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– Vaya si es verdad eso -dijo César sonriendo.

– Retrásalo, Catón -le pidió Craso con cansancio.

– El asunto ahora está ya enteramente fuera de mis manos -dijo Catón con aire engreído-. Servio Sulpicio está determinado a hacerlo.

– Y pensar que en otro tiempo yo tenía buen concepto de Servio Sulpicio! -le dijo Cicerón a Terencia aquella noche.

– Oh, Catón se lo ha metido en la cabeza, marido, de eso puedes estar seguro.

– ¿Qué es lo que quiere Catón? ¿Ver caer a Roma sólo porque cree que debe hacerse justicia sin dilación? ¿Es que no es capaz de darse cuenta del peligro que supone que sólo un cónsul asuma el cargo el día de año nuevo? ¿Y para colmo, un cónsul solo y tan enfermo como Silano? -Cicerón golpeó una mano contra la otra lleno de angustia-. ¡Estoy empezando a pensar que cien Catilinas no representan tanta amenaza para Roma como un solo Catón!

– Bueno, entonces tendrás que encargarte de que ese Sulpicio no consiga que declaren culpable a Murena -le dijo Terencia, siempre práctica-. Defiende a Murena tú mismo, Cicerón, y consigue que Hortensio y Craso te respalden.

– Los cónsules en el cargo normalmente no defienden a los cónsules electos.

– Entonces sienta un precedente. A ti se te da muy bien eso. Y también te trae suerte, ya lo he observado en otras ocasiones con anterioridad.

– Hortensio sigue en Miseno con el dedo gordo del pie vendado.

– Pues haz que vuelva, aunque tengas que secuestrarlo.

– Acabemos de una vez para siempre con ese caso. Tienes toda la razón, Terencia. Valerio Flaco es iudex en el Tribunal de Sobornos… un patricio, así que sólo cabe esperar que tenga el sentido común de comprender mi interés y no el de Servio Sulpicio.

– Un esperanzado pero astuto brillo apareció en la mirada de Cicerón-. Me pregunto si Murena me estaría tan agradecido cuando consiga que lo declaren inocente como para regalarme una espléndida casa nueva, ¿eh?

– ¡Ni siquiera se te ocurra pensar en eso, Cicerón! Eres tú quien necesita a Murena, no al revés. Espera a toparte con alguien considerablemente más desesperado antes de exigir unos honorarios de esa importancia.

Así que Cicerón se contuvo y no le insinuó a Murena que necesitaba una casa nueva, y defendió al cónsul electo sin mayor recompensa que una bonita pintura realizada por un pintor menor griego de hacía doscientos años. A Hortensio, que no dejó de gruñir y de quejarse, le hicieron regresar a la fuerza de Miseno, y Craso tomó parte en la refriega con toda su meticulosidad y paciencia. Era un triunvirato de abogados defensores demasiado formidable para el apesadumbrado Servio Sulpicio Rufo, y lograron el perdón para Murena sin necesidad de sobornar al jurado, cosa que nunca se les había pasado por la cabeza teniendo en cuenta que allí estaba Catón vigilando hasta el menor movimiento.

¿Qué más podía ocurrir después de aquello?, se preguntaba Cicerón mientras trotaba hacia su casa desde el Foro para ver si Murena le había enviado ya el cuadro. ¡Qué buen discurso había pronunciado! El último discurso, desde luego, antes de que el jurado emitiera el veredicto. Uno de los mayores valores de Cicerón era su habilidad para cambiar el curso de sus argumentos después de haber calibrado la disposición del jurado, hombres que él en su mayoría conocía bien, naturalmente. Por fortuna, el jurado de Murena estaba formado por individuos a quienes les encantaba el ingenio y les gustaba reírse. Por ello había basado su discurso en el tono humorístico, y había causado gran diversión mofándose de la adhesión de Catón a la-generalmente impopular- filosofía estoica fundada por Zenón, aquel horrible y aburrido griego antiguo. El jurado lo escuchó absolutamente lleno de interés, adoró cada una de las palabras que Cicerón pronunció, cada uno de los matices… y especialmente su brillante imitación de Catón, desde la postura hasta la voz, pasando por remedar con un gesto de la mano la gigantesca nariz de Catón. Y cuando se removió para desembarazarse de la túnica, todo el jurado se revolcó por el suelo de la risa.

