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—Ustedes no debieron perderla de vista un instante. Cualquiera de las dos pudo acompañarla al tocador. Ya le dije, amiga mía, que existía un riesgo, un peligro… ¿Se encuentra la señora Butler preocupada?

—Claro que está preocupada. ¿Por qué me lo pregunta? Está fuera de sí, realmente. Insiste en poner el hecho en conocimiento de la policía.

—Sí. Eso es lo lógico. Yo también haré una llamada con el mismo motivo.

—Pero, ¿por qué ha de estar Miranda en peligro?

—¿No lo sabe usted? Debiera saberlo ya —Poirot añadió—. El cadáver ha sido hallado. Me acabo de enterar…

—¿De qué cadáver me habla?

—Del que ha sido encontrado en un pozo.

CAPÍTULO XXV

TODO esto es muy bonito —comentó Miranda, fijando la vista en torno a ella lentamente.

Kilterbury Ring era un lugar muy atractivo, si bien no resultaba ser particularmente famoso. Todo había sido desmantelado muchos siglos atrás. No obstante, veíanse grandes piedras megalíticas aquí y allí que hablaban de ritos de un remoto pretérito.

Miranda empezó a formular preguntas.

—¿Para qué servían estas piedras?

—Para los sacrificios religiosos. Tú sabes lo que es un sacrificio, ¿verdad, Miranda?

—Creo que sí.

—Los sacrificios tienen que existir, tienen que darse siempre. Es una cosa de gran importancia.

—¿Quiere usted decir que no constituyen una especie de castigo? ¿Son… otra cosa distinta?

—Son otra cosa, decididamente. Fíjate: uno muere para que puedan vivir otros. Tú, por ejemplo, mueres para que la belleza pueda subsistir. Eso es lo interesante.

—Yo me figuré que tal vez…

—A ver… Sigue, sigue, Miranda…

—Yo pensé que tal vez una persona debía morir si lo que hizo provocó la muerte de alguien.

—¿Qué es lo que te llevó a pensar así?

—Me acordé de Joyce. Si yo no le hubiese revelado cierta cosa ella no habría muerto, ¿verdad?

—Es posible.

—Desde la muerte de Joyce me he sentido muy preocupada. No tenía por qué haberle dicho nada, ¿eh? Se lo dije porque quería impresionarla, estar a su altura… Había estado en la India y no cesaba de hablar de aquel viaje, aludiendo a cada momento a los tigres que viera, a los elefantes, cubiertos de adornos, de vistosas telas. Ocurrió también que, de repente, quise que estuviese informado alguien más… Y es que en realidad no había pensado en ello antes —la chiquilla agregó—. ¿Era… era eso un sacrificio también?

—En cierto modo.

Miranda se quedó pensativa, inquiriendo luego:

—¿No es la hora todavía?

—El sol no se encuentra aún en la posición debida. Otros cinco minutos más, quizá, y caerá directamente sobre la piedra.

Los dos guardaron silencio de nuevo, permaneciendo junto al coche.

—Yo creo que ahora —dijo el acompañante de Miranda, levantando la vista hacia el firmamento. El sol se aproximaba rápidamente al horizonte—. Éste de ahora es un momento maravilloso. Aquí no hay nadie. Nadie sube hasta aquí a esta hora del día; nadie sube hasta la cumbre de Kilterbury Down para ver Kilterbury Ring. Hace demasiado calor en el mes de noviembre y las fresas se han terminado. Voy a enseñarte el hacha doble primeramente. Fue labrada cuando la llegada de las gentes de Micenas o Creta, hace muchos siglos. Es algo sorprendente, maravilloso, ¿no te parece, Miranda?

—Sí, sí —repuso Miranda—. Enséñeme eso.

Los dos echaron a andar en dirección a la piedra más elevada. Había al lado de la misma otra caída. Un poco más lejos divisaron una tercera, inclinada, como si denotara el peso de los años, de los siglos.

—¿Tú eres feliz, Miranda?

—Sí, soy muy feliz.

—Aquí está el signo.

—¿Es eso realmente el signo del hacha doble?

