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– ¡Muy bien, muy bien! -gritó Cicerón-. ¡Saliste con la tuya! ¡Quinto Cecilio Metelo Celer, te ordeno que vayas a Picenum, pero solicito que vuelvas a Roma cada undécimo día! ¡También regresarás a Roma seis días antes de que los nuevos tribunos de la plebe asuman su cargo, y permanecerás en Roma seis días después de dicho acontecimiento!

En ese momento un escriba le tendió una nota al airado cónsul senior. Cicerón la leyó y luego se echó a reír.

– ¡Bueno, Lucio Sergio! -le dijo a Catilina-, parece que se te está preparando otra pequeña dificultad. Lucio Emilio Paulo piensa acusarte bajo la lex Plautia de vi, eso acaba de anunciar desde la tribuna.

– Cicerón se aclaró la garganta ostentosamente-. ¡Estoy seguro de que sabes quién es Lucio Emilio Paulo! ¡Un colega tuyo patricio y un colega tuyo revolucionario! Regresó a Roma después de algunos años en el exilio, y va muy por detrás de su hermano Lépido en lo que se refiere a la vida pública, pero por lo visto está deseoso de demostrar que ya no alberga ni un solo hueso rebelde en su noble cuerpo. Tú considerabas que sólo nosotros, los arribistas Hombres Nuevos, estábamos en tu contra, pero no podrás llamar a un Emilio arribista. ¿O sí?

– ¡Oh, oh, oh! -dijo lentamente Catilina, levantando una ceja. Sacó una mano hacia adelante y la hizo aletear y temblar-. ¡Mira cómo tiemblo, Marco Tulio! ¿Han de procesarme acusado de incitar a la violencia pública? Pero, ¿cuándo he hecho yo eso? -Permaneció sentado, pero recorrió con la mirada las gradas con expresión terriblemente herida-. Quizá debería ofrecerme a mí mismo a la custodia de algún noble, ¿no, Marco Tulio? ¿Te complacería eso? -Miró fijamente a Mamerco-. Tú, Mamerco Emilio Lépido, príncipe del Senado, ¿me aceptas en tu casa como prisionero?

Cabeza de los Emilios Lépidos, y por lo tanto emparentado de cerca con el Paulo regresado del exilio, Mamerco se limitó a decir que no con la cabeza sonriendo.

– Yo no te quiero en mi casa, Lucio Sergio -repuso.

– ¿Y tú, cónsul senior? -le preguntó Catilina a Cicerón.

– ¿Cómo, admitir en mi casa a un asesino en potencia? ¡No, gracias! -dijo Cicerón.

– ¿Y tú, praetor urbanus?

– No puede ser -respondió Metelo Celer-. Salgo para Ficenum mañana por la mañana.

– ¿Y un plebeyo Claudio, entonces? ¿Te ofreces tú a tenerme en tu casa, Marco Claudio Marcelo? Tú te diste bastante prisa en seguir a tu amo Craso hace unos días!

– Me niego -dijo Marcelo.

– Tengo una idea mejor, Lucio Sergio -apuntó Cicerón-. ¿Por qué no te vas de Roma y te unes abiertamente a tu insurrección?

– No me iré de Roma, y no es mi insurrección -repuso Catilina.

– En ese caso, declaro terminada esta reunión -dijo Cicerón-. Roma está protegida de la mejor manera posible. Lo único que podemos hacer ahora es esperar a ver qué ocurre a continuación. Antes o después, Catilina, te traicionarás a ti mismo.

– Cómo desearía yo, sin embargo, que mi colega, tan amante de los placeres, Híbrido, regresase a Roma! -le dijo más tarde Cicerón a Terencia-. Aquí hay un estado de emergencia declarado oficialmente, y, ¿dónde está Cayo Antonio Híbrido? ¡Todavía recreándose en su playa privada de Cumae!

– No puedes ordenarle que regrese bajo el senatus consultum ultimum? -le preguntó Terencia.

– Supongo que sí.

– ¡Pues hazlo, Cicerón! Puede que lo necesites.

– Dice que padece gota.

– Sí, la gota la tiene en la cabeza -fue el veredicto que dio Terencia.

Aproximadamente cinco horas antes del amanecer del séptimo día de noviembre, Tirón despertó de nuevo a Cicerón y a Terencia de un sueño profundo.

– Tienes una visita, domina -dijo el amado esclavo.

Famosa por su reumatismo, la esposa del cónsul senior no dio ninguna muestra de ello al saltar de la cama -decentemente ataviada con un camisón, desde luego… ¡nada de dormir desnudos en casa de Cicerón!