– ¡Vaya cómico que tenemos como cónsul senior! -dijo a voces Catón después de que el veredicto resultó ser ABSOLVO. Lo cual sólo sirvió para que el jurado se riera aún más, y considerase a Catón un mal perdedor.

– Me recuerda lo que oí acerca de Catón cuando estaba en Siria después de morir su hermano Cepión -dijo Ático durante la cena aquella noche.

– ¿Qué se contaba? -le preguntó Cicerón por compromiso; en realidad no le interesaba lo más mínimo oír nada sobre Catón, pero tenía a motivos suficientes para estarle agradecido a Ático, presidente del jurado.

– Pues por lo visto iba andando por la carretera como un mendigo, con tres esclavos y en compañía de Munacio Rufo y Atenodoro Cordilión, cuando las puertas de Antioquía aparecieron, imponentemente altas, a lo lejos, y fuera de la ciudad vio una enorme multitud que se acercaba lanzando vítores. «¿Veis cómo mi fama me precede? -les preguntó Catón a Munacio Rufo y a Atenodoro Cordilión-. Toda Antioquía ha salido a rendirme homenaje porque soy un ejemplo perfecto de lo que debería ser todo romano:

humilde, frugal… ¡un ejemplo de mos maiorum!» Munacio Rufo, que fue quien me lo contó cuando nos tropezamos en Atenas, me dijo que él dudaba que aquello fuera así, pero el viejo Atenodoro Cordilión se creyó hasta la última palabra, de manera que empezó a hacerle reverencias y a cepillar a Catón. Luego llegó la multitud con guirnaldas en las manos, y las doncellas arrojaban pétalos de rosa. El ethnarc habló: «Cuál de vosotros es el gran Demetrio, el esclavo manumitido del glorioso Cneo Pompeyo Magnus?», preguntó. Al oír lo cual Munacio Rufo y los tres esclavos cayeron al suelo de la risa, e incluso Atenodoro Cordilión encontró tan graciosa la cara que puso Catón que se unió a ellos en la risa. ¡Pero Catón estaba lívido! No le veía el lado gracioso al asunto. ¡Sobre todo porque el manumitido de Magnus, Demetrio, era un chulo perfumado!

Aquélla fue una buena anécdota y Cicerón se estuvo riendo de buena gana.

– He oído que Hortensio se ha vuelto cojeando a Miseno a toda prisa.

– Es su hogar espiritual… con todos esos peces ineptos.

– Y ninguno ha sucumbido a la tentación de aprovecharse de la amnistía del Senado, Marco. ¿Qué va a pasar ahora?

– ¡Ojalá lo supiera, Tito, ojalá lo supiera!

Nadie habría imaginado que el desarrollo posterior de los acontecimientos derivaría de la presencia en Roma de una delegación de alóbroges, hombres de una tribu gala situada mucho más arriba del Ródano, en la Galia Transalpina. Guiados por uno de los ancianos de la tribu, conocido como Brogo, habían llegado a Roma para protestar por el modo como habían sido tratados por una serie de gobernadores, como Cayo Calpurnio Pisón, y por ciertos prestamistas que se hacían pasar por banqueros. Desconocedores de la lex Gabinia, que ahora confinaba al mes de febrero la visita de tales delegaciones, no habían logrado conseguir una dispensa que acelerase su petición. De manera que, o bien regresaban a la Galia Transalpina, o permanecían en Roma durante dos meses más, gastándose una fortuna en pagarse la posada y sobornar a senadores necesitados. Por tanto habían decidido marcharse a su tierra y regresar a principios de febrero. Y no estaban de muy buen humor, desde el más insignificante de los esclavos galos hasta el propio Brogo, pasando por toda la jerarquía intermedia. Como le dijo Brogo a su mejor amigo entre los romanos, el banquero manumitado Publio Umbreno:

– Parece una causa perdida, Umbreno, pero regresaremos si puedo convencer a las tribus de que tengan paciencia. Entre nosotros hay algunos que hablan de ir a la guerra.

– Bueno, Brogo, hay una larga tradición alóbroge de guerras contra Roma -le dijo Umbreno, al que se le acababa de ocurrir una brillante idea-. Mira cómo hiciste saltar a Pompeyo Magnus cuando fue a Hispania a luchar contra Sertorio.