Выбрать главу

Cicerón estaba esperando cuando Pontino, Valerio Flaco, los alóbroges, Volturcio y Cepario llegaron a su casa justo antes del amanecer. También estaba esperando Fabio Sanga, un hombre no muy brillante, quizás, pero exquisitamente consciente de su deber de patrono.

– ¿Tienes las cartas, Brogo? -le preguntó Fabio Sanga.

– Tengo cuatro -repuso Brogo mientras abría la bolsa y sacaba tres rollos delgados más una sola hoja de papel doblada y sellada.

– ¿Cuatro? -preguntó ansioso Cicerón-. ¿Cambió de opinión Lucio Casio? -No, Marco Tulio. La que está doblada es una comunicación privada del pretor Sura a Catilina, al menos eso me han dicho.

– Pontino -dijo Cicerón, erguido y alto-, ve a las casas de Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio. Ordénales que vengan aquí, a mi casa, de inmediato, pero no les des ninguna idea del porqué, ¿comprendido? Y llévate contigo a tu milicia.

Pontino asintió solemnemente; los acontecimientos de aquella noche parecían como un sueño, casi, pues él aún no había comprendido lo que había ocurrido en realidad cuando aprehendió a los alóbroges en el puente Mulvio.

– Flaco, te necesito como testigo -le dijo Cicerón a su otro pretor-, pero envía a tu milicia para que tomen posiciones alrededor del templo de la Concordia. Tengo intención de convocar al Senado a sesión allí en cuanto haya hecho unas cuantas cosas aquí.

Todos los ojos lo miraban, incluidos, notó Cicerón con ironía, los de Terencia, desde un rincón oscuro. Bueno, ¿por qué no? Ella había estado a su lado durante todo aquello; se había ganado su asiento de atrás en la representación. Después de pensarlo un poco, envió a los alóbroges al comedor -salvo a Brogo- a que comieran algo y bebieran un poco de vino, y se sentó en compañía de Brogo, Sanga y Valerio Flaco a esperar a Pontino y a los hombres a los que habían ordenado a este último que fuera a buscar. Volturcio no suponía peligro -estaba acurrucado en el rincón opuesto a aquél en que se encontraba Terencia y lloraba-, pero a Cepario todavía parecía quedarle dentro cierto ánimo de lucha. Cicerón acabó encerrándolo en un armario y deseó haberlo enviado fuera de su casa bajo vigilancia… ¡si es que Roma hubiera dispuesto de un lugar seguro donde ponerlo, claro está!

– La verdad es que tu prisión improvisada es indudablemente más segura que las Lautumiae -dijo Lucio Valerio Flaco haciendo oscilar la llave del armario.

Cayo Cetego llegó el primero, con aspecto receloso y desafiante; poco después entraron juntos Statilio y Gabinio Capitón, con Pontino justo detrás de ellos. La espera por Léntulo Sura fue mucho más larga, pero al final éste también pasó por la puerta, sin que dejara traslucir otra cosa en el rostro y en el cuerpo más que fastidio.

– ¡Realmente, Cicerón, esto es demasiado! -gritó antes de poner los ojos encima de los demás. El sobresalto que experimentó al verlos fue casi inapreciable, pero Cicerón lo vio.

– Reúnete con tus amigo, Léntulo -dijo Cicerón.

Alguien empezó a aporrear la puerta de la calle. Ataviados con armadura a causa de la misión nocturna que habían llevado a cabo, Pontino y Valerio Flaco desenvainaron las espadas.

– ¡Abre la puerta, Tirón! -dijo Cicerón. Pero no había ni peligro ni asesinos en la calle; entraron Catulo, Craso, Curio, Mamerco y Servilio Vatia.

– Al ver que habíamos sido convocados al templo de la Concordia por orden expresa del cónsul senior -dijo Catulo-, decidimos que era mejor buscar al cónsul senior antes.

– Sois bienvenidos, desde luego -les dijo Cicerón lleno de gratitud.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Craso mirando a los conspiradores.

Mientras Cicerón se lo explicaba, volvieron a llamar a la puerta; más senadores entraron en tropel, rebosando curiosidad.

– ¿Cómo corre la voz con tanta rapidez? -quiso saber Cicerón, incapaz de contener el júbilo.

Pero por fin, con la habitación abarrotada, el cónsul senior pudo ir al grano, contar la historia de los alóbroges y la captura que habían hecho en el puente Mulvio; también aprovechó la ocasión para mostrar las cartas.

