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Pero, ¿lo estaba también el resto de la Cámara?

– ¿Puedo oír algunos comentarios, padres conscriptos?

– ¡No, no puedes! -gritó Catilina al tiempo que saltaba del lugar que ocupaba para tomar posición en medio del suelo blanco y negro, donde se plantó y comenzó a agitar el puño ante Cicerón. Luego avanzó con paso majestuoso hacia las grandes puertas de la Cámara, y una vez allí se dio la vuelta y se enfrenté a las filas de senadores embelesados.

– ¡Lucio Sergio Catilina, estás violando el reglamento de este cuerpo! -le gritó Cicerón, que de repente se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control de la reunión-. ¡Vuelve a tu asiento inmediatamente!

– ¡No lo haré! ¡Y tampoco permaneceré aquí ni un instante más para escuchar cómo esta insolente seta sin antepasados me acusa de lo que yo interpreto como traición! ¡Y, padres conscriptos, comunico a esta Cámara que mañana al amanecer estaré en los saepta para competir en las elecciones curules a cónsul! ¡Sinceramente, espero que vosotros utilicéis el sentido común y convenzáis a la imbécil cabeza de este Estado para que cumpla con el deber que la suerte le deparó y celebre las elecciones! Porque, os lo advierto, si mañana por la mañana los saepta están vacíos, será mejor que vayas allí con tus lictores, Marco Tulio Cicerón, me detengas y me acuses de perduellio. ¡La maiestas no servirá para uno cuyos ancestros pertenecieron a los cien hombres que aconsejaban al rey Tulo Hostilio!

Catilina se dio la vuelta hacia las puertas, las abrió con violencia y desapareció.

– Bien, Marco Tulio Cicerón, ¿qué piensas hacer ahora? -le preguntó César recostándose al tiempo que bostezaba-. Catilina tiene razón, ya lo sabes. Lo has acusado, con un pretexto no demasiado consistente,

Con la visión borrosa, Cicerón buscó un rostro que indicara que el propietario estaba de su parte, un rostro que pusiera en evidencia que lo creía a él. ¿Catulo? No. ¿Flortensio? No. ¿Catón? No. ¿Craso? No. ¿Lúculo? No. ¿Publícola? No.

Levantó los hombros y se mantuvo erguido.

– Quiero ver una división en esta cámara -dijo con voz dura-. Todos aquellos que crean que las elecciones curules deben celebrarse mañana y que Lucio Sergio Catilina debe ser admitido como candidato al cargo de cónsul que se pongan a mi izquierda. Todos aquellos que crean que han de retrasarse las elecciones curules hasta que se investigue la candidatura de Lucio Sergio Catilina que pasen a mi derecha.

Fue una esperanza vana, con pocas probabilidades de verse realizada a pesar de la astucia de Cicerón de situar a su derecha la moción para obtener el resultado que deseaba; ningún senador se sentía contento de colocarse a la izquierda, cosa que se consideraba poco propicia. Pero por una vez la prudencia pudo más que la superstición. La Cámara entera pasó a la izquierda sin una sola excepción, permitiendo así que las elecciones se celebrasen a la mañana siguiente, y que Lucio Sergio Catilina se presentase para el cargo de cónsul.

Cicerón levantó la sesión con el único deseo de volver a su casa antes de desmoronarse y echarse a llorar.

El orgullo dictaba que Cicerón no debía volverse atrás, así que presidió las elecciones curules con una coraza debajo de la toga después de situar ostensiblemente a varios cientos de hombres jóvenes alrededor de los saepta para impedir que brotase la discordia. Entre éstos se encontraba Publio Clodio, cuyo odio hacia Catilina era mucho más fuerte que la suave irritación que Cicerón provocaba en él. Y donde estaba Clodio, naturalmente, también estaban el joven Publícola, el joven Curión, Décimo Bruto y Marco Antonio, todos ellos miembros del ahora floreciente club de Clodio.

Y, según comprobó Cicerón con enorme alivio, lo que los senadores habían preferido no creer, la ordo equester al completo sí lo creía. Nada podía ser más espantoso para un caballero dedicado a los negocios que el espectro de una cancelación general de deudas, aunque el mismo caballero estuviera endeudado. Una por una las Centurias votaron masivamente por Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena como cónsules para el próximo año. Catilina quedó muy por detrás de Servio Sulpicio, aunque obtuvo más votos que Lucio Casio.

