—Desde luego, creo haber oído hablar de él.
—Se hicieron muchas cosas allí. El juego que acabo de indicarle, el del pastel de harina con una moneda encima, el juego de los espejos…
—Para que las chicas viesen el rostro de su amado, ¿no?
—En efecto. Por fin empieza usted a comprender —subrayó la señora Oliver.
—Todo eso pertenece al folklore del país, querida. Y la reunión en que usted tomó parte fue escenario de tales actividades, ¿verdad?
—Sí. Todo fue acogido con gran entusiasmo allí por los concurrentes. La fiesta terminó con el «Snapdragon». Usted sabrá lo de las uvas ardiendo en el centro de una gran fuente. Supongo —la voz de la señora Oliver, algo ronca, se quebró ligeramente en este momento—, opino que fue entonces cuando…
—Cuando…, ¿qué?
—Cuando se cometió el crimen. Después de la sesión del «Snapdragon», todos se fueron a sus casas —informó la señora Oliver—. Por entonces no podían dar con ella.
—No podían dar, ¿con quién?
—Con una chica llamada Joyce. Todos se pusieron a llamarla y miraron por todas partes. Se creyó que había regresado a su casa, en compañía de alguien. Su madre se sintió muy enojada. Cabía la posibilidad de que Joyce se hubiese sentido cansada o enferma y que se hubiera ido sin despedirse de nadie. Era muy descuidada… La madre dijo todas las cosas que suelen decir las madres en estos casos. Bueno, el caso es que no podíamos localizar a Joyce.
—¿Y resultó cierto que se había ido a su casa sin previo aviso a nadie de lo que hacía?
—No. No se había ido a su casa… —contestó la señora Oliver, a quien la voz tornó a quebrársele—. Al final la localizamos… Estaba en la biblioteca. En la estancia habían jugado los muchachos a coger las manzanas que flotaban en el agua con los dientes… El cubo todavía se encontraba allí. Era un cubo grande, de hierro galvanizado. No habían querido utilizar el de plástico. Quizá, de haber empleado éste, no habría pasado nada. Le faltaba pesadez, rigidez… Hubiera terminado por ser volcado…
—¿Qué pasó? —inquirió Poirot, severamente.
—Allí fue encontrada Joyce —declaró la señora Oliver, reiterativa—. Alguien, alguien la había forzado a sumergir la cabeza en el agua en que flotaban las manzanas. Alguien había mantenido su cabeza sumergida hasta que la chica se ahogó. Murió ahogada. Ahogada en un cubo de hierro galvanizado lleno casi por completo de agua. Estaba arrodillada frente a aquél, como si hubiese intentado asir unas manzanas con los dientes. Odio las manzanas —declaró Ariadne—. No quiero volver a verlas…
Poirot miró fijamente a su amiga. Extendió una mano y vertió un poco de coñac en un vaso.
—Bébase esto —dijo—. Le sentará bien.
CAPÍTULO IV
LA señora Oliver ingirió el coñac y se secó los labios.
—Es verdad. El coñac me ha caído bien. He estado a punto de sufrir un ataque de histeria.
—Ha experimentado una gran emoción, ya lo veo. ¿Cuándo sucedió lo que acaba de contarme?
—Anoche. ¿Fue anoche realmente? Sí, sí, desde luego.
—Y usted decidió venir a verme…
No se trataba de una pregunta, ni nada por el estilo. La frase era una solicitud de más información.
—Y usted, decidió venir a verme… ¿Con qué fin?
—Pensé que usted podría aclarar el misterio. Ya habrá advertido que no es nada sencillo el caso.
—Lo mismo puede resultar sencillo que complicado. Esto depende de muchos factores. Es preciso que me dé a conocer detalles. Supongo que la policía se habrá hecho cargo de este asunto. Me imagino que sería requerida la presencia de un médico. ¿Qué dijo el hombre?
—Va a hacer una encuesta —notificó la señora Oliver.
—Es lógico.
—Mañana o pasado mañana.
—Esa chica, Joyce… ¿Qué edad tenía?
—No lo sé con exactitud. Creo que doce o trece años.
—¿Poco desarrollada para su edad?