– Así pues -dijo Cicerón en un tono muy formal-, Publio Cornelio Léntulo Sura, Cayo Cornelio Cetego, Publio Gabinio Capitón y Lucio Statilio, os pongo bajo arresto mientras se lleve a cabo una investigación completa y se averigüe hasta qué punto habéis formado parte en la conspiración de Lucio Sergio Catilina.

– Se volvió hacia Mamerco-. Príncipe del Senado, pongo bajo tu custodia estos tres rollos y solicito que no rompas los sellos hasta que todo el Senado se encuentre reunido en el templo de la Concordia. Entonces será tu obligación como príncipe del Senado leerlos en voz alta.

– Sostuvo en alto la hoja de papel doblada para que todos la vieran-. Esta carta la abriré aquí y ahora, ante los ojos de todos vosotros. Si compromete a su autor, el pretor Léntulo Sura, entonces no habrá nada que nos impida seguir adelante con nuestra investigación. Si es inocente, entonces debemos decidir qué hacemos con los tres rollos antes de que el Senado se reúna.

– Adelante, Marco Tulio Cicerón -dijo Mamerco, atrapado en aquel momento de pesadilla y apenas capaz de creer que Léntulo Sura, una vez cónsul, dos veces pretor, pudiera estar realmente implicado.

¡Oh, qué bueno era ser el centro de todas las miradas en un drama tan enorme y portentoso como aquél!, pensó Cicerón mientras, como consumado actor que era, rompía con un chasquido fuerte y sonoro el sello de cera que todos habían identificado como de Léntulo Sura. Pareció tardar una eternidad en desdoblar la hoja de papel, echarle un vistazo a la carta y asimilar su contenido antes de leerla en voz alta.

Lucio Sergio, te ruego que cambies de idea. Ya sé que no deseas manchar nuestra empresa con un ejército de esclavos, pero créeme cuando te digo que si aceptas admitir esclavos entre las filas de tus soldados, tendrás un número aplastante de hombres y conseguirás la victoria en cuestión de días. Lo único que Roma puede enviar contra ti son cuatro legiones, una de Marcio Rex y otra de Metelo Crético, y otras dos bajo el mando de ese zángano de Híbrido.

Está en las profecías que tres miembros de la gens Cornelia gobernarán Roma, y yo sé que soy el tercero de esos tres hombres llamados Cornelio. Comprendo que tu nombre, Sergio, es mucho más antiguo que el nombre de Cornelio, pero tú ya has indicado que preferías gobernar en Etruria antes que en Roma. En cuyo caso, reconsidera tu postura en lo referente a los esclavos. Yo lo condono. Por favor, consiente en ello.

Acabó de leer la carta en medio de un silencio tan profundo que parecía que ni siquiera la respiración turbase el aire de aquella habitación abarrotada.

Entonces Catulo habló de manera dura y enojada:

– ¡Léntulo Sura, estás acabado! -le dijo bruscamente-. ¡Me meo en ti!

– Yo creo que deberías abrir ahora los rollos, Marco Tulio -dijo Mamerco pesadamente.

– ¿Cómo, y que Catón luego me acuse de manipular las pruebas del Estado? -preguntó Cicerón abriendo mucho los ojos y luego poniéndose bizco-. No, Mamerco, sellados se quedan. ¡No me gustaría incomodar a nuestro querido Catón, por muy correcto que fuera el hecho de abrirlos ahora!

El pretor Cayo Sulpicio estaba allí, observó Cicerón. ¡Bien! A él también iba a encomendarle una tarea, de manera que no pareciese que él tenía favoritismos y que Catón no pudiera encontrar absolutamente ningún fallo.

– Cayo Sulpicio, ¿querrías ir a las casas de Léntulo Sura, de Cetego, de Gabinio y de Statilio y ver si se encuentran armas en ellas? Llévate contigo a la milicia de Pontino, y haz que luego registren la residencia de Porcio Leca; y también las de Cepario, Lucio Casio, este Volturcio aquí presente y un tal Lucio Tarquinio. Te ordeno que dejes que tus hombres continúen con los registros después de que tú inspecciones en persona los domicilios de los conspiradores senatoriales, porque te necesitaré en el Senado en cuanto sea posible. Una vez allí, puedes informarme acerca de tus hallazgos.