La mayor parte de aquel espacio pertenecía al Tesoro. Aquí, en salas fuertes situadas tras grandes puertas de hierro, yacía la tangible riqueza de Roma en forma de lingotes de oro y plata, cuyo valor ascendía a muchos miles de talentos. Allí, en unos despachos sombríos iluminados por parpadeantes lámparas de aceite y con rejas en lo alto de los muros exteriores, trabajaba el núcleo de los funcionarios que llevaban los libros de cuentas públicas de Roma, desde aquellos de importancia suficiente como para ostentar el título de tribuni aerarii hasta los humildes contables y los aún más humildes esclavos públicos que barrían los polvorientos suelos, pero que solían ingeniárselas para pasar por alto las telarañas que festoneaban las paredes.
El crecimiento de las provincias y de los beneficios de Roma había hecho que el templo de Saturno se quedase pequeño para su propósito fiscal hacía ya mucho tiempo, pero los romanos eran muy poco dados a abandonar una sede una vez que el lugar se hubiera destinado a alguna empresa gubernamental, de manera que Saturno seguía allí, indeciso, como depositario del Tesoro. Otros tesoros menores de dinero acuñado y oro en barras estaban relegados a otras bóvedas bajo templos distintos; las cuentas que pertenecían a los años anteriores al corriente habían sido destinadas al Tabulario de Sila y, en consecuencia, los oficiales del Tesoro y sus subalternos habían proliferado. Otro anatema romano, los funcionarios, pero el Tesoro era, al fin y al cabo, el Tesoro; el dinero público tenía que ser sembrado, cultivado y cosechado como es debido, aunque aquello significase unas cantidades aborreciblemente grandes de empleados públicos.
Mientras la comitiva de César se quedaba rezagada para mirarlo todo con ojos brillantes y llenos de orgullo, éste subió lentamente hasta la gran puerta que estaba tallada en el muro lateral del podio de Saturno. César iba ataviado con una inmaculada toga blanca y en el hombro derecho de la túnica llevaba la ancha franja púrpura de senador; portaba una guirnalda de hojas de roble alrededor de la cabeza porque tenía que llevar su corona cívica en todas las ocasiones en que actuase en público. Mientras que otro hombre quizás le hubiese hecho una seña a un criado para que golpease la puerta con el llamador, César lo hizo él mismo, y luego aguardó hasta que la puerta se abrió con cautela y una cabeza apareció por la rendija.
– Cayo Julio César, cuestor de la provincia de Hispania Ulterior bajo el gobierno de Cayo Antistio Veto, desea presentar las cuentas de su provincia, como exige la ley y la costumbre -dijo César con voz serena.
Le fue franqueada la entrada y la puerta se cerró tras él; todos los clientes permanecieron fuera, al aire fresco.
– Tengo entendido que llegaste ayer, ¿es cierto? -le preguntó Marco Vibio, el jefe del Tesoro, cuando condujeron a César hasta su tenebroso despacho.
– Sí.
– Estas cosas no corren ninguna prisa, ya lo sabes.
– Por lo que a mí respecta, sí tengo prisa. Mi deber como cuestor no termina hasta que haya presentado las cuentas.
Vibio parpadeó.
– ¡Pues entonces preséntalas, no faltaría más!
César sacó del interior del pliegue de la toga siete rollos, cada uno de ellos sellado dos veces, una de ellas con el anillo de César y otra con el de Antitio Veto. Cuando Vibio se disponía a romper los sellos del primer rollo, César le detuvo.
– ¿Qué ocurre, Cayo Julio?
– No hay testigos presentes.
Vibio volvió a parpadear.
– Oh, bueno, no solemos preocuparnos mucho por pequeñeces de ese tipo -dijo desenfadadamente; y cogió el rollo con una sonrisa irónica en los labios.
César alargó una mano y sujetó la muñeca de Vibio.
– Pues te sugiero que empieces a preocuparte por pequeñeces como ésta -le dijo en tono agradable-. Estas son las cuentas oficiales de mi misión como cuestor en Hispania Ulterior, y solicito que haya testigos durante toda mi presentación. Si no es el momento adecuado para que sé presenten los testigos, entonces dime qué hora resulta conveniente y volveré.
El ambiente cambió dentro de la habitación, se hizo más escarchado.
– Desde luego, Cayo Julio.
