Выбрать главу

Al principio Cicerón cultivó la amistad de Nigidio Figulo a causa de los conocimientos de éste, pero pronto sucumbió al encanto de su carácter, ecuánime y dulce, humilde y sensible. Nada esnob a pesar de su preeminencia social, a Nigidio Figulo le gustaba el ingenio agudo y la compañía animada, y le parecía maravilloso pasar una velada con Cicerón, famoso por su ingenio y cuya compañía siempre resultaba animada. Como Ático, Nigidio Figulo era un soltero empedernido, pero al contrario que aquél él había elegido ese estado por motivos religiosos; creía firmemente que introducir una mujer en su casa destruiría las conexiones místicas que tenía con aquel mundo de fuerzas y poderes invisibles. Las mujeres eran personas terrenales, Nigidio era persona celestial. Y el aire y la tierra nunca se mezclaban, nunca se realzaban el uno al otro más de lo que se consumían entre sí. Además le tenía horror a la sangre, excepto en los lugares sagrados, y las mujeres sangraban. Por eso todos los esclavos que tenía eran hombres, y había puesto a vivir a su madre con su hermana y el marido de ésta.

Cicerón tenía intención de ver a Ático, y sólo a Ático, al día siguiente a las elecciones, pero algunos asuntos familiares se interpusieron. Su hermano Quinto había sido elegido pretor. Naturalmente aquello requería una celebración, especialmente porque Quinto había seguido el ejemplo de su hermano mayor y había conseguido ser elegido in suo anno, exactamente a la edad adecuada -tenía treinta y nueve años-. Este segundo hijo de un humilde terrateniente de Arpinum vivía en la casa de las Carinae que su viejo padre había comprado cuando se trasladó a Roma con la familia para proporcionarle al prodigio de Marco todas las ventajas que el intelecto de éste exigía. Y por este motivo Cicerón y su familia subieron pesadamente desde el Palatino a las Carinae poco antes de la hora de la cena, aunque las obligaciones fraternales no le impedirían a Cicerón tener una conversación con Ático; éste estaría allí, en casa de Quinto, porque Quinto estaba casado con Pomponia, la hermana de Ático.

Había un fuerte parecido entre Cicerón y su hermano, pero Cicerón era, indiscutiblemente, el más atractivo de los dos. Por una parte era físicamente mucho más alto y mejor constituido; Quinto era pequeño y delgado como un palo. Por otra parte, Cicerón había conservado el cabello, mientras que Quinto se había quedado muy calvo por la parte superior de la cabeza. Las orejas de Quinto parecían más prominentes que las de Cicerón, aunque en realidad eso no era más que una ilusión óptica debido al enorme tamaño del cráneo de éste, que hacía que estos apéndices parecieran menores de lo que en realidad eran. Ambos tenían los ojos y el pelo castaños, y una buena piel morena.

En otro aspecto tenían mucho en común: ambos hombres se habían casado con mujeres acaudaladas y mandonas cuyos parientes cercanos habían desesperado de poder darlas en matrimonio. Terencia había adquirido una justa fama de ser imposible de complacer, así como de ser una persona tan difícil que nadie, por muy necesitado que estuviera, podría hacer suficiente acopio de valor como para pedirla en matrimonio, aun cuando ella hubiera estado dispuesta a aceptar. Había sido ella la que había elegido a Cicerón, en lugar de ser al contrario. En cuanto a Pomponia… ¡Bueno, Ático se había llevado las manos a la cabeza, presa de la exasperación, por su causa! Era fea, una auténtica fiera, grosera, rencorosa, truculenta, vengativa e incluso podía llegar a ser cruel. A pesar de tener los pies firmemente plantados en el mundo de los negocios gracias al apoyo de Ático, el primer marido de Pomponia se había divorciado de ella en el momento en que consiguió pasar sin la ayuda de Ático, y la dejó en el umbral de la casa de éste. Aunque el motivo alegado para el divorcio había sido la esterilidad de Pomponia, toda Roma supuso -correctamente – que el auténtico motivo era la falta de deseo de cohabitar. Fue Cicerón quien sugirió que quizás pudieran convencer a su hermano Quinto para que se casase con ella, y entre Ático y él lo habían convencido. La unión había tenido lugar trece años antes, y el novio era considerablemente más joven que la novia. Luego, diez años después de la boda, Pomponia desmintió su esterilidad dando como fruto un hijo, también llamado Quinto.

