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– Yo diría que ese ambiente te inspiraría más en el campo de la farsa -dijo Cicerón con cierto recato.

– ¡Oh, cállate!

– Además, siempre quedan la filosofía y las ciencias naturales.

– Mi filosofía es simple y las ciencias naturales son un quebradero de cabeza, así que sólo me queda la historia, la comedia, o la tragedia.

Ático había salido de la habitación paseando y habló ahora desde el fondo del atrio.

– ¿Qué es esto, Quinto? -le preguntó, con un atisbo cómico en la voz.

– ¡Oh, qué lata, lo has encontrado antes de que yo pudiera enseñároslo! -gritó Quinto, que se apresuró a reunirse con él mientras Cicerón le iba a la zaga-. Ahora soy pretor, me está permitido.

– Claro que sí -dijo Ático con solemnidad; pero la guasa se le reflejaba en la mirada.

Cicerón los empujó para abrirse paso entre ellos y se detuvo, con el rostro solemne, a la distancia apropiada para disfrutar por completo de la gloria de aquello. Lo que contemplaba era un busto gigantesco de Quinto, a un tamaño mayor que el real, tan grande que nunca podría exhibirse en un lugar público, porque sólo los dioses podían sobrepasar la estatura normal de un hombre. Quienquiera que lo hubiese hecho había trabajado con la arcilla y luego la había cocido antes de aplicar los colores, lo cual hacía que fuese a la vez bueno y malo. Bueno porque el parecido era elocuente y los colores tenían unos tonos hermosísimos; malo porque el trabajo en arcilla es barato y las probabilidades de que se rompa en pedazos considerables. Nadie sabía mejor que Cicerón y Ático que el bolsillo de Quinto no podía permitirse un busto en mármol o en bronce.

– Ya sé que no es nada definitivo -dijo Quinto con expresión radiante-, pero cumplirá su cometido hasta que pueda permitirme el lujo de utilizarlo como molde para un bronce, lo que resultará realmente espléndido. Le encargué al hombre que está haciendo mi imago que me lo hiciera; siempre parece que es una lástima que la imagen en cera de uno esté encerrada en un armario sin que nadie la vea.

– Le echó una mirada de reojo a Cicerón, que seguía contemplando aquello, arrebatado-. ¿Qué te parece, Marco? -preguntó.

– Creo que ésta es la primera vez en mi vida que veo que una mitad supere en tamaño al todo -respondió deliberadamente Cicerón.

Aquello fue demasiado para Ático, que estalló en carcajadas de tal manera que hasta tuvo que sentarse en el suelo, donde Cicerón se reunió con él. Lo cual dejó a Quinto con sólo dos opciones para elegir: o agarrarse un monumental enfado o unirse a aquellos guasones en su regocijo. Como no en vano era hermano de Cicerón, decidió elegir la risa.

Después de aquello llegó la hora de la cena, a la cual asistió una ablandada Pomponia acompañada de Terencia y de la pacificadora Tulia, que manejaba mejor que nadie a su tía política.

– Entonces, ¿cuándo es la boda? -preguntó Ático, que hacía tanto tiempo que no veía a Tulia que el aspecto adulto de ésta le había cogido por sorpresa. ¡Qué chica más bonita! Con aquel cabello de color castaño suave, los ojos también castaños, un gran parecido a su padre y una gran dosis del ingenio de éste. Llevaba varios años prometida a Cayo Calpurnio Pisón Frugi, y era un buen emparejamiento en muchos aspectos, además del dinero y la influencia; Pisón Frugi era el miembro más atractivo de un clan mejor conocido por la antipatía que provocaban que por la simpatía, por su aspereza más que por su amabilidad.

– Todavía faltan dos años -dijo Tulia al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

– Una larga espera -le dijo Ático con comprensión.

– Demasiado larga -observó Tulia suspirando de nuevo.

– Bueno, bueno -dijo Cicerón con jovialidad-, ya veremos, Tulia. Quizá podamos adelantarlo un poco.

Respuesta que hizo que las tres señoras volvieran a la sala de estar de Pomponia en un estado de emoción febril, dispuestas a planear ya la boda.

– Nada como las nupcias para tener felices a las mujeres -observó Cicerón.

