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Y Cicerón estaba muy cansado. Sabía perfectamente que todo se estaba desarrollando delante de sus narices, pero no podía probarlo, y ahora ya estaba empezando a creer que nunca podría hacerlo hasta el día en que se produjera la revuelta. Terencia también se desesperaba, y ese estado de desesperanza hacía, sorprendentemente, que resultara más fácil vivir con ella; aunque sus necesidades carnales nunca fueron fuertes, Cicerón se encontró con que en aquellos días le apetecía retirarse temprano y buscar solaz en el cuerpo de su esposa, cosa que él encontraba tan desconcertante como absurda.

Los dos estaban sumidos en un sueño profundo cuando Tirón llegó, poco después de la medianoche de aquel decimoctavo día de octubre, y los despertó.

– ¡Domine, domine! -llamó en voz baja el amado esclavo desde la puerta, con aquel encantador rostro de duende suyo por encima de la lámpara convertido en una visión del otro mundo-. ¡Domine, tienes visitas!

– ¿Qué hora es? -logró decir Cicerón al tiempo que sacaba las piernas por un lado de la cama mientras Terencia se removía y abría los ojos.

– Muy tarde, domine.

– ¿Visitas, has dicho?

– Sí, domine.

Terencia luchó por incorporarse a su lado, en la cama, pero no hizo ademán de vestirse. ¡Bien sabía que fuera lo que fuese aquello que se estaba tramando no la incluiría a ella, una mujer! Y tampoco podría volver a dormirse. Tendría que contenerse hasta que Cicerón volviera para informarle de cuál era el problema.

– ¿Quiénes, Tirón? -preguntó Cicerón mientras metía la cabeza por una túnica.

– Marco Licinio Craso y otros dos nobles, domine.

– ¡Oh, dioses!

No había tiempo para abluciones ni para calzarse; Cicerón salió apresuradamente al atrio de la casa, que ahora le parecía demasiado pequeño y vulgar para un hombre que a partir del final de aquel año podría llamarse a sí mismo consular.

Desde luego que sí, allí estaba Craso… ¡acompañado nada menos que por Marco Claudio Marcelo y Metelo Escipión! El mayordomo se afanaba en encender las lámparas; Tirón había dispuesto papel de escribir, plumas y tablillas de cera por si acaso, y los ruidos que procedían del exterior indicaban que en breve aparecerían el vino y algún tentempié.

– ¿Qué sucede? -preguntó Cicerón pasando por alto cualquier ceremonia.

– Tenías toda la razón, amigo mío -le dijo Craso; y tendió hacia él ambas manos. En la derecha sostenía una hoja de papel abierta, y en la izquierda llevaba varias canas aún dobladas y selladas. Le entregó a Cicerón la hoja abierta-. Lee esto y verás qué es lo que anda mal.

Era una carta muy breve, pero se hacía evidente que el autor era alguien muy instruido; estaba dirigida a Craso.

Soy un patriota que por mala suerte me he visto metido en una insurrección. El hecho de que te envíe estas cartas a ti en lugar de a Marco Cicerón se debe a la importancia que tienes en Roma. Nadie ha creído a Marco Cicerón. Espero que todos te crean a ti. Las cartas son copias; no he conseguido hacerme con los originales. Y tampoco me atrevo a darte ningún nombre. Lo que sí puedo decirte es que el fuego la revolución se acercan a Roma. Sal de Roma, Marco Craso, y llévate contigo a todos aquellos que no quieras que sean asesinados.

Aunque no podía competir con César cuando se trataba de leer rápidamente y en silencio, Cicerón no le andaba muy a la zaga; en un tiempo menor del que había tardado Craso en leer la nota, Cicerón levantó la mirada.

– ¡Por Júpiter, Marco Craso! ¿Cómo ha llegado esto a tus manos?

Craso se dejó caer pesadamente en una silla, y Metelo Escipión y Marcelo se sentaron juntos en un canapé. Cuando un sirviente le ofreció vino, Craso lo rechazó con la mano.

