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El hombre de la oficina del fiscal miró a Poirot, con un gesto de incredulidad más acentuado.

—¿Dónde se encuentra actualmente ese testigo?

—Espero que camino de Londres. Confío en no equivocarme.

—Parece estar preocupado, ¿eh?

—Estoy preocupado, efectivamente. Yo he hecho lo que en mi mano estaba para que todo saliese bien, pero he de admitir que me siento muy inquieto. Sí. Tengo miedo a pesar de las medidas que he tomado. Fueron medidas de protección… Es que nos enfrentamos… no sé cómo decirlo… nos enfrentamos con un despliegue de rudeza, de rápidas reacciones, de codicia, una codicia que va más allá de los límites normales en el ser humano… Estimo posible, incluso, que haya en todo este asunto como un ramalazo de locura. Hablo de una locura no espontánea, sino cultivada. Se trata de una semilla que ha enraizado bien, desarrollándose deprisa. Finalmente, ha terminado por inspirar una actitud ante la vida que nada tiene de humana.

—Sobre este caso habremos de acoplar algunas opiniones —manifestó el hombre de la oficina del fiscal—. Hay que evitar precipitaciones nocivas. Desde luego, mucho es lo que depende de la experiencia… forestal. Si de ella sale algo positivo, podremos seguir adelante; de ser negativa, tendremos que medir nuestros pasos.

Hércules Poirot se puso en pie.

—He de marchar ahora. Les he dicho ya todo lo que sé, todo lo que temo, aquello que estimo posible. Me mantendré en contacto con ustedes.

Poirot estrechó sucesivamente las manos de todos sus oyentes.

—Encuentro a ese Poirot un tanto extravagante —dijo el hombre de la oficina del fiscal—. ¿Ustedes no creen que está un poco tocado de la cabeza? Los años seguramente… ¿Puede uno confiar enteramente en las facultades mentales de una persona de su edad?

—A mí me parece que puede usted confiar por entero en él —declaró el condestable jefe—. Al menos, tal es mi impresión. A usted, Spence, le conozco hace muchos años. Usted es amigo suyo. ¿Cree que Hércules Poirot ha empezado a chochear? Sinceramente.

—No lo creo, en absoluto —indicó el superintendente Spence—. ¿Cuál es su opinión, Raglan?

—Hace muy poco tiempo que lo conozco, señor. Al principio pensé… Bueno estimé que su manera de hablar, sus ideas, resultaban un tanto fantásticas. Luego, me convencí de lo contrario. Yo opino que al final va a ser él quien tenga razón.

CAPÍTULO XXIV

1

LA señora Oliver se había refugiado tras una mesa, junto a una de las ventanas de «El Muchacho Negro». Era todavía temprano, de modo que el comedor todavía no se había llenado. Luego, Judith Butler, que había entrado en el tocador de señoras para empolvarse un poco la nariz, regresó, sentándose enfrente de su amiga.

—¿Qué es lo que va a comer Miranda? —inquirió la señora Oliver—. Diremos que nos sirvan algo para ella también, ¿eh? Supongo que no tardará ya en volver.

—A Miranda le gusta mucho el pollo asado.

—Bueno. No tendremos dificultades entonces. ¿Y usted qué prefiere?

—Lo mismo.

—Tres pollos asados —dijo la señora Oliver al camarero.

Ariadne se recostó en su asiento, estudiando a su amiga.

—¿Por qué me mira de esta forma, Ariadne?

—Estaba pensando —respondió la señora Oliver.

—Pensando…, ¿qué?

—Pensaba en las pocas cosas que yo conozco acerca de usted.

—Bueno, eso es lo que nos pasa con todas las personas que tratamos.

—Quiere usted decir que nunca lo sabemos todo con respecto al prójimo.

—Aproximadamente.

—Quizás esté usted en lo cierto.

Las dos mujeres guardaron silencio.

—Los camareros son aquí bastante lentos a la hora de servir las mesas —comentó después la señora Butler.

Llegó un camarero con una bandeja llena de platos.

—Miranda, tarda ya… ¿Sabe dónde queda este comedor?

—Debe saberlo. Llegamos a asomarnos a él.

Judith se puso en pie, impaciente.

