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– Cierto. Cuando Pompeyo Magnus fue cónsul e insistió en que debía haber depósitos de armamentos al norte de Roma, a muchos de nosotros no nos gustó en absoluto la idea. Admito que sus arsenales son tan inexpugnables como Nola, pero si las ciudades se rebelan… bueno… pues…

– Las ciudades no se han rebelado hasta ahora. Tienen demasiado miedo.

– Están llenas de etruscos, y los etruscos odian a Roma.

– Esta revuelta es obra de los veteranos de Sila.

– Que no viven en las ciudades.

– Precisamente.

– Entonces, ¿crees que debo intentarlo de nuevo en el Senado?

– Sí, marido. No tienes nada que perder, así que vuelve a intentarlo.

Y Cicerón lo hizo un día después, el vigésimo primer día de octubre. En la reunión hubo escasa asistencia, lo que era una indicación más de lo que los senadores de Roma pensaban del cónsul senior: que era un Hombre Nuevo, ambicioso, empeñado en hacer una montaña de una pequeñez y buscarse un motivo lo bastante serio como para pronunciar varios discursos que le valieran notoriedad para la posteridad. Catón, Craso, Catulo, César y Lúculo estaban presentes, pero gran parte del espacio de las tres gradas situadas a ambos lados se hallaba vacío. Sin embargo, Catilina andaba pavoneándose por allí, sólidamente rodeado de hombres que lo tenían en gran estima y que consideraban que se le estaba persiguiendo. Lucio Casio, Publio Sila, el sobrino del dictador, su amiguete Autronio, Quinto Annio Quilón, ambos hijos del muerto Cetego, los dos hermanos Sila que no pertenecían al clan del dictador, pero que a pesar de todo estaban bien relacionados, el ingenioso tribuno de la plebe electo Lucio Calpurnio Bestia, y Marco Porcio Leca. «Están todos metidos en ello? -se preguntaba Cicerón a sí mismo-. ¿Estoy contemplando el nuevo orden de Roma? Si es así, no me merece una gran opinión. Todos estos hombres no son más que unos sinvergüenzas.»

Respiró profundamente y comenzó…

– Estoy cansado de repetir la frase senatus consultum de re publica defendenda -anunció después de una hora de discurso de bien elegidas palabras-, así que voy a acuñar un nuevo término para el decreto último del Senado, el único decreto que el Senado puede proclamar como obligatorio para todos los Comicios, cuerpos gubernamentales, instituciones y ciudadanos. Voy a llamarlo senatus consultuni ultimuni. Y, padres conscriptos, quiero que decretéis un senatus consultum ultimum.

– ¿Contra mí, Marco Tulio? -le preguntó Catilina sonriendo.

– Contra la revolución, Lucio Sergio.

– Pero tú no has demostrado nada, Marco Tulio. Danos pruebas, no palabras!

Aquello iba a fracasar de nuevo.

– Quizá, Marco Tulio, estaríamos dispuestos a dar crédito a una rebelión en Etruria si tú abandonases este ataque personal contra Lucio Sergio -intervino Catulo-. Tus acusaciones contra él no tienen en absoluto fundamento, y eso, a su vez, arroja grandes sombras de duda sobre cualquier anormal estado de inquietud al noroeste del Tíber. Lo de Etruria es algo archisabido, y está claro que Lucio Sergio es el chivo expiatorio. No, Marco Tulio, no creeremos ni una sola palabra de ello sin que aportes pruebas más concretas que bonitos discursos.

– ¡Tengo las pruebas concretas! -resonó una voz desde la puerta; y entró el ex pretor Quinto Arrio.

Con las rodillas temblorosas, Cicerón se sentó bruscamente en la silla de marfil propia de su cargo y miró boquiabierto a Arrio, que estaba despeinado del viaje y llevaba puesto todavía el atuendo de montar a caballo.

La Cámara estaba murmurando y empezaba a mirar a Catilina, que se encontraba sentado entre sus amigos y parecía estar pasmado a causa del asombro.

– Sube al estrado, Quinto Arrio, y dinos lo que sepas.

– Hay una revolución en Etruria -dijo simplemente Arrio-. Lo he visto con mis propios ojos. Todos los veteranos de Sila han salido de sus granjas y están muy atareados reclutando voluntarios, en su mayoría hombres que han perdido sus casas o sus propiedades en estos tiempos difíciles. He encontrado su campamento a unas cuantas millas de Fésulas.

