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—Hablé de aquello con Joyce.

—¿Y qué es lo que le dijiste a Joyce, exactamente?

—Que había sido testigo de un crimen.

—¿Referiste eso a alguna otra persona?

—No. Sin embargo, creo que Leopold se enteró… Usted ya sabe que tenía la costumbre de espiar a los demás, de escuchar las conversaciones ajenas. Se paraba detrás de las puertas… Hacía todas esas cosas. Siempre le había agradado estar informado de los secretos del prójimo.

—Tú oíste afirmar que Joyce Reynolds, durante la tarde, antes de la reunión en casa de la señora Drake, aseguró que ella había visto a alguien cometer un crimen… ¿Era eso cierto?

—No. Joyce se limitó a repetir lo que yo le había dicho… Fingía, simplemente, ya que quería dar la impresión de que aquello le había sucedido a ella.

—¿Querrás decirnos ahora qué es lo que viste?

—Yo no supe al principio que se trataba de un crimen. Me figuré que había sido un accidente. Pensé que ella se había caído…

—¿Dónde ocurrió la escena?

—En el jardín de Quarry House, en el hueco que ocupara en otro tiempo la fuente. Yo me encontraba subida a la copa de un árbol. Había estado observando los manejos de una ardilla… Era preciso que me mantuviera muy quieta, ya que de lo contrarío el animal habría huido, espantado. Las ardillas son muy rápidas en sus movimientos.

—Cuéntanos lo que viste.

—La llevaban un nombre y una mujer a lo largo de un sendero. Me figuré que pensaban conducirla al hospital o al edificio de Quarry House. De pronto, la mujer se detuvo, diciendo: «Alguien nos está espiando». Levantó la vista hacia el árbol en que yo me hallaba. El hombre se limitó a responder: «¡Bah! ¡Tonterías!». Entonces, siguieron su camino. Yo vi rastros de sangre en una bufanda y también un cuchillo ensangrentado… Pensé que alguien podía haber intentado dar muerte a aquella gente… A todo esto, no me atrevía a hacer el menor movimiento.

—¿Porque tenías miedo…?

—Sí, pero sin saber por qué.

—¿No le referiste aquello a tu madre?

—No. Me dije que tal vez estuviese feo que yo me escondiera allí para observar lo que hacían los demás. Como al día siguiente no oí a nadie comentar ningún accidente, me olvidé de todo. No volví a pensar en eso hasta…

La chiquilla calló de repente. El condestable jefe despegó los labios, pero no articuló ningún sonido. Miró a Poirot haciendo un gesto apenas perceptible.

—Bien, Miranda… ¿Hasta cuándo?

—Fue como si todo se repitiera. Esta vez fue un verde picamaderos… Yo estaba inmóvil observándolo, metida en unos frondosos matorrales. Y aquellos dos estaban sentados tranquilamente, charlando… Hablaban de una isla, de una isla griega… Ella dijo unas palabras semejantes a éstas: «El contrato está firmado. Es nuestra. Podemos trasladarnos allí cuando se nos antoje. Pero será mejor que procedamos con calma… Es necesario que se hagan las cosas sin la menor precipitación».

»El picamaderos desapareció y yo hice un movimiento. La mujer dijo entonces: “¡Silencio! No digas nada ahora. Alguien nos está observando”. A mí me pareció que repetía las frases del episodio anterior. Vi la misma mirada en sus ojos. Y tuve miedo. Me acordé de lo otro como si hubiese acabado de vivirlo… Y ahora ya supe el significado de todo. Supe que había presenciado un crimen y que ellos habían sido portadores de un cadáver, con la intención de esconderlo en alguna parte de los jardines. Ya no era tan chiquilla como antes. Había aprendido muchas cosas y lo que éstas revelaban… Pensé en la sangre, en el cuchillo, en el cuerpo lacio, desmadejado, sin vida…

—¿Cuándo ocurrió todo eso? —inquirió el condestable jefe.

Miranda reflexionó un momento.