—Sí… Aparece desgastado por el tiempo, pero se trata del mismo. He aquí el símbolo, en efecto. Pon tu mano sobre él. Y ahora… ahora nosotros beberemos por el pasado, el futuro y la belleza.

—¡Oh! Es curioso…

Su acompañante le puso una copa dorada en la mano. Aquél sacó luego un frasco, vertiendo parte de su contenido, también dorado, en el recipiente.

—Sabe a fruta, a melocotones, concretamente. Bébete esto, Miranda, y te sentirás más feliz todavía.

Los dedos de la chica se ciñeron con fuerza a la dorada copa. Acercó entonces su nariz al borde…

—Sí. Es verdad que huele a melocotones ¡Oh! Fíjese… Ahí está el sol… Me gustan esos tonos rojizos… Da la impresión el sol de estar descansando sobre el borde del mundo.

El hombre se volvió hacia la niña.

—Levanta la copa y bebe

Ella se dispuso a obedecer. Una de sus manos se apoyaba en la piedra megalítica, precisamente en su símbolo borrado a medias. El hombre se había apostado a su espalda. De la parte posterior de la piedra inclinada, la tercera del grupo, emergieron dos figuras encorvadas. La pareja de la cumbre tenía sus espaldas vueltas hacia ellos, por lo cual no advirtieron su presencia. Rápidamente, con firmeza, sin embargo, remontaron la elevación.

—Bebe en nombre de la belleza, Miranda.

¡No se te ocurra hacer tal cosa, pequeña! —gritó alguien a espaldas de la niña y el sujeto.

Una chaqueta de terciopelo rojo salió disparada sobre una cabeza; un puñal desapareció de la mano, que lentamente, se estaba levantando. Nicholas Ransom cogió en volandas a Miranda, alejándose enseguida del punto en que los otros dos forcejeaban furiosamente.

—¡Qué estúpida eres, chica! —exclamó Nicholas Ransom—. ¿A quién se le ocurre plantarse en este lugar, en compañía de un asesino? Niña: debieras saber ya lo que te haces.

—Lo sabía, en cierto modo —repuso Miranda—. El mío iba a ser un sacrificio… Todo fue culpa mía, ¿sabes? Joyce fue asesinada por mi culpa. Lo lógico era que yo fuese sacrificada, ¿no? Tenía que ser una muerte de ritual…

—No empieces a decir tonterías hablando de muerte de ritual. Ha sido encontrada la joven. Ya sabes a cuál me refiero, la chica au pair que durante tanto tiempo fue echada de menos. Un par de años, tal vez. Todo el mundo pensó en su día que había huido por el hecho de haber falsificado el testamento. No es que huyera… Su cadáver fue hallado en el pozo.

—¿Estaba en el pozo de los deseos? ¡Con qué interés lo busqué! ¡Oh! No quisiera que el cadáver de la muchacha hubiese sido descubierto allí. ¿Quién… quién lo depositó en aquel lugar?

—La misma persona que te trajo a ti aquí.

CAPÍTULO XXVI

UNA vez más, cuatro hombres permanecían sentados y mirando a Poirot. Timothy Raglan, el superintendente Spence y el condestable jefe ponían unas caras que hacían pensar en la expresión ansiosa de un gato que estuviese a punto de ver materializarse ante él una fuente de leche. El cuarto hombre daba la impresión de contener su escepticismo momentáneamente.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo el condestable jefe—. Usted ya sabe por qué estamos aquí…

Poirot hizo un movimiento de manos, una seña. El inspector Raglan salió de la habitación, regresando en compañía de una mujer de treinta años, aproximadamente, una chica y dos adolescentes, dos muchachos.

Procedió a efectuar las presentaciones.

—La señora Butler… La señorita Miranda Butler… Los señores Nicholas Ransom y Desmond Holland…

Poirot se levantó, cogiendo a Miranda por una mano.

—Siéntate aquí, junto a tu madre, Miranda… El señor Richmond, condestable jefe de la policía, quiere hacerte algunas preguntas. Desea, naturalmente, que tú se las contestes. La cuestión se refiere a algo que tú viste… hace más de un año, hace casi dos. Tú hablaste de ello con una persona, una sola persona, tengo entendido. ¿Es cierto lo que acabo de decir?