Выбрать главу

– Me haré cargo de Léntulo Sura -dijo Lucio César con tristeza-. Es mi cuñado. Por parentesco debería ir a cargo de otro Léntulo, quizás, pero por derecho me corresponde a mí.

– Yo me encargaré de Gabinio Capitón -dijo Craso.

– Y yo de Statilio -dijo César.

– Dadme a mí al joven Cetego -pidió Quinto Cornificio.

– Yo me quedaré con Cepario -dijo el viejo Cneo Terencio.

– ¿Y qué hacemos con un pretor que está en el cargo y es un traidor? -preguntó Silano, a quien la cara se le había puesto muy gris en aquel ambiente sin ventilación.

– Ordenamos que se quite su insignia del cargo y despida a los lictores -dijo Cicerón.

– No creo que eso sea legal -intervino César con cierto tono de cansancio- Nadie tiene poder para poner fin al cargo de un magistrado curul antes del último día de su año. Estrictamente, no podéis arrestarlo.

– ¡Podemos bajo un senatus consultum ultimum! -dijo con brusquedad Cicerón. ¿Por qué César estaba siempre poniendo faltas?-. ¡Si lo prefieres no lo llames ponerle fin! ¡Considera que sólo se le despoja de sus galas curules!

Tras lo cual Craso, harto de aquellas apreturas y muerto de ganas de salir del templo de la Concordia, interrumpió aquella conversación cáustica para proponer que se celebrase un acto público de acción de gracias por el descubrimiento de aquel complot sin que se hubiera producido derramamiento de sangre dentro de los muros de la ciudad. Pero no nombró a Cicerón.

– Mientras lo organizas, Craso, ¿por qué no votas a nuestro querido Marco Tulio Cicerón para que le sea concedida la corona cívica? -dijo gruñendo Publícola.

– Eso es un comentario definitivamente irónico -le dijo Silano a César.

– Oh, gracias sean dadas a los dioses, por fin se dispone a levantar la sesión -fue la respuesta de César-. ¿No podría haber encontrado un motivo para que nos hubiéramos reunido en Júpiter Stator o en Bellona?

– ¡Mañana aquí a la segunda hora del día! -gritó Cicerón ante un coro de quejas; luego salió apresuradamente del templo para subir a la tribuna y dirigir un discurso tranquilizador a la enorme y expectante multitud.

– No sé por qué tiene tanta prisa -le dijo Craso a César mientras los dos, de pie, flexionaban los músculos y respiraban profundamente el dulce aire del exterior-. Esta noche no puede ir a su casa, su mujer es la anfitriona de la Bona Dea.

– Sí, desde luego -repuso César dejando escapar un suspiro-. Mi esposa y mi madre van allí, por no hablar de todas mis vestales. Y Julia también, supongo. Está haciéndose mayor.

– Ojalá también se hiciera mayor Cicerón.

– ¡Oh, venga, Craso, por fin se encuentra en su elemento! Déjale que disfrute esta pequeña victoria. En realidad no se trata de una conspiración muy importante, y tenía tantas posibilidades de triunfar como Pan al competir con Apolo. Una tempestad en un vaso de agua, nada más.

– ¿Pan contra Apolo? Pues ganó, ¿no?

– Sólo porque Midas era el juez, Marco. Por lo cual siempre llevó orejas de burro después de aquello.

– Midas siempre está sentado en el tribunal, César.

– El poder del oro.

– Exactamente.

Empezaron a avanzar por el Foro, sin sentirse en lo más mínimo tentados a detenerse para oír el discurso que Cicerón le dedicaba al pueblo.

– Pues, sin duda, hay parientes tuyos implicados -dijo Craso cuando César ignoró la vía Sacra y se encaminó también hacia el Palatino.

– Claro que sí. Una prima muy tonta y esos tres robustos gamberros que tiene por hijos.

– ¿Tú crees que ella estará también en casa de Lucio César?

– Definitivamente, no. Lucio César es demasiado puntilloso. Tiene en custodia al marido de su hermana. Así, que con mi madre en casa de Cicerón celebrando la Bona Dea, creo que iré a ver a Lucio para decirle que pienso ir derecho a ver a Julia Antonia.

– No te envidio -dijo Craso sonriendo.

– ¡Créeme, yo tampoco me envidio a mí mismo!