– Hemos celebrado una cena tardía en mi casa -comenzó a decir-, y me temo que me he extralimitado. Marco Marcelo y Quinto Escipión tenían en mente un plan para incrementar la fortuna de sus familias, pero no querían quebrantar precedentes senatoriales, así que acudieron a mí para pedirme consejo.

– Cierto -dijo Marcelo con cautela; no se fiaba de que Cicerón no se fuera de la lengua en lo referente a aventuras de negocios poco propias de senadores.

Pero lo último que tenía en la mente Cicerón era la tenue línea que separaba las prácticas senatoriales decentes y las ilegales, así que dijo:

– ¡Sí, sí!

– Lo dijo con impaciencia, y luego apremió a Craso-:

¡Continúa!

– Alguien aporreó la puerta de mi casa hace aproximadamente una hora, pero cuando el mayordomo salió a abrir no había nadie afuera. Al principio no se fijó en las cartas que habían dejado sobre el umbral. El ruido que produjo el montón al caer al suelo fue lo que le llamó la atención. La que he abierto venía dirigida a mí personalmente, como tú mismo puedes ver, aunque la abrí más por curiosidad que porque tuviera un presentimiento de alarma; ¿quién elegiría una manera tan extraña de entregar el correo y a semejante hora? -Craso adoptó una expresión lúgubre-. Cuando la leí se la enseñé a Marco y a Quinto, aquí presentes, y decidimos que lo mejor que podíamos hacer era traértelo todo a ti inmediatamente. Tú eres quien has estado armando todo el revuelo.

Cicerón cogió los cinco paquetes que aún no estaban abiertos y se sentó con un codo apoyado en la mesa de madera de limonero moteada de azul verdoso por la que había pagado medio millón de sestercios, sin hacer caso de que perdería valor si la rayaba. Una a una levantó las cartas hacia la luz y examinó los cierres de cera barata.

– Un sello de un lobo en lacre rojo corriente -dijo dejando escapar un suspiro-. Puede comprarse en cualquier tienda. Pasó los dedos por debajo del borde del papel de la última del montón, dio un enérgico tirón y rompió el pequeño emblema de cera roja por la mitad, mientras Craso y los otros dos lo observaban con ansiedad-. Lo leeré en voz alta -dijo entonces Cicerón mientras desdoblaba la única hoja de papel-. Esta no está firmada, pero veo que va dirigida a Cayo Manlio.

Se puso a examinar los garabatos.

Empezarás la revolución cinco días antes de las calendas de noviembre poniendo en formación tus tropas e invadiendo Fésulas. La ciudad se te entregará en masa, al menos eso has asegurado. Te creemos. Hagas lo que hagas, dirígete directamente al arsenal. Al amanecer de ese mismo día tus cuatro colegas se pondrán también en movimiento: Publio Furio contra Volaterra, Minucio contra Aretio, Publicio contra Saturnia y Aulo Fulvio contra Clusium. Esperamos que a la puesta del sol todas esas ciudades estén en nuestro poder, y que nuestro ejército sea mucho mayor; Por no decir mucho mejor equipado a costa de los arsenales.

El cuarto día antes de las calendas, aquellos de nosotros que nos encontramos en Roma daremos el golpe. No es necesario un ejército. Actuar con sigilo nos dará más resultado. Mataremos a los dos cónsules y a los ocho pretores. Lo que les ocurra a los cónsules y pretores electos para el año próximo depende de su buen sentido, pero ciertos poderes de la esfera de los negocios tendrán que morir: Marco Craso, Servilio Cepión Bruto y Tito Ático. Sus fortunas financiarán nuestra empresa con dinero más que suficiente.

Habríamos preferido aguardar más tiempo, aumentar nuestra fuerza y nuestros ejércitos, pero no podemos permitirnos esperar hasta que Pompeyo Magnus esté lo suficientemente cerca como para actuar contra nosotros antes de que nosotros estemos preparados para hacerle frente. Ya le llegará el turno a él, pero lo primero es lo primero. Que los dioses sean contigo.

Cicerón dejó la carta sobre la mesa y miró a Craso con horror.

– ¡Por Júpiter, Marco Craso! -gritó; las manos le temblaban-. ¡Se nos viene encima dentro de nueve días!