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La vida podía habérsele hecho cada vez más insoportable a Cicerón de no haber sido porque unos cuantos días después llegaron noticias de Etruria. Catilina no había continuado hacia el exilio en Masilia; en cambio se había puesto la toga praetexta y la insignia de cónsul, había ataviado a doce hombres con túnicas de color escarlata y les había dado las fasces junto con las hachas. Se le había visto en Aretio con un simpatizante, Cayo Flaminio, de una familia patricia venida a menos, y ahora ostentaba un águila de plata que él aseguraba que era la auténtica que Cayo Mario le había dado a sus legiones. Puesto que había sido siempre la principal fuente de fuerza de Mario, Etruria se había adherido a aquella águila.

Eso, desde luego, determinó la desaprobación de consulares como Catulo y Mamerco. (Por lo visto Hortensio había decidido que era preferible sufrir de gota en Miseno que de jaqueca en Roma, pero la gota de Antonio Híbrido en Cumae se estaba conviniendo rápidamente en una excusa inverosímil para quedarse fuera de Roma y de sus deberes como cónsul junior.)

Sin embargo, algunos de los pececillos senatoriales de menos importancia seguían siendo de la opinión de que todos los acontecimientos habían sido causados por Cicerón, que era en realidad la incansable persecución a que Cicerón había sometido a Catilina lo que había acabado por sacar de quicio a éste. Entre éstos se encontraba el hermano menor de Celer, Metelo Nepote, que pronto había de asumir el cargo de tribuno de la plebe. Catón, que también sería tribuno de la plebe, elogió a Cicerón, lo cual tuvo como consecuencia básicamente que Nepote se pusiese a chillar todavía más fuerte, porque odiaba a Catón.

– Oh, ¿desde cuándo una insurrección es un asunto tan conflictivo y tan tenue? -le gritó Cicerón a Terencia-. ¡Por lo menos Lépido se pronunció! ¡Patricios, patricios! ¡Ellos no pueden hacer nada mal! ¡Y aquí estoy yo con un hatajo de criminales en las manos a los que si ni siquiera puedo acusar de que estropean los conductos del agua, no digamos ya de traición!

– Anímate, marido -le dijo Terencia, que aparentemente disfrutaba viendo a Cicerón más malhumorado de lo que ella solía estar-. Ha empezado a suceder, y continuará sucediendo; tú espera y verás. Pronto todos los que tienen dudas, desde Metelo Nepote hasta César, tendrán que admitir que tienes razón.

– César podría haberme ayudado más de lo que lo ha hecho -dijo Cicerón muy disgustado.

– Fue él quien envió a Quinto Arrio -le recordó Terencia, quien aquella temporada sentía muchas simpatías por César porque su hermanastra, la vestal Fabia, se deshacía en alabanzas hacia el pontífice máximo.

– Pero no me respalda en la Cámara, no hace más que criticarme por el modo como interpreto el senatus consultum ultimum. Me parece que todavía cree que Catilina ha sido perjudicado.

– Catulo también piensa así, aunque César y él no se amen precisamente -dijo Terencia. Dos días después llegó a Roma la noticia de que Catilina y Manho por fin habían aunado sus fuerzas y tenían dos legiones enteras de soldados con mucha experiencia, además de varios miles más que aún se estaban entrenando. Fésulas no se había desmoronado, lo cual significaba que su arsenal continuaba intacto, y tampoco ninguna de las otras ciudades importantes de Etruria se había mostrado de acuerdo en donar el contenido de sus arsenales a la causa de Catilina. Aquello era indicativo de que una gran parte de Etruria no tenía fe en Catilina.

