Выбрать главу

– Tito Volturcio era el guía de los alóbroges, Marco Cepario dijo que él se hallaba presente para informar del resultado de la reunión de los alóbroges con Lucio Sergio Catilina a los conspiradores a su regreso a Roma. ¿Y tú qué hacías con ellos, Tarquinio?

– ¡Oh, en realidad yo no tenía mucho que ver con los alóbroges, Catón! -respondió Tarquinio alegremente-. Sólo viajaba con el grupo porque era más seguro y más entretenido que ir al Norte yo solo. No, yo tenía otro asunto que tratar con Catilina.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué asunto era ése? -quiso saber Catón.

– Le llevaba a Catilina un mensaje de Marco Craso.

El pequeño y abarrotado templo quedó sumido en el más absoluto silencio.

– Repite eso, Tarquinio.

– Le llevaba un mensaje de Marco Craso a Catilina.

Se alzó un zumbido de voces, que fue subiendo de volumen hasta que tuvo que hacer que el jefe de sus lictores aporrease el suelo con las fasces.

– ¡Silencio! -rugió.

– Tú le llevabas un mensaje de Marco Craso a Catilina -repitió Catón-. ¿Y dónde está, Tarquinio?

– ¡Oh, no estaba escrito! -gorjeó Tarquinio, que parecía muy contento-. Lo llevaba dentro de la cabeza.

– ¿Sigues teniéndolo dentro de la cabeza? -le preguntó Catón al tiempo que miraba a Craso, que estaba sentado en su taburete con aspecto atónito.

– Sí. ¿Quieres oírlo?

– Gracias.

Tarquinio se puso de puntillas y comenzó a dar saltitos.

– Marco Craso dice que te alegres, Lucio Catilina. Roma no está completamente unida en contra tuya, cada vez hay más gente importante que se une a ti -entonó Tarquinio.

– ¡Es tan astuto como una rata de cloaca! -rugió Craso-. ¡Me acusa, y eso significa que para limpiar mi nombre tendré que gastar gran parte de mi fortuna consiguiendo que hombres como él sean absueltos!

– ¡Muy bien! -gritó César.

– ¡Pues no lo haré, Tarquinio! -continuó Craso-. Tómala con otro que sea más vulnerable. Marco Cicerón sabe muy bien que yo fui la primera persona de todo este cuerpo de hombres en acudir a él con pruebas específicas. Y acompañado de dos testigos irreprochables, Marco Marcelo y Quinto Metelo Escipión.

– Eso es absolutamente cierto -dijo Cicerón.

– Así es -dijo Marcelo.

– Así es -repitió Metelo Escipión.

– Entonces, Catón, ¿quieres llevar más lejos este tema? -preguntó Craso, que detestaba a Catón.

– No, Marco Craso, no. Está claro que es una invención.

– ¿Está de acuerdo la Cámara? -exigió Craso.

Los miembros de la Cámara levantaron la mano para poner de manifiesto que estaban de acuerdo.

– Lo cual significa que nuestro querido Marco Craso es un pez lo bastante grande como para escupir el anzuelo sin que le desgarre la boca siquiera -dijo Catulo-. ¡Pero yo tengo que hacer la misma acusación a un pez mucho más pequeño! ¡Yo acuso a Cayo Julio César de tomar parte en la conspiración de Catilina!

– ¡Y yo me uno a Quinto Lutacio Catulo en esa acusación! -rugió Cayo Calpurnio Pisón.

– ¿Alguna prueba? -preguntó César sin molestarse siquiera en ponerse en pie.

– Las pruebas vendrán más tarde -sentenció Catulo con cierto aire de engreimiento.

– ¿En qué consisten? ¿Cartas? ¿Mensajes verbales? ¿Pura imaginación?

– ¡Cartas! -dijo Cayo Pisón.

– ¿Y dónde están esas cartas? -preguntó César sin alterarse-. ¿A quién van dirigidas, si es que se supone que las he escrito yo? ¿O tienes problemas falsificando mi letra, Catulo?

– ¡Se trata de correspondencia entre Catilina y tú! -le dijo a gritos Catulo.

– Me parece que sí que le escribí una vez -dijo César tras pensarlo un poco-. Debió de ser cuando él era propretor en la provincia de África. Pero, por supuesto, no le he vuelto a escribir desde entonces.

– ¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! -dijo Pisón sonriendo-. ¡Te tenemos, César! ¡Escabúllete como quieras! ¡Te tenemos!

