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—Yo considero que sí.

—Agua —dijo Poirot, pensativo—. Nada más oír eso, usted lo supo. Nada más oír eso, yo lo supe. Usted está segura; yo también. Y ahora —añadió Poirot—, un niño ha muerto ahogado en un arroyo, en una corriente de agua. ¿Está informada?

—Sí. Alguien me llamó por teléfono, para decírmelo. Es el hermano de Joyce. ¿En qué punto le afectaba todo?

—Deseaba dinero —declaró Poirot—. Lo logró. Y claro, cuando se presentó la oportunidad, fue ahogado…

El tono de su voz continuó siendo el mismo de momentos antes. Todo lo más, pudo advertirse en sus palabras una inflexión dura.

—La persona que me puso al corriente del episodio —manifestó Poirot—, sentía una compasión inmensa por el chiquillo. Estaba trastornada emocionalmente. Pero yo no me siento así. Es la segunda criatura de este poblado que muere. Ahora bien, su muerte no constituye un accidente. Ha sido, como tantas cosas de nuestra existencia, el resultado de sus acciones. Quería dinero y corrió un riesgo. Era inteligente, era suficientemente astuto para darse cuenta de que se enfrentaba con un riesgo… ¡Ah! Pero necesitaba a toda costa el dinero. Tenía diez años, pero la causa y el efecto es igual en cuanto a su relación que pueda serlo a los treinta, cincuenta o noventa años. ¿Usted sabe qué es lo primero que pienso en semejantes situaciones?

—Yo diría —declaró la señorita Emilyn—, que a usted le interesaba mucho más la justicia que la compasión…

—La compasión que yo pudiera sentir —indicó Poirot—, no ayudaría en nada a Leopold. Éste ya no necesita la ayuda de nadie. La justicia, si es que conseguimos que se haga justicia, usted y yo, tampoco va a servirle de nada al pequeño. Pero pudiera ser que fuese útil a algún otro Leopold, pudiera ser que lográsemos que salvasen sus vidas otros niños… Para ello tendríamos que actuar con rapidez. El asesino que ha actuado más de una vez es temible, pues ha encontrado en el crimen una especie de seguridad. Me dirijo ahora a Londres, donde me entrevistaré con ciertas personas, a fin de tratar con ellas la mejor forma de proceder. Quizás haya de esforzarme por contagiarles mis incertidumbres.

—Es posible que la tarea le resulte difícil —observó la señorita Emilyn.

—No. No lo creo. Las formas, los medios, pudieran ser difíciles, pero creo que podré convencerles al darles mi opinión sobre lo sucedido realmente. Y es que esas personas se hallan en posesión de cerebros que entienden el mecanismo de la mente criminal. Hay algo más que quisiera pedirle. Deseo conocer su opinión… Su opinión solamente. No hablemos de pruebas. Quiero saber lo que piensa acerca del carácter de Nicholas Ransom y Desmond Holland. ¿Me aconsejaría usted que confiara en ellos?

—Yo diría que esos dos muchachos son dignos de confianza. Tal es mi sincera opinión. Los dos son muy superficiales, pero se muestran así en las cosas de la vida que carecen de importancia. Fundamentalmente, están bien formados. Son chicos sanos como una manzana… sin gusanos.

—De una manera u otra, siempre acabamos volviendo a las manzanas —comentó Hércules Poirot, entristecido—. Tengo que irme ahora. Mi coche espera. Todavía he de hacer otra gestión.

CAPÍTULO XXIII

1

¿SE ha enterado usted de lo que ocurre ahora en Quarry House, en sus jardines? —preguntó la señora Cartwright, colocando en su cesta de la compra dos grandes paquetes.

—¿Se refiere usted a la zona denominada Quarry Wood? —inquirió Elspeth Mackay, a quien se estaba dirigiendo la señora Cartwright—. Pues no… No me he enterado de nada en particular.

Elspeth seleccionó un paquete de cereales. Las dos mujeres habían entrado en aquel supermercado, abierto recientemente, para hacer sus compras de la mañana.

