arriba me descubriría a mí y volvería rápidamente a la biblioteca. Cerró la puerta, aguardando para salir a que el vestíbulo se encontrase desierto. Él no mataría a la chiquilla. No. El susto que denotaba procedía de haber encontrado inesperadamente su cadáver.

—¿Y por qué calló usted? Usted no reveló la identidad de la persona que había visto, ni siquiera tras el descubrimiento del cadáver.

—No. No podía… Es… era muy joven. Diez… Once años, todo lo más, tendría. Pensé que no era posible que se hubiese dado cuenta cabal de lo que había hecho. Toda la culpa no era imputable a él. Moralmente, quizá, no fuera responsable. Había sido siempre muy raro y me dije que existía la posibilidad de lograr algún tratamiento adecuado para variar su modo de ser. No se podía dejar todo en manos de la policía. No podía ser enviado a los sitios de costumbre en estos casos. Un tratamiento psicológico especial, bien meditado, era lo que le hacía falta a aquella criatura… Mis propósitos eran buenos, monsieur Poirot. Debe creerme. Yo no abrigaba malas intenciones.

«¡Qué palabras tan tristes! —pensó Poirot—. Son las palabras más tristes que he oído en mucho tiempo». La señora Drake debía de estar figurándose lo que pasaba por el cerebro de su interlocutor.

—Sí —insistió ella—. Procedí de ese modo porque creí que no se me ofrecía otro camino mejor. Mi intención era buena. Una cree siempre estar en el secreto de lo que más conviene a las demás personas, pero se equivoca a menudo… El desconcierto que reflejaba el rostro del muchacho debió nacer de haber visto él al criminal o de haber descubierto algún detalle, una pista, que hubiese podido llevar hasta aquél. El asesino debió de ver algo más adelante que le dio a entender que no se encontraba a salvo. Entonces se dedicó a aguardar una ocasión propicia… Finalmente, habiendo hallado al chico sólo, le ahogó en un arroyo. Así cerraba su boca para siempre. ¡Oh! Si yo hubiese hablado, si me hubiese decidido a contárselo todo a usted, o a la policía, o a cualquier otra persona del poblado… Pero creí proceder mejor de la otra manera…

Poirot había tenido la vista fija en la señora Drake, que se esforzaba por contener sus sollozos.

—Una de las cosas que he sabido —declaró—, es que el pequeño Leopold disponía de bastante dinero recientemente. Alguien debía de estar pagándole su silencio.

—Sí, pero, ¿quién? ¿Quién?

—Ya lo averiguaremos —contestó Poirot—. No tendrá que transcurrir ya mucho tiempo…

CAPÍTULO XXII

NO era peculiar en Hércules Poirot la demanda de la ajena opinión. Habitualmente, se sentía satisfecho con sus propias convicciones. Sin embargo, había veces en que hacía excepciones. Aquélla era una de éstas.

Él y Spence charlaron brevemente. A continuación, Poirot se puso al habla con un servicio de automóviles de alquiler. Otra breve conversación con su amigo y el inspector Raglan se puso en camino. Tenía que dirigirse con el coche a Londres, pero hizo un alto en plena ruta. Se dirigió luego a «Los Olmos». Anunció al conductor del vehículo que no tardaría en volver, que estaría en el edificio un cuarto de hora todo lo más. Seguidamente, solicitó ser recibido por la señorita Emilyn.

—Lamento molestarla a esta hora. Seguramente, es para usted la de la cena.

—Monsieur Poirot; no puedo sentirme molesta por su presencia aquí, si su visita es justificada.

—Es usted muy amable. Con franqueza: necesito su consejo.

—¿De veras?

La señorita Emilyn se mostró ligeramente sorprendida. Bueno, había algo más que sorpresa en su rostro: había un profundo escepticismo.

—Eso no parece estar muy de acuerdo con su manera de ser, monsieur Poirot. ¿No se siente habitualmente satisfecho con sus propias opiniones?

—Sí. Me siento satisfecho con mis propias opiniones, pero me sentiría auténticamente respaldado y tranquilo si alguien cuyo modo de pensar al respecto estuviese de acuerdo conmigo.

Ella no habló, limitándose a mirarle fijamente a los ojos.

—Sé quién es el asesino de Joyce Reynolds —manifestó Poirot—. Estoy firmemente convencido de que usted también conoce su identidad.

—Yo no diría eso —respondió la señorita Emilyn—. No lo he dicho.

—Usted no lo ha dicho, desde luego. Y tal hecho puede inducirme a pensar que se trata por su parte de una opinión solamente.

—¿De una corazonada? —inquirió la señorita Emilyn.

Su tono fue ahora más frío que nunca.

—Preferiría no verme obligado a utilizar esa palabra. Preferiría decir que usted se ha formado una opinión concreta.

—Muy bien, entonces. Admitiré que me he formado una opinión concreta. Eso no significa que esté obligada a dársela a conocer.

—Lo que yo quisiera, mademoiselle, es escribir cuatro palabras en un trozo de papel. Luego, le preguntaré si está de acuerdo con lo que yo haya anotado.

La señorita Emilyn se puso en pie. Cruzó la habitación, en dirección a su mesa, cogió un papel y se aproximó a Poirot con él.

—Ha conseguido usted despertar mi interés —manifestó—. Cuatro palabras.

Poirot había sacado de un bolsillo de su americana una pluma. Escribió algo en el papel, dobló el mismo y lo puso en manos de ella. La señorita Emilyn procedió a desdoblar parsimoniosamente la hoja, fijando la vista en su texto.

—¿Y bien?

—Por lo que respecta a dos de las palabras que figuran en el texto, estoy de acuerdo con usted, sí. En lo tocante a las otras dos, lo encuentro más difícil. Carezco de pruebas, realmente, y no se me había ocurrido la idea.

—Pero por lo que se refiere a los dos primeros vocablos…, ¿tiene pruebas concretas?