—En el mes de marzo pasado… Poco después de la Pascua de Resurrección.

—¿Podrías decirnos quiénes eran aquellas dos personas, Miranda?

—Naturalmente que puedo.

La chica pareció ahora un tanto desconcertada.

—¿Llegaste a ver sus caras?

—Desde luego.

—¿Quiénes eran?

La señora Drake y Michael

No hubo ninguna inflexión dramática en la denuncia. La voz de la niña sonó natural. Era la de una persona segura de lo que decía.

El condestable jefe dijo:

—No confiaste a nadie lo que habías visto. ¿Por qué procediste así?

—Pensé… pensé que eso podía ser un sacrificio.

—¿Quién te indicó tal cosa?

—Me lo dijo Michael… Él decía que los sacrificios eran necesarios.

Poirot inquirió suavemente.

—¿Querías tú a Michael?

—¡Oh, sí! —exclamó Miranda—. Le quería mucho.

CAPÍTULO XXVII

BUENO, ahora que he conseguido, por fin, que se presente aquí —manifestó la señora Oliver—, quiero saberlo todo acerca de… todo.

Miró a Hércules Poirot severamente, inquiriendo:

—¿Por qué no vino usted antes?

—He de pedirle que me excuse, madame… Estuve muy ocupado, ayudando a la policía en sus investigaciones.

—Fueron unos criminales los que planearon eso. ¿Qué demonios le hizo pensar en la posibilidad de que Rowena Drake pudiese andar mezclada en un crimen? A nadie que no fuera usted podía ocurrírsele semejante idea.

—Todo fue muy sencillo en cuanto logré la pista vital.

—¿Y a qué llama usted la pista vital?

—La pista vital era el agua. Yo necesitaba conocer a alguna persona de las participantes en la reunión que se viese mojada. El asesino de Joyce Reynolds, necesariamente, tuvo que mojarse. Pruebe usted a mantener la cabeza de una chica fuerte bajo el agua contenida en un cubo lleno hasta el borde… Se produciría, indudablemente un forcejeo, un chapoteo inevitable. Lo más curioso es que usted no saliese del empeño con las ropas mojadas.

»En consecuencia, era preciso hacerse de una explicación inocente, que justificase la mojadura. Cuando todo el mundo se hallaba metido en el comedor para la sesión del «Snapdragon», la señora Drake se llevó a Joyce a la biblioteca. Cuando el anfitrión solicita ser acompañado por el huésped, lo lógico es que éste obedezca sin rechistar. Ciertamente, Joyce no recelaba nada desagradable de la señora Drake. Todo lo que Miranda le había dicho era que en una ocasión había presenciado un crimen. Joyce fue asesinada y la persona agresora se mojó el vestido. Había que presentar una causa y ella se dispuso a inventarla. Necesitaba un testigo, alguien que dijera cómo se había mojado el vestido.

»La señora Drake se detuvo en el descansillo de la escalera, siendo portadora entonces de un enorme jarrón de flores lleno de agua. En determinado momento, la señorita Whittaker salió del cuarto en que se estaba haciendo lo del «Snapdragon»… Hacía mucho calor allí dentro. La señora Drake, fingiendo un torpe movimiento, soltó el jarrón, poniendo buen cuidado en que el agua se vertiese sobre sus ropas. El recipiente se hizo añicos, sobre el pavimento del vestíbulo. La señora Drake bajó corriendo los últimos peldaños de la escalera y la señorita Whittaker le ayudó a recoger los fragmentos y las flores. A todo esto, la señora Drake no cesó de proferir lamentaciones, por la pérdida de su precioso jarrón. Se las arregló para dar a la señorita Whittaker la impresión de que había visto salir a alguien de la biblioteca, la habitación en que había sido cometido un crimen. Su oyente aceptó como digna de crédito por completo su declaración. Sin embargo, al poner el episodio en conocimiento de la señorita Emilyn, ésta descubrió en qué radicaba exactamente el interés del incidente. Entonces, apremió a la señorita Whittaker para que me lo refiriera.