Pero los primeros cuatro testigos no fueron del agrado de César y sólo después de haber examinado a doce hallaron cuatro que sí fueron de su gusto. Luego procedió a la entrevista con una rapidez e inteligencia que hizo jadear a Marco Vibio, porque no estaba acostumbrado a que los cuestores entendieran de contabilidad, ni a que tuvieran una memoria tan buena que los capacitase para ir recitando relaciones enteras de fechas sin consultar ningún material escrito. Cuando César hubo terminado, Vibio estaba sudando.
– Tengo que decir con toda sinceridad que rara vez, si es que ha ocurrido en alguna ocasión con anterioridad, he visto a un cuestor que presentase tan bien todas sus cuentas -confesó Vibio; y se limpió la frente-. Todo está en orden, Cayo Julio. De hecho, la Hispania Ulterior debería concederte un voto de agradecimiento por poner en orden tal embrollo.
Esto lo dijo con una sonrisa conciliadora; Vibio estaba empezando a comprender que aquel individuo altivo tenía intención de llegar a cónsul, así que le pareció oportuno lisonjearle.
– Si todo está en orden, me darás un documento oficial que así lo exprese. Ante testigos.
– Estaba a punto de hacerlo.
– ¡Excelente!
– ¿Y cuándo llegará el dinero? -le preguntó Vibio cuando acompañaba a la salida a su incómodo visitante.
César se encogió de hombros.
– Eso no está bajo el control de mi provincia. Supongo que el gobernador esperará para traer todo el dinero consigo al final de su mandato.
Un matiz de amargura asomó al rostro de Vibio.
– ¿No es eso normal? -preguntó retóricamente-. Lo que debería ser de Roma este año permanecerá en manos de Antitio Veto el tiempo suficiente como para que lo emplee en inversiones a su nombre y saque beneficio de ello.
– Eso es completamente legal, y no me corresponde a mí criticarlo -dijo César con suavidad, entornando los ojos al salir a la brillante luz del sol del Foro.
– ¡Ave, Cayo Julio! -se despidió súbitamente Vibio; y cerró la puerta.
Durante la hora que había durado la entrevista, el Foro inferior se había llenado bastante, y la gente corría de un lado a otro para terminar sus tareas antes de que se hiciera demasiado tarde y llegase la hora de la cena. Y entre las caras nuevas, observó César suspirando interiormente, estaba la que pertenecía a Marco Calpurnio Bíbulo, a quien él en otro tiempo levantara del suelo sin esfuerzo para colocarlo encima de un elevado armario delante de seis de sus iguales. Luego le puso el mote de Pulga. ¡Y no sin motivo! Cuando aún no habían hecho más que echarse una mirada el uno al otro, ya se detestaban; y eso ocurría de vez en cuando. Bíbulo lo había insultado de tal manera que la ofensa requería reparación fisica, seguro de que su diminuto tamaño le impediría a César pegarle. Había dado a entender que César había obtenido una magnífica flota del viejo rey Nicomedes de Bitinia prostituyéndose al propio rey. En otras circunstancias César quizás no hubiera dejado libre su mal genio, pero ello había ocurrido justo después de que el general Lúculo había dado a entender lo mismo. Y dos veces era ya demasiado; de manera que Bíbulo fue a parar a lo alto del armario, y el acto estuvo acompañado de unas cuantas palabras ofensivas. Y eso había sido el comienzo de casi un año viviendo en los mismos aposentos que Bíbulo mientras Roma, representada en la persona de Lúculo, le demostraba a la ciudad lesbia de Mitilene que no podía desafiar a su soberano. Las filas se habían dividido. Bíbulo era un enemigo.
No había cambiado en los diez años que habían transcurrido desde entonces, pensó César al aproximarse el nuevo grupo con Bíbulo a la cabeza. La otra rama de la Famosa Familia Calpurnio, apellidada Piso, estaba llena de algunos de los individuos más altos de Roma; pero la rama apellidada Bíbulo -que significaba esponjoso, en el sentido de que se empapaban de vino- era físicamente lo contrario. Ningún miembro de la nobleza romana habría tenido dificultad para decidir a qué rama de la Famosa Familia pertenecía Bíbulo. No era solamente pequeño, era diminuto, y tenía la tez tan clara que parecía desteñida; tenía pómulos salientes, el pelo incoloro, las cejas invisibles y los ojos de color gris plateado. No es que fuera poco atractivo, es que daba miedo.