– ¡Eres un calumniador malicioso! -le indicó con un gruñido uno de los pretores del año en curso, el patricio Léntulo Sura, cuando las Centurias se disolvieron después de un largo día ocupado en elegir a dos cónsules y ocho pretores.

– ¿Qué? -le preguntó Cicerón sin comprender, oprimido por el peso de aquella desgraciada coraza que había decidido llevar puesta y muerto de ganas de liberarse de una vez la cintura, que le había engordado demasiado como para sentirse cómodo metida dentro de aquella armadura.

– ¡Ya me has oído! ¡Es culpa tuya que no hayan ganado Catilina y Casio, malicioso calumniador! ¡Asustaste deliberadamente a los votantes con esos alocados rumores acerca de las deudas para que no los votasen! ¡Oh, muy inteligente por tu parte! ¿Para qué procesarlos y darles así la oportunidad de defenderse? Encontraste el arma perfecta en el arsenal político, ¿no es así? ¡La acusación irrefutable! ¡Calumnia, difamación, ensuciar en el lodo! Catilina tenía razón acerca de ti. ¡Eres una seta descarada sin antepasados! ¡Y ya va siendo hora de que a los campesinos como tú los pongan en su lugar!

Mientras Léntulo Sura se marchaba a grandes zancadas, Cicerón se quedó con la boca abierta; notaba que las lágrimas comenzaban a agolpársele. ¡Tenía razón acerca de Catilina, él tenía razón! Catilina acabaría por destruir a Roma y a la República.

– Si te sirve de consuelo, Cicerón -dijo una plácida voz a su lado-, yo mantendré los ojos abiertos y la nariz bien aguzada durante los próximos meses. Pensándolo bien, creo que, en efecto, podría ser que estuvieras en lo cierto respecto a Catilina y Casio. ¡Hoy no se sienten muy complacidos!

Cicerón se dio la vuelta y se encontró con que Craso estaba allí de pie; acabó por sacar el genio.

– ¡Tú! -le gritó con una voz llena de odio-. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres responsable de que Catilina saliera libre en el último juicio! ¡Compraste al jurado y le diste a entender a él que hay hombres en Roma a quienes les gustaría ver cómo él mismo se concede el título de dictador!

– Yo no compré al jurado -le respondió Craso, al parecer sin sentirse ofendido.

– ¡Ya! -escupió Cicerón; y se marchó violentamente.

– ¿Qué es todo eso? -le preguntó Craso a César.

– Oh, Cicerón cree que tiene una crisis entre manos y no puede comprender por qué no hay nadie en el Senado que esté de acuerdo con él.

– ¡Pero lo que yo le estaba diciendo es que sí estoy de acuerdo con él!

– Déjalo, Marco. Ven conmigo a celebrar mi victoria electoral en la domus publica del pontífice máximo. ¡Qué casa tan bonita! En cuanto a Cicerón, ese pobre tipo se ha estado muriendo de ganas de ser el centro de algo sensacional, y ahora que cree que por fin lo ha encontrado, no puede hallar a nadie que se interese ni siquiera una pizca por el asunto. A él le encantaría salvar la República -dijo César sonriendo.

– ¡Pero no pienso darme por vencido! -le gritó Cicerón a su esposa-. ¡No estoy derrotado! ¡Terencia, mantente en estrecho contacto con Fulvia y no dejes que se escape nada! Aunque esa mujer tenga que escuchar detrás de las puertas, quiero que averigüe todo lo que pueda, a quién ve Curio, adónde va, qué hace. Y si, como tú y yo creemos, se está tramando una revolución, entonces Fulvia debe convencer a Curio de que lo mejor que puede hacer es trabajar conmigo.

– Lo haré, no temas -le dijo ella con el rostro muy animado-. El Senado lamentará el día en que eligió ponerse de parte de Catilina, Marco. He visto a Fulvia, y a ti te conozco muy bien. En muchos aspectos eres idiota, pero no cuando se trata de olfatear a los sinvergüenzas.