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– Tengo tus habitaciones de calle abajo completamente preparadas -dijo el viejo esbozando una amplia sonrisa-. Cama nueva… todo muy bonito.

Se le iluminaron los ojos, más bien helados y de color azul pálido; César volvió a sonreír y le hizo un guiño.

– La probaré antes de dar mi veredicto personal sobre eso, papá. Lo cual me recuerda… ¿querrías llevarle mi mensaje a la esposa de Décimo Junio Silano?

Lucio Decumio frunció el entrecejo.

– ¿A Servilia? -Veo que la señora es famosa.

– No podría ser de otra forma. Es una mujer muy dura con sus esclavos.

– Cómo sabes eso? Supongo que sus esclavos frecuentan un colegio de encrucijada en el Palatino.

– ¡Pero corre la voz, corre la voz! Es capaz de ordenar la crucifixión cuando cree que alguno de sus esclavos necesita una lección. Hace que se lleve a cabo en el jardín, delante de todos los demás. Fíjate, primero los hace azotar, para que no duren mucho después de ser atados a la cruz.

– Eso es muy considerado por su parte -dijo César.

Y se puso a dictar el mensaje para Servilia. No cometió el error de pensar que Lucio Decumio estaba intentando advertirle para que no se enredara con ella, o que tuviera la presunción de criticar su gusto; Lucio Decumio simplemente estaba cumpliendo con su deber de pasarle información relevante.

La comida le importaba poco a César -no era un gourmet, y tampoco, desde luego, seguidor de Epicuro-, así que pasó de cliente en cliente sin dejar de masticar con aire ausente un panecillo crujiente y recién hecho del panadero que había más abajo, en la calle de Aurelia, y bebiendo agua de una taza. Sabedor de la generosidad de César, su mayordomo ya había pasado unas bandejas repletas de los mismos panecillos, había servido vino a aquellos que lo preferían al agua sola, y había ofrecido pequeños tazones de aceite o miel para mojar el pan. ¡Qué espléndido era ver que la clientela de César aumentaba!

Algunos habían ido por la sencilla razón de mostrarle a César que estaban a sus órdenes, pero otros se habían acercado hasta allí con un propósito concreto: pedirle una recomendación. para un empleo que necesitaban, un puesto en alguna vacante del Tesoro o de los Archivos para algún hijo con los debidos estudios, o consultarle qué le parecía esta oferta que había recibido alguno por su hija, o aquella otra por un pedazo de tierra. Unos cuantos habían ido a pedirle dinero, y a éstos también se les complació con dispuesta alegría, como si la bolsa de César fuera tan abundante como la de Marco Craso, cuando en realidad era extremadamente poco abundante.

La mayoría de los clientes se marcharon una vez que hubieron intercambiado las cortesías de rigor y se hubo conversado un poco. Los que se quedaron necesitaban algunos renglones escritos por César, y aguardaron mientras éste, sentado a su escritorio, dispensaba los papeles. El resultado de todo ello fue que, antes de que se marchase el último visitante, habían transcurrido más de cuatro horas de aquella larga mañana de primavera; el resto del día le pertenecía a César. Los clientes no se habían ido lejos, desde luego; cuando salió de su apartamento una hora después, tras haber despachado lo más apremiante de su correspondencia, se unieron a él para darle escolta adonde quiera que sus asuntos pudieran llevarle. ¡Un hombre con clientes tenía que exhibirlos en público!

Desgraciadamente nadie significativo se hallaba presente en el Foro Romano cuando César y su séquito llegaron al pie del Argilium y pasaron entre la basílica Emilia y las gradas de la Curia Hostilia. Y allí estaba el centro absoluto de todo el mundo romano: el Foro Romano inferior, un espacio pródigamente salpicado de objetos de reverencia o utilidad y antigüedades. Habían pasado unos quince meses desde la última vez que César lo había visto. No es que hubiera cambiado. Nunca cambiaba.

El Foso de los Comicios bostezaba delante del espacio engañosamente pequeño, unas gradas circulares de anchos peldaños, que conducían, muy por debajo del nivel del suelo, a la estructura en la que se reunían ambas Asambleas, la Plebeya y la Popular. Cuando estaba lleno por completo podía albergar unos tres mil hombres. Junto al muro trasero, de cara a la parte lateral de los peldaños de la Curia Hostilia, estaban los rostra, desde los cuales los políticos se dirigían a la multitud apiñada debajo, en la hondonada. Y allí estaba la propia Curia Hostilia, venerablemente antigua, hogar del Senado a través de los siglos desde que lo construyera el rey Tulo Hostilio, demasiado pequeño para el alistamiento mayor que había hecho Sila, con aspecto deteriorado y sucio a pesar del maravilloso mural lateral. El estanque de Curtio, los árboles sagrados, Escipión el Africano en lo alto de su elevada columna, los rostra de naves capturadas montados en otras columnas, estatuas a porrillo sobre imponentes plintos con miradas furiosas como el viejo Apio Claudio el Ciego, o con un aspecto sereno y presumido como el astuto y brillante viejo Escauro, príncipe del Senado. Las losas de la vía Sacra estaban más gastadas que el pavimento travertino que las rodeaba -Sila había reemplazado el pavimento, pero la mos maiorum prohibía que se realizara cualquier mejora en la carretera-. En el extremo más alejado de aquel espacio abierto, apretadas por dos o tres tribunales, se alzaban las dos basílicas poco elegantes, la Optimia y la Sempronia, con el glorioso templo de Cástor y Pólux a la izquierda. Realmente era un misterio cómo podían celebrarse reuniones, procesos judiciales y asambleas entre tanto impedimento, pero se celebraban: siempre había sido así y siempre lo sería.

Al norte se alzaba la mole del Capitolio, con una joroba más alta que su gemela, una absoluta confusión de templos con pilares pintados en llamativos colores, frontones, estatuas doradas, todo sobre tejados anaranjados. El nuevo hogar de Júpiter Optimo Máximo -el viejo se había destruido en un incendio varios años antes- estaba todavía en construcción, advirtió César, que frunció el entrecejo al verlo; decididamente, Catulo era un custodio de las obras bastante lento, nunca tenía prisa. Pero el enorme Tabulario de Sila ya estaba completamente terminado, y ocupaba toda la falda frontal y central del monte con soportales y galerías destinados a albergar todos los archivos de Roma, las leyes y las cuentas. Y al pie del Capitolio había otras instalaciones públicas: el templo de la Concordia, y junto a él el pequeño Senáculo antiguo, en el que las delegaciones extranjeras eran recibidas por el Senado.

Foro Romano

En la esquina del fondo, más allá del Senáculo, separando el Vicus Iugaris del Clivus Capitolinus, estaba el lugar hacia donde se dirigía César. Este era el templo de Saturno, muy antiguo, grande y sobriamente dórica excepto por los colores chillones que embadurnaban sus paredes y pilares de madera, hogar de una antigua estatua del dios que había que mantener llena de aceite y envuelta en tela para que no se desintegrase. También -y más relacionado con el propósito de César- era la sede del Tesoro de Roma.

El templo propiamente dicho estaba montado sobre un podio de veinte peldaños de altura, una infraestructura de piedra dentro de la cual se abría un laberinto de pasillos y salas. Parte del mismo se usaba de almacén para las leyes una vez que habían sido labradas en piedra o bronce, pues la constitución en gran parte escrita de Roma exigía que todas las leyes fueran depositadas allí; pero el tiempo y la plétora de tablillas ahora exigía que cada nueva ley fuera metida rápidamente por una entrada y sacada por otra para ser almacenada en otro lugar.