—Se afirma que los árboles del lugar son peligrosos. Hoy llegaron dos especialistas, dos de esos hombres que trabajan con los ingenieros de montes. En una ladera de mucha inclinación hay un árbol a punto de caer al suelo. Bueno, estas cosas no son raras en tales sitios. Uno de los árboles de Quarry Wood fue alcanzado por un rayo el invierno pasado… El caso es que los hombres están poniendo al aire las raíces de los árboles en cuestión. Una lástima. Aquello va a quedar de cualquier modo.

—Me imagino que esos dos individuos sabrán lo que se traen entre manos —manifestó Elspeth Mackay—. Tendrán quiénes les manden, sus superiores…

—Por las inmediaciones anda también una pareja de policías, manteniendo a la gente a raya, procurando que no se acerque demasiado a donde no debe… Se habla de averiguar qué fue lo que afectó a los árboles primero.

—Ya —repuso, lacónica, Elspeth Mackay.

Probablemente, comprendía el alcance de las palabras que acababa de escuchar. No era que alguien le hubiese explicado su significado anteriormente. Pocas veces necesitaba Elspeth que le dieran explicaciones.

2

Ariadne Oliver desplegó el telegrama que acababa de serle entregado en la puerta. Estaba tan habituada a tomar sus telegramas por teléfono, mientras buscaba desesperadamente a su alrededor un lápiz para tomar nota, al tiempo que insistía firmemente en que debía serle enviada una copia confirmatoria, que se sobresaltó al hacerse cargo de lo que estimaba un despacho telegráfico «de verdad».

Haga el favor de llevarse a la señora Butler y a Miranda a su piso enseguida. Punto. No hay tiempo que perder. Punto. Importante ver doctor para operación.

La señora Oliver entró en la cocina, donde Judith Butler andaba ocupada, preparando una mermelada.

—Judy —le dijo Ariadne—. Coja una maleta y ponga en ella lo más indispensable. Regreso a Londres y usted va a acompañarme, con Miranda.

—Es usted muy amable, Ariadne, pero tengo un puñado de cosas por en medio aquí todavía. De todos modos, además, no tenemos por qué apresurarnos tanto… ¿Ha de ser hoy eso?

—Sí… Me han dicho que tiene que ser hoy —dijo la señora Oliver.

—¿Qué le han dicho? ¿Quién? ¿La asistenta que cuida de su piso?

—No. Otra persona. Una de las pocas personas cuyas indicaciones suelo atender. Vamos, señora Butler. Apresúrese.

—No puedo irme ahora. Me es imposible.

—Tiene usted que hacerme caso —insistió la señora Oliver—. El coche está preparado. Lo dejé delante de la puerta principal. Nos podemos ir enseguida.

—No quisiera llevarme a Miranda… Podría dejarla aquí con alguien, con los Reynolds o Rowena Drake.

—Miranda nos acompañará, desde luego —dijo la señora Oliver, tajante—. Le ruego que no ponga dificultades, Judy. Esto es muy serio. No sé cómo se le ocurre pensar siquiera en la conveniencia de dejarla aquí con los Reynolds. Dos de sus hijos han sido asesinados, ¿no?

—Sí, sí, es verdad. Cualquiera podría caer en la cuenta de que la desgracia se cierne sobre ese hogar. En él hay alguien, por lo visto, que…

—Creo que estamos hablando demasiado —declaró la señora Oliver—. Si alguien ha de morir ahora, creo que lo más probable es que sea Ann Reynolds…

—¿Qué ocurre con esa familia? ¿Por qué han de ser asesinados todos sus miembros, uno tras otro? ¡Oh, Ariadne! ¡Esto me da miedo, francamente!

—Es natural —repuso la señora Oliver—. Hay veces en que resulta muy lógico sentir miedo. Acabo de recibir un telegrama y estoy actuando de acuerdo con las instrucciones que en el mismo me han pasado.

—¡Oh! No oí sonar el timbre del teléfono.

—Es que no me comunicaron el texto por teléfono. El telegrama me fue entregado en la puerta.

Ariadne Oliver vaciló un momento y luego alargó el papel a su amiga.

—¿Qué significa esto, lo de la operación?

—Se refiere a las amígdalas, probablemente —replicó la señora Oliver—. A Miranda le dolía la garganta la semana pasada, ¿no? Bueno ¿y qué tiene de particular que sea llevada a la consulta de un especialista, en Londres?