– ¿Cuántos hombres armados, Arrio? -le preguntó César.

– Unos dos mil.

Aquello provocó un suspiro de alivio, pero los rostros mostraron de nuevo preocupación cuando Arrio continuó explicando que había campamentos parecidos en Aretio, Volaterra y Saturnia, y que había además muchas probabilidades de que Clusium también estuviera implicada.

– Y qué dices de mí, Quinto Arrio? -le preguntó Catilina a voz en grito-. ¿Soy yo su líder, aunque esté aquí sentado en Roma?

– Su líder, según he podido informarme, Lucio Sergio, es un hombre llamado Cayo Manlio, que fue uno de los centuriones de Sila. Nunca oí pronunciar tu nombre, ni tengo ninguna prueba para incriminarte.

Ante lo cual los hombres que rodeaban a Catilina prorrumpieron en vítores, y el resto de la Cámara respiró aliviada. Tragándose su perra, el cónsul senior le dio las gracias a Quinto Arrio y le pidió de nuevo a la Cámara que emitiera un senatus consultum ultimum que le permitiera a él y a su gobierno tomar medidas contra las tropas rebeldes de Etruria.

– Propondré una división -dijo-. Todos aquellos que aprueben la emisión de un senatus consultum ultimum para hacer frente a la rebelión en Etruria que tengan la bondad de ponerse a mi derecha. Los que se opongan que pasen a mi izquierda.

Todos pasaron a la derecha, incluido Catilina y todos sus partidarios. Catilina tenía una expresión que decía: «Ahora hazlo todo lo peor que puedas, so advenedizo de Arpinum!»

– No obstante -dijo el pretor Léntulo Sura cuando todos hubieron vuelto a sus lugares-, las concentraciones de tropas no necesariamente significan que se intente un levantamiento en serio, por lo menos de momento. ¿Has oído alguna fecha, Quinto Arrio, cinco días antes de las calendas de noviembre, por ejemplo, que es la fecha que se menciona en esas famosas cartas enviadas a Marco Craso?

– No he oído ninguna fecha -repuso Arrio.

– Lo pregunto porque el Tesoro en este momento no se encuentra en situación de hallar grandes sumas de dinero para llevar a cabo campañas de reclutamiento masivo -continuó diciendo Léntulo Sura-. ¿Puedo sugerir, Marco Tulio, que de momento ejerzas tu… esto… tu senatus consultum ultimum de un modo comedido?

Los rostros que lo miraban fijamente aprobaban tal sugerencia, eso estaba claro; por lo tanto Cicerón se contentó con una disposición según la cual todo gladiador profesional fuera expulsado de Roma.

– Pero cómo, Marco Tulio? ¿No das directrices para que se entreguen armas a todos los ciudadanos de esta ciudad registrados para poder llevarlas en tiempos de emergencia? -le preguntó dulcemente Catilina.

– ¡No, Lucio Sergio, eso no pienso ordenarlo hasta que haya demostrado que tú y los tuyos sois enemigos públicos! -repuso bruscamente Cicerón-. ¿Por qué habría yo de entregar armas a nadie de quien considere que acabará volviendo esas armas contra todos los ciudadanos leales? -Esta persona es perniciosa! -gritó Catilina con las manos extendidas-. ¡No tiene la menor prueba, pero persiste en perseguirme maliciosamente!

Pero Catulo estaba acordándose de cómo se habían sentido Hortensio y él el año anterior, cuando habían conspirado para quitar a Catilina de la silla en la que prácticamente ellos habían instalado a Cicerón como alternativa preferible. ¿Era posible que Catilina fuera el principal instigador? Cayo Manlio era cliente suyo. También lo era otro de los revolucionarios, Publio Furio. Quizá fuera prudente averiguar si Minucio, Publicio y Aulo Fulvio eran también clientes de Catilina. Al fin y al cabo, ninguno de aquellos que se encontraban sentados alrededor de Catilina era precisamente un pilar de rectitud. Lucio Casio era un tanto gordo, y en cuanto a Publio Sila y Publio Autronio… ¿no habían sido despojados del cargo de cónsules antes de asumir siquiera dicho cargo? ¿Y no había circulado en aquella época el fuerte rumor de que estaban planeando asesinar a Lucio Cotta y a Torcuato, sus sustitutos? Catulo decidió abrir la boca.