– En realidad -dijo César- no es así, Pisón. Pregúntale a Marco qué ayuda presté yo en su caso contra Catilina.

– No te molestes, Pisón -dijo Quinto Arrio-. Con mucho gusto te diré lo que Marco Cicerón puede confirmar. César me pidió que fuera a Etruria y hablase con los veteranos de Sila que se encontraban en los alrededores de Fésulas. El sabía que ningún otro que tuviese una posición importante le inspiraría confianza a esos veteranos, y por eso me lo pidió a mí. Le complací de buen grado, aunque me di patadas en mi propio culo por no habérseme ocurrido a mí la idea. Pero no se me ocurrió. Hace falta ser un hombre como César para ver con claridad los acontecimientos. Si César hubiera formado parte de la conspiración, nunca habría fingido.

– Quinto Arrio dice la verdad -intervino Cicerón.

– ¡Así que vosotros dos sentaos y cerrad la boca! -dijo bruscamente César- ¡Si un hombre mejor que tú te derrota en la elección a pontífice máximo, Catulo, pues acéptalo! ¡Y tú, Pisón, te habrás gastado una fortuna en sobornos para salir absuelto en mi tribunal! Pero, ¿por qué teñiros de deshonra movidos tan sólo por el despecho? ¡Esta Cámara os conoce, esta Cámara sabe de lo que sois capaces!

Quizás hubiera habido más que decir sobre aquel tema, pero llegó un mensajero a toda carrera para informar a Cicerón de que un grupo de esclavos manumitidos pertenecientes a Cetego y a Léntulo Sura estaban reclutando por toda la ciudad con cierto éxito, y que cuando tuvieran hombres suficientes pensaban atacar las casas de Lucio César y de Cornificio, rescatar a Léntulo Sura y a Cetego, instaurarlos como cónsules y luego rescatar a los demás prisioneros y apoderarse de la ciudad.

– ¡Este tipo de cosas van a estar sucediendo hasta que terminen los juicios! -dijo Cicerón-. ¡Lo tendremos durante meses, padres conscriptos, durante meses! ¡Empezad a pensar cómo podemos reducir ese tiempo, os lo ruego!

Disolvió la reunión e hizo que sus pretores llamasen a la milicia de la ciudad; se enviaron destacamentos a todas las casas de los custodios, se pusieron guarniciones en todos los lugares públicos, y un grupo de caballeros de las Dieciocho, incluido Ático, se dirigió al Capitolio para defender el templo de Júpiter Óptimo Máximo.

– ¡Oh, Terencia, no quiero que mi año como cónsul acabe en la incertidumbre y el posible fracaso, no después de un triunfo tan grande! -le gritó a su esposa cuando llegó a casa.

– Porque mientras esos hombres estén dentro de Roma y Catilina se halle en Etruria con un ejército, todo este asunto está pendiente de un hilo -le dijo ella.

– Exactamente, querida mía.

– Y tú acabarás como Lúculo: harás todo el trabajo y verás cómo Silano y Murena se llevan el mérito, porque ellos serán cónsules cuando todo esto acabe.

En realidad eso ya se le había ocurrido a Cicerón, pero al oírselo decir a su esposa tan sucintamente, se estremeció. ¡Sí, así era exactamente como resultarían las cosas! Engañado por el tiempo y la tradición.

– Bueno -dijo Cicerón, irguiendo los hombros-, si haces el favor de excusar mi ausencia del comedor, creo que me retiraré al despacho y me encerraré allí hasta que pueda dar con una solución.

– Tú ya conoces la solución, marido. Sin embargo, te comprendo. Lo que necesitas es afirmar tu valor. Mientras lo intentas, ten presente en la mente que la Bona Dea está de tu parte.

– ¡Que se pudran, digo yo! -le dijo Craso a César con mucha violencia para ser un hombre tan plácido-. ¡Por lo menos la mitad de esos fellatores están ahí sentados esperando que Tarquinio haga valer sus acusaciones! ¡Fue una suerte para mí que Quinto Curio eligiera mi puerta para dejar su montoncito de cartas! De otro modo, hoy me habría visto en un serio problema.

– Mi defensa fue más tenue -dijo César-, pero, felizmente, también lo fueron las acusaciones. ¡Estúpido! Catulo y Pisón sólo tuvieron la idea de acusarme a mí cuando Tarquinio te acusó a ti.