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– La guerra con Roma es inútil, creo yo -sentenció Brogo apesadumbrado- Las legiones son como la piedra de molino, y muelen sin descanso. Los matas en una batalla y piensas que los has derrotado, pero allí están a la temporada siguiente, dispuestos a volver a empezar.

– ¿Y si contaseis con el respaldo de Roma en una guerra? -le preguntó suavemente Umbreno.

Brogo ahogó una exclamación.

– ¡No te comprendo!

– Roma no es un todo unido, Brogo, está dividida en muchas facciones. Precisamente en este momento, como tú sabes, hay una facción poderosa guiada por algunos hombres muy inteligentes que han decidido disputarle el gobierno al Senado y al pueblo de Roma tal como son ahora.

– ¿Catilina?

– Catilina. ¿Y si yo consiguiera que Catilina os garantizase que, una vez que sea dictador en Roma, los alóbroges recibirán como recompensa la plena posesión de todo el valle del Ródano, digamos, por ejemplo, al norte de Valentia?

Brogo se quedó pensativo.

– Una oferta muy tentadora, Umbreno.

– Una auténtica oferta, te lo aseguro.

Brogo suspiró y sonrió.

– El único problema es que no tenemos manera de saber a qué altura te encuentras tú en la estima de un hombre como el gran aristócrata Catilina.

En otras circunstancias Umbreno quizá se hubiera ofendido ante aquella valoración de su propia influencia, pero ahora no, no mientras aquella brillante idea continuase creciendo. Así que dijo:

– Sí, ya sé a qué te refieres, Brogo. ¡Claro que sé a qué te refieres! ¿Aliviaría tus temores el que yo pudiese organizarte una reunión con un pretor que es un patricio Cornelio, cuyo rostro conoces bien?

– Eso aliviaría mis temores -dijo Brogo.

– La casa de Sempronia Tuditani sería ideaclass="underline" está cerca y su marido se halla ausente. Pero no tengo tiempo de guiarte hasta allí, así que será mejor que lo hagamos detrás del templo de Salus, en la Alta Semita, dentro de dos horas -le dijo Umbreno; y se marchó corriendo de la habitación.

Más tarde Publio Umbreno no podía recordar cómo se las arregló para organizarlo todo en aquellas dos horas, pero organizarlo, desde luego, lo organizó. Tuvo que ir a ver al pretor Publio Cornelio Léntulo Sura, a los senadores Lucio Casio y Cayo Cetego, y a los caballeros Publio Gabinio Capitón y Marco Cepario. Al acabar la segunda hora, Umbreno llegó al callejón de la parte trasera del templo de Salus -un lugar desierto- en compañía de Léntulo Sura y Gabinio Capitón.

Léntulo Sura sólo permaneció allí el tiempo suficiente para saludar a Brogo con ciertos aires de superioridad; estaba claro que no se sentía cómodo y que deseaba marcharse cuanto antes. Por tanto quedó en manos de Umbreno y de Gabinio Capitón entenderse con Brogo, actuando Capitón como portavoz de los conspiradores. Los cinco alóbroges escuchaban atentamente, pero cuando por fin Capitón acabó de hablar, los galos se mostraron tímidos y cautos, y no quisieron comprometerse.

– Bueno, no sé…

– comenzó a decir Brogo.

– Qué hace falta para convencerte de que estamos hablando en serio? -le preguntó Umbreno.

– No estoy seguro -dijo Brogo con aire confundido-. Déjanos que lo pensemos esta noche, Umbreno. ¿Podríamos encontrarnos aquí mañana al amanecer? Y así lo acordaron.

Los alóbroges volvieron a la posada, en el límite del Foro, curiosa coincidencia, porque un poco más arriba en la falda de la colina, en la vía Sacra, estaba el arco triunfal erigido por Quinto Fabio Máximo Alobrógico, quien había conquistado -temporalmente- la tribu de galos del mismo nombre hacía muchas décadas, y había añadido el nombre de la tribu al suyo propio. Por lo tanto Brogo y sus compañeros alóbroges se quedaron contemplando aquella estructura que les recordaba que ellos estaban entre la clientela de los descendientes de Alobrógico. Su actual patrono era Quinto Fabio Sanga, el bisnieto.