– Es Fulvia Nobilioris -dijo ella al tiempo que empezaba a zarandear a Cicerón-. ¡Despierta, marido, despierta! ¡oh, qué gozo! ¡Por fin ha estado en una reunión de guerra!

– Me envía Quinto Curio -anunció Fulvia Nobilioris, cuyo rostro se veía viejo y desnudo, pues no había tenido tiempo de aplicarse maquillaje.

– ¿Ha cambiado de idea?

– Sí.

– La visitante cogió la copa de vino sin agua que Terencia le ofreció y dio un sorbo; se estremeció-. Se reunieron a medianoche en casa de Marco Porcio Leca.

– Quiénes se reunieron?

– Catilina, Lucio Casio, mi Quinto Curio, Cayo Cetego, los dos hermanos Sila, Gabinio Capitón, Lucio Statilio, Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio.

– ¿Léntulo Sura no?

– No.

– Entonces parece que yo estaba equivocado acerca de él.

– Cicerón se inclinó un poco hacia adelante-. ¡Sigue, mujer, sigue! ¿Qué ocurrió?

– Se reunieron para planear la caída de Roma y adelantar la rebelión -le dijo Fulvia Nobilioris, cuyo rostro ahora recuperaba un poco de color al surtir efecto el vino-. Cayo Cetego quería tomar Roma de inmediato, pero Catilina quiere esperar hasta que los levantamientos estén ya en marcha en Apulia, Umbría y el Brucio. Sugirió la noche de las Saturnales, y dio como motivo que es la única noche del año en que Roma está patas arriba, los esclavos gobiernan, las personas libres sirven y todos están borrachos. Y cree que eso es lo que tardará la revuelta en crecer.

Cicerón asintió; vio la lógica de todo aquello: las Saturnales se celebraban el decimoséptimo día de diciembre, seis semanas después. Pero para entonces toda Italia podía estar hirviendo.

– ¿Y quién ganó, Fulvia? -preguntó.

– Catilina, aunque Cetego venció en una cosa.

– ¿En cuál? -la animó suavemente el cónsul senior cuando ella se detuvo y empezó a temblar violentamente.

– Acordaron que tú debías ser asesinado de inmediato.

Desde el momento en que viera las cartas, Cicerón había sabido que no tenían intención de dejarlo con vida; pero oírlo de labios de aquella pobre mujer aterrorizada le daba un matiz de horror que Cicerón experimentó por primer vez. ¡Habían de asesinarlo inmediatamente!

– ¿Cómo y cuándo? -le preguntó-. ¡Vamos, Fulvia, dímelo! ¡No voy a llevarte a juicio, tú te has ganado una recompensa, no un castigo! ¡Dímelo!

– Lucio Vargunteyo y Cayo Cornelio se presentarán aquí al alba junto con tus clientes -dijo ella.

– ¡Pero ellos no son clientes míos! -le indicó Cicerón perplejo.

– Ya lo sé. Pero se decidió que vendrían a pedirte que los aceptases como clientes con la esperanza de que apoyases su regreso a la vida pública. Una vez aquí, pedirán una entrevista en privado en tu despacho para exponer su caso. Pero en lugar de eso, te apuñalarán hasta matarte y escaparán antes de que tus clientes se percaten de lo que ha ocurrido -le explicó Fulvia.

– Entonces eso tiene fácil solución -dijo Cicerón suspirando con alivio-. Atrancaré las puertas, pondré vigilancia en el peristilo y me negaré a recibir a mis clientes alegando que estoy enfermo. Y no saldré a la calle en todo el día. Ha llegado el momento de celebrar consejos.

– Se puso en pie para darle palmaditas en la mano a Fulvia Nobilioris-. Te lo agradezco muy sinceramente, y dile a Quinto Curio que con su intervención se ha ganado el perdón completo. Pero dile también que si está dispuesto a testificar y a contarle todo esto a la Cámara pasado mañana, se convertirá en un héroe. Le doy mi palabra de que no permitiré que le ocurra nada.

– Se lo diré.

– ¿Qué es lo que tiene planeado exactamente Catilina para las Saturnales?

– Tienen un gran acopio de armas en alguna parte, pero Quinto Curio no conoce el lugar; éstas se distribuirán entre todos los partidarios. Se provocarán doce incendios separados en toda la ciudad, incluido uno en el Capitolio, dos en el Palatino, dos en las Carinae y uno a cada lado del Foro. Algunos hombres han de ir a las casas de todos los magistrados y matarlos.