—No, no. Cualquiera habría dicho que tenía más años. Era una chica metidita en carnes.
—¿Con formas femeninas bien acentuadas? ¿Atractiva?
—Sí. Pero no creo que el móvil del crimen fuese… El problema habría quedado reducido a unos términos más simples, ¿no?
—Es el tipo de crimen —declaró Poirot—, que uno localiza todos los días en la prensa. Una chica es atacada… Todos los días se dan sucesos. El que nos ocupa ocurrió en una casa particular, lo cual es menos corriente, diferenciándose por ello de los demás. Pero, en fin, es posible que entre éste y los otros no existan tantas diferencias. Usted, Ariadne, no me lo ha dicho todo todavía, ¿eh?
—No, creo que no. No le he dicho todavía por qué razón he venido a verle a usted.
—¿Usted conocía a esa Joyce bien?
—Ni bien ni mal… Será mejor que le explique cómo llegué a aquel sitio.
—¿A qué sitio?
—Hablo de un lugar llamado Woodleigh Common.
—Woodleigh Common —repitió Poirot, pensativo—. Donde últimamente…
Se interrumpió de pronto. La señora Oliver siguió:
—No está a mucha distancia de Londres. A alrededor de unos cincuenta kilómetros me figuro que quedará. Está cerca de Medchester. Es uno de esos sitios que cuentan con pocas edificaciones y la mayoría recientes. Una zona residencial. Hay una buena escuela por las proximidades y la gente se desplaza con facilidad a Londres y a Medchester, donde trabaja normalmente. Se trata de un lugar poblado por personas de tipo medio con unos ingresos que pudieran llamarse razonables.
—Woodleigh Common —repitió Poirot caviloso.
—Yo pasaba unos días allí en casa de una amiga mía llamada Judith Butler. Es viuda. Este año participé en un crucero por las islas griegas. Judith también. Nos hicimos amigas durante el viaje. Tiene una hija llamada Miranda, que ahora cuenta doce o trece años de edad. Unos amigos suyos organizaron la fiesta que le he dicho antes y ella hizo que me presentara en la misma, alegando que podía aportar alguna idea interesante.
—¡Ah! ¿No le aconsejó que organizara, como juego, la búsqueda del asesino en un crimen simulado o algo por el estilo?
—¡Gracias a Dios, no! —respondió la señora Oliver—. ¿Usted cree que me hubiera prestado al juego?
—Lo que sucedió allí fue terrible… Y me pregunto: ¿pasaría todo por el hecho de encontrarme yo en aquella casa?
—No lo creo, amiga mía. Por lo menos… ¿Había personas en la reunión que sabían quién era usted?
—Sí —reconoció la señora Oliver—. Una de las jóvenes habló de los libros que yo había escrito y de que le gustaban los crímenes. Así es como… Bien. Eso es lo que me lleva a la causa de que yo haya recurrido a usted.
—Que por cierto no me ha explicado todavía….
—Verá… Al principio no pensé en ello. De una manera directa, se entiende. Los chicos hacen a veces cosas raras. Hay chiquillos y chiquillas raros, que…
—¿Se encontraban algunos adolescentes allí?
—Había dos muchachos de dieciséis a dieciocho años.
—Supongo que uno de ellos pudo hacerlo… ¿No es eso lo que la policía piensa?
—La policía no dice lo que piensa, pero se comporta como si diese eso por cierto.
—¿Era Joyce una chica atractiva?
—No lo creo. Bueno, usted quiere saber si resultaba atractiva para los chicos.
—Tome al pie de la letra mi pregunta.
—No creo que resultara una muchacha muy agradable —explicó la señora OIiver—. Invitaba poco al diálogo. Era de esas muchachas que gustan de exhibirse y de ser más que nadie. Claro, la edad es terrible. Lo que estoy diciendo parece algo despiadado, pero…
—Ante un crimen, no es nunca descortesía ni impiedad decir lo que la víctima era realmente —manifestó Poirot—. Por el contrario, la sinceridad es muy necesaria, imprescindible. La personalidad de la víctima nos conduce muchas veces a la causa o arranque del crimen. ¿Cuántas personas se encontraban en la casa en el momento de suceder aquello?