La Asamblea Popular ratificó el decreto senatorial y declaró a Catilina y a Manlio enemigos públicos; eso significaba que se les despojaba de la ciudadanía y de los derechos que ello entrañaba, y que si se les aprehendía se les sometería a juicio por traición. Como por fin Cayo Antonio Híbrido había regresado a Roma -con gota en el dedo y todo-, Cicerón se aprestó a darle instrucciones para que se pusiera al frente de las tropas reclutadas en Capua y Picenum -formadas todas ellas por veteranos de guerras anteriores- y se dirigiera a las puertas de Fésulas para hacer frente a Catilina y a Manlio. Sólo por si el dedo gotoso seguía siendo un impedimento, el cónsul senior tuvo la precaución de proporcionarle a Híbrido un excelente segundo en el mando, el vir militaris Marco Petreyo. El propio Cicerón asumió la responsabilidad de organizar la defensa de la ciudad de Roma, y ahora sí empezó a repartir el armamento: pero no entre personas que él, Ático, Craso o Catulo -que ahora se habían inclinado por completo del lado de Cicerón- considerasen sospechosas. Nadie sabía lo que Catilina podría estar tramando ahora, aunque Manlio le envió una carta al triunfador Rex, que seguía en el campo de batalla en Umbría; fue una sorpresa que Manlio escribiera así, pero aquello no podía cambiar nada.

En tal punto, con Roma dispuesta a repeler un ataque desde el Norte, Pompeyo Rufo en Capua y Metelo Pequeña Cabra en Apulia dispuestos a encargarse de cualquier incidente que pudiera surgir en el Sur, desde una fuerza formada por gladiadores a un levantamiento de esclavos, a Catón se le antojó dar al traste con las estratagemas de Cicerón y poner en peligro la capacidad de la ciudad para afrontar los hechos después del relevo de cónsules que se avecinaba. Noviembre tocaba a su fin cuando Catón se levantó en la Cámara y anunció que iba a empezar un proceso contra Lucio Licinio Muena, el cónsul junior electo, por haber obtenido el cargo mediante sobornos. Como tribuno de la plebe electo, vociferó, le parecía que no tenía tiempo que perder dirigiendo él en persona el juicio criminal, así que el derrotado candidato Servio Sulpicio Rufo actuaría como acusador, con su hijo -apenas hombre- como segundo acusador y el patricio Cayo Postumio como tercero. El juicio tendría lugar en el Tribunal de Sobornos, pues los fiscales eran todos patricios y por ello no podían utilizar a Catón ni a la Asamblea Plebeya.

– ¡Marco Porcio Catón, no puedes hacer eso! -le gritó Cicerón, horrorizado, mientras se ponía en pie de un salto-. ¡La culpabilidad o inocencia de Lucio Murena ahora está fuera de lugar! La rebelión pende sobre nuestras cabezas! ¡Eso significa que no podemos empezar el año nuevo sin uno de los cónsules! Si tenías intención de hacerlo, ¿por qué precisamente ahora? ¿Por qué no lo has hecho eh otro momento del año, con anterioridad?

– El deber es el deber -dijo Catón sin inmutarse-. Las pruebas acaban de salir a la luz, y yo hice la promesa hace meses en esta Cámara de que si llegaba a mi conocimiento que un candidato consular había recurrido al soborno, me encargaría personalmente de que se le acusase y se le procesase. ¡A mí me da lo mismo en qué situación quede Roma para el año nuevo! El soborno es el soborno. Hay que erradicarlo a toda costa.

– ¡Pues el precio será probablemente la caída de Roma! ¡Retrasa el proceso!

– ¡Nunca! -gritó Catón-. ¡Yo no soy marioneta tuya ni la de ningún otro! ¡Yo veo cuál es mi deber y lo cumplo!

– ¡Sin duda estarás cumpliendo con tu deber de juzgar a algún pobre desgraciado mientras Roma se hunda bajo el mar Toscano!

– ¡De momento el mar Toscano me ahoga a mí!

– ¡Que los dioses nos libren de más gente como tú, Catón!

– ¡Roma sería un lugar mejor si hubiera más como yo!

– ¡Si hubiera más como tú, Roma no funcionaría! -voceó Cicerón levantando los brazos y abarcando el aire con las manos-. Cuando las ruedas están tan limpias que chirrían, Marco Porcio Catón, también suelen engancharse! ¡Las cosas ruedan mucho mejor con un poco de grasa sucia!