Pudo oír a Julia Antonia antes de llamar a la puerta de la casa de Léntulo Sura, muy bonita, e irguió los hombros. ¿Por qué tenía que ser Bona Dea aquella noche? Todo el círculo de amigas de Julia Antonia estaba en casa de Cicerón, y Bona Dea no era la clase de deidad que una ignoraba en favor de una amiga disgustada.

Los tres hijos de Antonio Crético estaban cuidando a su madre con un grado de paciencia y bondad que a César le pareció sorprendente; lo cual no impidió que ella se pusiera en pie de un salto y se arrojase al pecho de César.

– ¡Oh, primo! -gimió-. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde iré? ¡Van a confiscar todas las propiedades de Sura! ¡Ni siquiera tendré un techo sobre la cabeza!

– Deja en paz a ese hombre, mamá -dijo Marco Antonio, el mayor de los hijos de Julia Antonia; le apartó los dedos que se agarraban con fuerza a César y la acompañó de nuevo hasta la silla-. Ahora siéntate y guárdate para ti tu desgracia; llorar no va a ayudamos a salir de este apuro.

Quizás porque ya estaba agotada, Julia Antonia obedeció; su hijo menor, Lucio, un individuo más bien gordo y torpón, se sentó en una silla al lado de ella, le cogió las manos y empezó a hacer sonidos para tranquilizarla.

– Ahora le toca a él -explicó escuetamente Antonio; y se llevó a su primo al peristilo, donde el hijo mediano, Cayo, se reunió con ellos.

– Es una pena que los Cornelios Léntulos constituyan la mayoría de los Cornelios que hay en el Senado en estos momentos -comentó César.

– Y ninguno de ellos se sentirá nada contento de proclamar que hay un traidor en el seno de su familia -dijo Marco Antonio con aire lúgubre-. ¿Es un traidor?

– Sin que quepa la menor sombra de duda, Antonio.

– ¿Estás seguro?

– ¡Acabo de decírtelo! ¿Qué sucede? ¿Te inquieta que salga a colación que tú también estás implicado? -le preguntó César, preocupado de pronto.

Antonio se ruborizó intensamente, pero no dijo nada; fue Cayo quien respondió al tiempo que pateaba el suelo con un pie.

– ¡Nosotros no estamos implicados! ¿Por qué será que todo el mundo, ¡incluso tú!, siempre piensa lo peor de nosotros?

– Eso se llama ganarse una reputación -le dijo César con paciencia-. Los tres tenéis una asombrosa mala fama: juego, vino, putas.

– Miró con ironía a Marco Antonio-. Incluso un amiguito de vez en cuando.

– Lo que se rumorea acerca de Curión y de mí no es cierto -dijo Antonio, incómodo-. Sólo fingimos que somos amantes para fastidiar al padre de Curión.

– Pero todo sirve para ganarse una reputación, Antonio, como tus hermanos y tú estáis a punto de descubrir, Cada sabueso del Senado va a andar olisqueándoos el culo, así que sugiero que si estáis implicados en ese asunto, aunque sea remotamente, me lo digáis ahora mismo.

Hacía mucho tiempo que los tres hijos de Crético habían llegado a la conclusión de que aquel César en particular tenía los ojos más desconcertantes que ninguno que ellos conocieran: penetrantes, fríos, omniscientes. Eso quería decir que no les era simpático porque aquellos ojos los ponían a la defensiva, hacían que se sintieran inferiores a lo que ellos en secreto creían ser. Y César nunca se molestó en condenarlos por lo que ellos consideraban fallos de menor cuantía; sólo iba a hablar con ellos cuando las cosas eran realmente graves, como ahora. Por eso las apariciones de César eran una especie de recordatorio de un presagio de fatalidad, que tenía la tendencia a despojarlos de la capacidad de defenderse, de luchar contra él.

Así que Marco Antonio respondió de mala gana:

– No estamos ni remotamente implicados. Clodio decía que Catilina era un perdedor.

– Y lo que dice Clodio es cierto, ¿no?

– Suele serlo.

– Estoy de acuerdo -dijo César inesperadamente-. Es bastante astuto.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Cayo Antonio bruscamente.

– A vuestro padrastro lo juzgarán por traición, lo hallarán culpable y lo condenarán -respondió César-. Ha confesado, no le ha quedado más remedio que hacerlo. Los pretores de Cicerón cogieron a los alóbroges con dos cartas suyas incriminatorias, y no se trata de falsificaciones, os lo puedo asegurar.