– Está enamorada, Marco, y eso es bastante raro en las uniones que se basan en un arreglo de la familia. Como colijo que Pisón Frugi siente lo mismo por ella, ¿por qué no permitir que vivan juntos antes de que Tulia cumpla los dieciocho años? -preguntó Ático sonriendo-. ¿Qué edad tiene ahora, dieciséis?

– Casi.

– Pues que se casen al final de este año.

– Yo estoy de acuerdo -dijo el hermano Quinto, malhumorado. Es bonito verlos juntos. Congenian tan bien que son amigos.

Ninguno de los otros dos contertulios dijo nada ante aquel comentario, pero para Cicerón representó la oportunidad perfecta para cambiar de conversación e ir desde el tema de las mujeres y el matrimonio al tema de Catilina, que no sólo era más interesante, sino también más fácil de manejar.

– ¿Tu crees que tiene intención de cancelar las deudas? -le preguntó a Ático con ansiedad.

– No sé si me lo creo del todo, Marco, pero lo que sí puedo decirte con certeza es que no me puedo permitir ignorar el rumor -dijo Ático con franqueza-. La acusación es suficiente para asustar a todos los hombres que se dedican a los negocios, especialmente en este momento en que los créditos son tan difíciles de obtener y los tipos de interés resultan tan elevados. Oh, hay muchísimas personas a quienes les vendría muy bien, pero no son mayoría, y muy escasos entre aquellos que se encuentran en la cúspide del mundo de los negocios. Una cancelación general de deudas resulta muy atractiva sobre todo para los hombres de negocios de poca importancia y para aquellos que no disponen de suficientes haberes líquidos como para mantener un buen flujo de dinero en metálico.

– Lo que estás diciendo es que la primera clase le ha vuelto la espalda a Catilina y a Lucio Casio por prudencia -dijo Cicerón.

– Totalmente.

– Entonces César tenía razón -intervino Quinto-. Prácticamente acusaste a Catilina en la Cámara con un pretexto muy débil. En otras palabras, fuiste tú quien puso en marcha el rumor.

– ¡No, no lo hice! -gritó Cicerón mientras se ponía a aporrear el travesaño que tenía debajo del codo izquierdo-. ¡No lo hice! ¡Yo no sería tan irresponsable! ¿Por qué te muestras tan espeso, Quinto? ¡Ese par estaba planeando derrocar el buen gobierno, ya fuera como cónsules o como revolucionarios! Como dijo Terencia con toda razón, nadie planea una cancelación general de deudas a menos que pretenda ganarse a los hombres de las clases inferiores a la primera. Es la estratagema típica de alguien que quiere implantar una dictadura.

– Sila fue dictador, pero no canceló las deudas -dijo Quinto con testarudez.

– ¡No, lo único que hizo fue cancelar las vidas de dos mil caballeros! -repuso Ático a gritos-. La confiscación de las propiedades llenó el Tesoro, y bastantes advenedizos pudieron engordar con esas ganancias sin necesidad de recurrir a otras medidas económicas.

– A ti no te proscribió -dijo Quinto encolerizado.

– ¡Pues claro que no! Sila era una fiera, pero no tonto.

– ¿Quieres decir que yo sí lo soy?

– Sí, Quinto, eres tonto -dijo Cicerón, ahorrándole así a Ático la molestia de buscar una respuesta discreta-. ¿Por qué tienes que ser siempre tan agresivo? No me extraña nada que Pomponia y tú no os llevéis bien. ¡Sois los dos iguales, como dos guisantes de la misma vaina!

– ¡Uff! -gruñó Quinto, calmándose.

– Bien, Marco, el daño ya está hecho -dijo Ático, pacificador-, y es muy posible que estuvieras acertado al actuar antes de las elecciones. A mí me parece que tu fuente de información resulta sospechosa porque conozco un poco a esa señora; pero, por otra parte, apostaría sin pensarlo dos veces que lo que ella sabe de economía podría escribirse fácilmente en la cabeza de un alfiler. ¿Cómo va a haber sacado de la nada una expresión como cancelación general de deudas? ¡Imposible! No, por lo que a mí respecta, creo que tuviste razones suficientes para actuar.