—No tendré más remedio que ir en su busca.

—¿Se habrá sentido mareada después del viaje en coche? ¿Se trastorna en los vehículos su hija?

—De más niña sí que le ocurría eso…

La señora Butler se reunió con Ariadne de nuevo cuatro o cinco minutos más tarde.

—En el tocador de señoras no está —manifestó—. Hay en él una puerta al exterior, que da al jardín. Es posible que la utilizara al salir de allí. Vería algún pájaro raro, algún árbol que le llamara la atención. Esta chiquilla es así…

—Hoy no disponemos de tiempo para los pájaros —contestó la señora Oliver—. Vaya a buscarla… Haga lo posible por localizarla cuanto antes. Tenemos que proseguir con nuestro viaje.

2

Elspeth Mackay cogió varias salchichas con un tenedor, colocándolas sobre un plato que introdujo en el frigorífico. Luego, empezó a pelar unas patatas.

Sonó el timbre del teléfono.

—¿La señora Mackay? Aquí el sargento Goodwin. ¿Está su hermano en casa?

—No. Se encuentra en Londres.

—El caso es que he telefoneado a Londres… Se fue. Cuando regrese dígale que hemos obtenido un resultado positivo.

—¿Quiere usted decir que han encontrado un cadáver en el pozo?

—No ha conducido a nada silenciar la cosa. Se ha sabido enseguida en todas partes.

—¿De quién se trata? ¿Es el cadáver de la servidora de la señora Llewellyn-Smythe?

—Al parecer, sí.

—¡Pobre muchacha! —exclamó Elspeth—. ¿Se arrojó al pozo? ¿Qué le pasó concretamente?

—No fue un suicidio… La muchacha murió apuñalada. Se trata, indudablemente, de un asesinato.

3

Después de haber abandonado su madre el tocador de señoras, Miranda aguardó un minuto o dos… Seguidamente, abrió la puerta, asomándose con todo género de precauciones. Luego, le llegó el turno a la que llevaba al jardín. Unos momentos más tarde se deslizaba por el sendero que conducía a un lugar en el que habían estado las cuadras de la antigua posada, convertidas ahora en un flamante garaje.

Desde allí, por una pequeña puerta, se salía a un camino. A escasa distancia había un automóvil estacionado. Dentro del mismo vio un hombre de enmarañadas cejas, grisáceas, como su barba, que estaba leyendo un periódico. Miranda abrió la portezuela y subió al vehículo, instalándose en el asiento situado junto al conductor. Inmediatamente, dejó oír una risita.

—Tiene usted un aspecto muy gracioso.

—Ríete, ríete, pequeña, si es eso lo que te apetece. Aquí no va a llamarte nadie la atención.

El coche arrancó. Poco después abandonaba el camino, torciendo a la derecha. Un giro a la izquierda y otro a la derecha, de nuevo, llevó el automóvil a otra carretera, de menor importancia que la anterior.

—En cuanto a la hora, vamos bien —dijo el hombre de la barba gris—. En el momento preciso podrás ver el hacha doble como debe ser admirada. Y también Kilterbury Down. La vista es maravillosa.

Otro coche les pasó a tan escasa distancia que se vieron forzados a echarse hacia una cuneta.

—Esos jóvenes idiotas… —comentó el barbudo.

Uno de los jóvenes llevaba los cabellos muy largos, tanto que le llegaban a los hombros siendo portador de unas gafas que le daban aspecto de búho. El otro, con sus largas patillas y moreneces, parecía un tipo latino, mediterráneo.

—¿Usted cree que mamá se sentirá preocupada por mi ausencia? —inquirió Miranda.

—No tendrá tiempo de preocuparse por ti. Cuando empiece a sentirse inquieta, tú te encontrarás ya en el sitio que deseas visitar.

4

Hércules Poirot, que todavía seguía en Londres, descolgó el teléfono. Llegó a su oído la voz de la señora Oliver.

—Se nos ha extraviado la pequeña Miranda.

—¿Qué me dice usted?

—Quisimos comer en «El Muchacho Negro». Ella visitó el tocador. Ya no regresó. Alguien dijo que la había visto en un coche, en compañía de un hombre de edad. Quizá no fuera la chica… Pudo ser otra niña. No sé…