– Desde luego, la oferta parece verdaderamente atractiva -les comentó Brogo a sus compañeros mientras miraba fijamente el arco-. Sin embargo, también podría significar el desastre para nosotros. Si alguno de los impetuosos se entera de la proposición que nos han hecho, no se detendrán a considerarlo, sino que irán a la guerra de inmediato. Y mis huesos me dicen que es mejor que no.

Como en aquella delegación no había impetuosos, los alóbroges decidieron ir a ver a su patrono, Quinto Fabio Sanga.

Sabia decisión, tal como resultaron luego las cosas. Fabio Sanga fue derecho a ver a Cicerón.

– ¡Por fin los tenemos, Quinto Fabio! -gritó Cicerón.

– ¿Cómo? -quiso saber Sanga, que no tenía suficientes luces para aspirar a un cargo más elevado y al que, en consecuencia, había que explicárselo todo.

– Vuelve con los alóbroges y diles que deben pedirle cartas firmadas a Léntulo Sura, ¡lo sabía, lo sabía!, y también a otros conspiradores de alto rango. Deben insistir en que los lleven a Etruria a ver a Catilina en persona: una petición lógica teniendo en cuenta lo que les han pedido que hagan. Y ello también significa un viaje fuera de Roma, y la presencia de un guía de entre los conspiradores.

– ¿Y qué importancia tiene el guía? -le preguntó Sanga parpadeando.

– Sólo que el hecho de tener con ellos a uno de los conspiradores hará que resulte más prudente que la expedición salga en secreto en mitad de la noche -dijo Cicerón con paciencia.

– ¿Es necesario que salgan de Roma de noche?

– ¡Muy necesario, Quinto Fabio, créeme! Apostaré hombres a ambos extremos del puente Mulvio, cosa que resulta más fácil si es de noche. Cuando los alóbroges y su guía conspirador estén en el puente, mis hombres saltarán sobre ellos. Por fin tendremos pruebas tangibles: las cartas.

– ¿No pensarás hacer daño a los alóbroges? -le preguntó Sanga, muy alarmado ante la idea de que alguien saltase sobre alguien.

– ¡Claro que no! Ellos forman parte del plan, pero tú asegúrate bien de que no opongan resistencia. También podrías decirle a Brogo que insista en guardar él mismo las cartas y que se rodee de los hombres de su tribu, por si algún conspirador que fuera con ellos intentase destruir las pruebas tangibles.

– Cicerón miró con seriedad a Fabio Sanga-. ¿Está todo claro, Quinto Fabio? ¿Te acordarás de todo sin hacerte un lío?

– Vuelve a repetírmelo -dijo Sanga.

Cicerón dejó escapar un suspiro y después se lo explicó de nuevo. Y al final del día siguiente Cicerón se enteró por Sanga que Brogo y sus alóbroges tenían en su poder tres cartas, una de Léntulo Sura, otra de Cayo Cetego y otra de Lucio Statilio. Cuando le pidieron que escribiera, Lucio Casio se había negado y había dado la impresión de estar intranquilo. ¿Le parecía a Cicerón que bastaría con aquellas tres cartas?

¡Sí, sí! Cicerón se apresuró a volver junto a su criado más veloz.

Y así, en el segundo cuarto de la noche, una pequeña cabalgata salía de Roma por la vía Lata, que iba a dar a la gran carretera del norte, la vía Flaminia, después d cruzar el Campo de Marte de camino hacia el puente Mulvio. Con Brogo y sus alóbroges viajaba su guía, Tito Volturcio de Crotón, así como un Lucio Tarquinio y el caballero Marco Cepario.

Todo fue bien hasta que el grupo llegó al puente Mulvio unas cuatro horas antes del alba; iban apresurados por el pavimento de piedra. Cuando el último caballo entró al trote en el propio puente, el pretor Flaco, que estaba situado en el extremo sur, le hizo señales con la lámpara al pretor Pontino, que estaba en el extremo norte; ambos pretores, cada uno respaldado por una centuria de buena milicia ciudadana voluntaria, avanzaron velozmente para bloquear el puente. Marco Cepario desenvainó la espada e intentó luchar, Volturcio se rindió y Tarquinio, que era un fuerte nadador, saltó del puente hacia las oscuras aguas del Tíber. Los alóbroges, obedientes, se detuvieron en apretado grupo y tiraron de las riendas de sus caballos con tanta firmeza como Brogo sujetaba las cartas que llevaba en una bolsa atada a la cintura.