Se peleaban constantemente, y utilizaban al pobre hijo como munición en su interminable lucha por la supremacía física, tirando y empujando al desventurado niño de un lado a otro, y vuelta a empezar. Ello preocupaba a Ático -cuyo heredero era este hijo de su hermana- y también a Cicerón, pero ninguno de los dos hombres logró convencer a los antagonistas de que el que estaba sufriendo en realidad las consecuencias de la situación era el pequeño Quinto. Si su hermano Quinto hubiera tenido el suficiente sentido común como para conformarse con ser un felpudo, como Cicerón, ceder, quedar relegado para aplacar a su esposa y esforzarse para no atraer hacia sí la atención de ésta, el matrimonio quizás habría funcionado mejor que el de Cicerón y Terencia, porque lo que Pomponia deseaba era, simplemente, ser ella la que dominase, mientras que Terencia lo que quería era utilizar la influencia política. Pero, ay, el hermano Quinto se parecía mucho más a su padre que Cicerón; tenía que ser el amo en su casa por encima de todo.

La guerra iba bien, eso estaba claro cuando Cicerón, Terencia, Tulia y Marco, el hijo de dos años, entraron en la casa. El mayordomo llevó a Tulia y al pequeño Marco a las dependencias de los niños; Pomponia estaba demasiado ocupada dándole gritos a Quinto, y éste estaba igualmente enfrascado en darle voces a ella para ver si conseguía que su esposa se callase.

– ¡Menos mal que justo al lado está el templo de Telo! -bramó Cicerón con el más elevado de los tonos que empleaba en el Foro-. Si no todavía habría más vecinos quejándose.

¿Los detuvo eso? ¡Ni hablar! Continuaron como si los recién llegados no existieran, hasta que llegó también Ático. Su técnica para ponerle fin a la batalla fue tan directa como elementaclass="underline" se limitó a avanzar a paso majestuoso, agarró a su hermana por los hombros y la sacudió hasta que le castañetearon los dientes.

– ¡Márchate de aquí, Pomponia! -le dijo bruscamente-. ¡Venga, llévate a Terencia a alguna parte y castígale el oído con tus problemas!

– Yo también la sacudo -dijo quejumbroso el hermano Quinto-, pero a mí no me da resultado. Se limita a darme algún rodillazo en ya sabéis dónde.

– Si me diera un rodillazo a mí, la mataría -le dijo Ático con aire funesto.

– Si yo la matase, me veríais juzgado por asesinato.

– Cierto -dijo Ático sonriendo-. ¡Pobre Quinto! Tendré otra charla con ella y veré qué puedo hacer.

Cicerón no participó en aquella conversación, pues se había batido en retirada antes de la llegada de Ático; ahora apareció procedente del despacho con un rollo abierto entre las manos.

– ¿Otra vez escribiendo, hermano? -le preguntó a Quinto al tiempo que levantaba la vista del rollo.

– Una tragedia al estilo de Sófocles.

– Estás mejorando, es bastante buena.

– ¡Espero estar mejorando de verdad! Tú has usurpado la reputación de la familia en cuanto a discursos y poesía se refiere, lo cual a mí sólo me deja para elegir la historia, la comedia y la tragedia. No tengo tiempo para la investigación que exige dedicarse a la historia, y la tragedia se me da mejor que la comedia, dada la clase de ambiente en el que vivo.