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– Excepto a mí, que ya estaré muerto.

– Sí.

– Será mejor que te vayas, Fulvia -le dijo Cicerón al tiempo que le hacía una seña con la cabeza a su esposa-. Puede que Vargunteyo y Cornelio lleguen un poco temprano y no creo que sea bueno que te vean por aquí. ¿Has traído escolta?

– No -repuso ella en un susurro; la cara se le había puesto blanca otra vez.

– Entonces enviaré contigo a Tirón y a otros cuatro para que te acompañen.

– ¡Vaya, bonito complot! -ladró Terencia al entrar con energía en el despacho de Cicerón en cuanto se hubo organizado la marcha de Fulvia -Nobilioris.

– Querida mía, sin ti yo ya habría muerto.

– Me doy perfecta cuenta de ello -dijo Terencia sentándose-.

He dado órdenes a los criados para que echen todos los cerrojos y las trancas en cuanto hayan regresado Tirón y los demás. Ahora escribe un aviso que diga que estás enfermo y no quieres recibir a nadie para que yo lo ponga en la puerta principal.

Cicerón, obediente, escribió el aviso, se lo entregó a su esposa y dejó que ésta se encargase de la logística. ¡Qué buen general de tropas habría sido Terencia! No se le olvidó nada, todo quedó bien cerrado.

– Necesitas ver a Catulo, a Craso, a Hortensio, si es que ha regresado de la costa, a Mamerco y a César -le dijo ella una vez que hubieron terminado los preparativos.

– No hasta esta tarde -dijo Cicerón débilmente-. Asegurémonos primero de que estoy fuera de peligro.

Tirón estaba apostado en el piso de arriba, asomado a una ventana desde la que se veía perfectamente la puerta principal; una hora después del amanecer informó de que Vargunteyo y Cornelio se habían marchado por fin, aunque no lo hicieron hasta después de intentar forzar varias veces la cerradura de la robusta puerta principal de Cicerón.

– Oh, esto es repugnante! -gritó el cónsul senior-. ¿Yo, el cónsul senior, tengo que estar encerrado en mi propia casa? ¡Tirón, manda a llamar a todos los consulares de Roma! Mañana le daré su merecido a Catilina.

Quince consulares acudieron a la cita: Mamerco, Publícola, Catulo, Torcuato, Craso, Lucio Cotta, Vatia Isáurico, Curio, Lúculo, Varrón Lúculo, Volcacio Tulo, Cayo Marcio Figulo, Glabrio, Lucio César y Cayo Pisón. Ni a los cónsules electos ni al pretor urbano electo, César, se les invitó; Cicerón había decidido que el consejo de guerra fuera solamente consultivo.

– Por desgracia no puedo convencer a Quinto Curio para que testifique, y eso significa que no tengo un caso sólido -dijo pesadamente cuando todos estos hombres se hubieron instalado en un atrio que resultaba demasiado pequeño como para que pudieran estar cómodos. ¡Tendría que conseguir dinero en alguna parte para comprar una casa mayor!-. Y tampoco hará ninguna declaración Fulvia Nobilioris, ni siquiera en el supuesto de que el Senado accediera a oír la declaración de una mujer.

– Por si te sirve de consuelo, Cicerón, yo ahora sí te creo -le dijo Catulo-. Pienso que no puedes haberte sacado de la imaginación todos esos nombres.

– ¡Vaya, gracias, Quinto Lutacio! -dijo Cicerón con los ojos relampagueantes-. ¡Tu aprobación me llega al corazón, pero no me ayuda a decidir qué he de decir en el Senado mañana!

– Concéntrate en Catilina y olvídate de los demás -le aconsejó Craso-. Saca de tu caja mágica uno de esos estupendos discursos y dirígelo sólo contra Catilina. Lo que tienes que hacer es empujarlo a que se marche de Roma. El resto de la banda puede quedarse… pero nos encargaremos de tenerlos bien vigilados. Cortemos la cabeza que Catilina quería injertar en el cuello del cuerpo de la Roma fuerte pero sin cabeza.

– No se marchará si no lo ha hecho todavía -dijo Cicerón con aire lúgubre.

– Quizás sí -dijo Lucio Cotta-, si logramos convencer a ciertas personas de que eviten acercarse a él en la Cámara. Puedo encargarme de ir a ver a Publio Sila, y Craso puede ir a ver a Autronio, él lo conoce bien. Son con mucho los dos peces más gordos del estanque de Catilina, y yo apostaría ahora mismo a que si ellos evitan acercarse a él cuando entren en la Cámara, incluso aquellos cuyos nombres hemos oído hoy lo abandonarán. El instinto de conservación tiende a socavar la lealtad.

– Se levantó y sonrió-. ¡Moved el culo, colegas consulares! Dejemos que Cicerón escriba el discurso más importante de su vida.

Que Cicerón había trabajado con denuedo se hizo evidente a la mañana siguiente, cuando reunió al Senado en el templo de Júpiter Stator, situado en la esquina de la Velia, un lugar difícil de atacar y fácil de defender. Había centinelas ostentosamente apostados en el exterior, y eso, naturalmente, atrajo un numeroso y curioso público de asiduos profesionales del Foro. Catilina llegó temprano, como Lucio Cotta había predicho, así que la táctica de dejarlo aislado se llevó a cabo de forma descarada. Sólo Lucio Casio, Cayo Cetego, el tribuno de la plebe electo Bestia y Marco Porcio Leca se sentaron junto a él, que miraba furioso a Publio Sila y a Autronio.

Luego se produjo un visible cambio en Catilina. Primero se volvió hacia Lucio Casio y le susurró algo al oído, luego hizo lo mismo con los demás. Los cuatro dijeron que no con lentos movimientos de cabeza, pero Catilina ganó la batalla. En silencio, se levantaron y se alejaron de él.

Después de lo cual Cicerón comenzó su discurso diciendo que había habido una reunión nocturna para planear la caída de Roma, y lo completó con todos los nombres de los hombres presentes y el nombre de aquél en cuya casa había tenido lugar la reunión. Cicerón exigía una y otra vez a lo largo del discurso que Lucio Sergio Catilina abandonase Roma, que librase a la ciudad de su maligna presencia.

Sólo una vez le interrumpió Catilina.

– ¿Quieres que me vaya al exilio voluntariamente, Cicerón? -le preguntó en voz muy alta, porque las puertas estaban abiertas y la multitud se agolpaba fuera y se esforzaba por oír todas las palabras-. ¡Adelante, Cicerón, pregúntale a la Cámara si cree que yo debo irme al exilio voluntariamente! ¡Si la Cámara dice que debo hacerlo, lo haré!

A lo cual Cicerón no respondió, sólo siguió su apabullante discurso: Vete, márchate, Catilina, abandona Roma, ése era el tema del mismo.

Y después de tanta incertidumbre, resultó ser bastante fácil. Cuando Cicerón terminó, Catilina se puso en pie y adoptó un aire majestuoso.

– ¡Me voy, Cicerón! ¡Abandono Roma! Ni siquiera quiero permanecer aquí mientras Roma esté gobernada por un huésped procedente de Arpinum, un residente forastero que ni es romano ni latino! ¡No eres más que un patán samnita, Cicerón, un tosco campesino de las colinas sin antepasados ni influencia! ¿Crees que eres tú quien me ha obligado a marcharme? ¡Bueno, pues no! ¡Han sido Catulo, Mamerco, Cotta, Torcuato! ¡Me voy porque ellos me han abandonado, no por nada de lo que tú digas! Cuando los iguales de un hombre lo abandonan, ese hombre está verdaderamente acabado. Por eso me voy.

Se produjo un rumor de sonidos confusos en el exterior cuando Catilina se abrió paso airadamente entre los asiduos del Foro. Luego se hizo el silencio.

Ahora los senadores se levantaban para cambiarse de sitio y alejarse de aquellos a quienes Cicerón había nombrado en su discurso, incluso hubo quien se alejó de su propio hermano: Publio Cetego había decidido claramente apartarse de Cayo y mantenerse alejado de la conspiración.

– Espero que estés contento, Marco Tulio -le dijo César.

Fue una victoria, claro que fue una victoria, pero sin embargo pareció evaporarse, incluso después de que Cicerón, al día siguiente, se dirigió a la multitud del Foro desde la tribuna. Al parecer dolido por los comentarios concluyentes de Catilina, Catulo se levantó cuando la Cámara se reunió dos días después y leyó en voz alta una carta de Catilina en la que se declaraba inocente y consignaba a su esposa, Aurelia Orestilla, al cuidado y la custodia del propio Catulo. Empezaron a circular rumores de que Catuina ya se había ido al exilio voluntario, y de que se había dirigido por la vía Aurelia fuera de Roma -la dirección correcta- con sólo tres compañeros que no eran de renombre, incluido su amigo de la infancia Tongilio. Esto hizo que hubiera una reacción; ahora algunos hombres empezaban a cambiar de opinión, y en vez de considerar a Catilina culpable pensaban que era una víctima.